miércoles, 19 de febrero de 2020

LA COMEDIA HUMANA

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Suele caracterizarse la sociedad occidental de los tiempos posmodernos como “sociedad del espectáculo”. Con razón. Y desde tal perspectiva debe observarse y analizarse el comportamiento de los individuos que allí aparecen. La esfera pública en la era de la globalización ha sido derribada hace tiempo, para construirse en su lugar un teatro: el gran teatro del mundo. En la denominada “democracia participativa”, por activa y por pasiva, “participar” significa formar parte de la compañía, de la troupe, estando en el reparto, si la interpretación resulta naturalista y realista, según el “Método Stanislavski”, versión Actor’s Studio de Lee Strasberg, y recibiendo como premio el aplauso del público, entregado de antemano.
En la “sociedad del espectáculo”, la conducta social consiste, básicamente, en actuación, en interpretar un papel de pieza teatral, sea en uno, dos o tres actos, dependiendo del género. La mayor parte de espectadores no notará la diferencia. Porque discernir entre realidad y ficción, verdad y mentira, acción y representación, es distinción muy aristocrática y rancia que quedó abolida con el fin del Antiguo Régimen.
A los actores más populares y queridos los fans les llaman por el nombre del personaje que ha encarnado, le ha dado celebridad y por el que es más conocido. A la dimensión ilusoria de la virtualidad se le denomina comúnmente “realidad virtual”, o sea, una realidad más entre otras, de semejante entidad y valor. Esto también se impuso cuando la igualdad fue equiparada a la libertad y la fraternidad, con una elocuencia tan afilada como la cuchilla de la guillotina. ¿De qué extrañarse, pues?
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La función comienza cada mañana al mirarse en el espejo. La primera mirada que se lanza uno a sí mismo no es de orgullo, como creía Jean-Jacques Rousseau, sino, más bien, conlleva una cierta decepción, resumida en pocos palabras por Emil Cioran: “Ah, otra vez yo…” La frase apunta al asombro existenciario en el caso del filósofo francés (no en del ginebrino), a quien, de origen rumano, y aunque sostuviera lo contrario, nada humano le era ajeno. También Cioran tenía algo de actor dramático; desde luego, mucho menos que Rousseau.

Por contraste, para el individuo no perdido en filosofías, la revelación matutina significa la llamada al escenario, ponerse en la piel de otro, o en sus zapatos (versión en inglés: put oneself in someone's shoes); actitudes ambas poco higiénicas, aunque traviesas, de ahí la fascinación general por la empatía: aunque se vista de seda, mona se queda. Lo primero, una nueva identidad, adoptar un alias; por ejemplo, el que luce en las redes sociales. Del alias al alter y, a continuación, sesión de maquillaje: sombra aquí, sombra allá. Ponerse después el disfraz de superhéroe y pronunciar las palabras mágicas: It's showtime, folks!  Empieza el espectáculo.



Cambios de identidad y transformers han existido desde tiempo inmemorial, mucho antes del auge de los videojuegos y los vídeos de primera. Pero, surgían en momentos y situaciones ocasionales, a propósito de instantes de evasión y efusión. Ahora, se trata de algo permanente, o al menos mientras dura la actuación (¡Luces! ¡Cámara! ¡Acción!), terminando la transformación al volver a la habitación propia, cuando cae la máscara y se borran coloretes y pinturas de guerra. Bailes de disfraces y carnavaladas también los ha habido, normalmente, relacionados con festejos fijados en el calendario. En la actualidad, como se canta en el famoso bolero, lo tuyo, camarada ciudadano, es puro teatro, sea en tiempo de ocio o trabajo, permiso por asuntos propios o con carácter indefinido.

Los actos humanos en la arena pública han adquirido, como una segunda piel, la traza de una performance. Será porque hoy, se respiran continuamente aires de fiesta y se vive una infancia perpetua (¿remitirá esto a la ensoñadora inmortalidad?). Siguiendo la senda categorial de Sigmund Freud, el “principio de realidad” no sustituye ya en la biografía del sujeto al “principio del placer”, propio de lo que antes se denominaba la “edad de la inocencia”, sino que éste perdura hasta la edad madura. Resultado: la sociedad se asemeja a un alegre y ruidoso kindergarten. ¿Quién ha dicho que la vida es difícil, si se trata de un juego de niños?


Damas y caballeros, lo que presencian en sus pantallas, lo que les pasma, indigna o conmueve, es sólo una representación, una farsa, un montaje: cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia
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En el Tribunal de Justicia, los juicios celebrados a puerta cerrada se graban en  vídeo, y en la mayor parte de los casos, las vistas, como su propio nombre indica, pueden seguirse en Internet. En las sesiones parlamentarias, sencillamente, las intervenciones de sus señorías se ajustan al guión escrito por el aparato de los partidos, pero concebidas para ver el telediario en los aparatos de televisión. Las presentaciones de libros han ido transformándose en charlas informales de amigos, trufadas de bromas y ocurrencias frívolas, en escenas de sofá, ambientadas por música en vivo y animadas por un catering imprescindible, lo cual deja inertes a los caducados autores, discípulos de Francisco Umbral, que han ido allí a hablar de su libro y no tienen quien les escuche. En las conferencias es habitual que el orador aparezca en escena con micrófono inalámbrico acoplado a la cabeza, y, cual cantante de rap, deambule frenéticamente por las tablas, delante de pantallas multicolores, hasta el punto de que sus intervenciones deberían medirse no por los minutos que consume en su plática sino por los kilómetros recorridos de acá para allá. 
Tertulias, entrevistas y mesas redonda —políticas, literarias o del corazón— no televisivas, son televisadas en directo, en streaming, además de estar disponibles a las pocas horas en podcast y subidas a YouTube para poderse disfrutarse una y otra vez, lo cual anima a los participantes a oficiar de púgiles sofistas y expertos en lucha libre de inhibiciones.
Ya ven, en la “sociedad del espectáculo”, quien no sea fotogénico ni tenga dotes para la interpretación no le queda otra papeleta que actuar de figurante (¡extra!, ¡extra!), formar parte del coro o sentarse y mirar desde el patio de butacas y el pasillo.
Ya lo vio venir H. D. Thoreau, cuando escribió: «Si se quiere conseguir dinero como escritor o conferenciante, se debe ser popular, lo que supone caer en picado.” (Vida sin principios).

Y luego están las manifestaciones callejeras y las movilizaciones. Ya no se llevan los desfiles ni la gran parada inspirada en disciplinada marcha militar, cerrando filas y gritando consignas oficiales, paso de la oca y tiro porque me toca. El último grito son las performances, cuanto más excéntricas y descaradas, mejor, modelo Love Parade. Más que acciones movidas por el cartel y el lema que los convoca, por compromiso cívico, militancia activa, conciencia social y tal, constituyen genuinas movidas festivas, representaciones, figuraciones y espectáculos con charanga y pandereta, letrillas, cánticos y milongas, más pompones y caretas que pompa y circunstancia, porque el objetivo principal es la quedada, como en el botellón, y montar un número… musical. 

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Los participantes en estos actos asisten, más por afán de diversión y exhibición que por convicción política, más por ánimo juguetón que por motivación ideológica (algo similar sucede con los casos citados anteriormente). Quienes informan de los mismos, periodistas “profesionales”, así como reporteros aficionados e indepes, aprendices de gacetilleros que hacen la crónica en la Red, suelen tomarse muy serio la representación, al pie de la letra, tomada por algo real, porque en ello les va la tarea. Siguen la corriente de las marchas marchosas por medio de disputas y contiendas de bandería, entre los de un bando y los del otro, del rosa al amarillo, del morado al naranja y del azul al rojo, todo ello entre bromas y veras, insultos y alabanzas. Sea como fuere, la representación y la información no mantienen una buena relación.
Antes, el quid de la cuestión estaba en el mensaje (el medio es el mensaje). Ahora, manda la bronca y el jaleo, la jarana y el neodestape. La algarada ha dado paso a la algarabía. La glorificada información (¿sabes lo que ha dicho…?) es, por lo general, un cuento chino, suma de cotilleos y chanzas, cuando no de fake news, que, en realidad, poco aportan de verdad y claridad a los hechos.
Damas y caballeros, lo que presencian en sus pantallas, lo que les pasma, indigna o conmueve, es sólo una representación, una farsa, un montaje: cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Luego, se añaden a la virtualidad infinitas interpretaciones y comentarios, críticas y análisis, porque en la realidad virtual, todo es Interpretación, y mañana, mamá, salgo en televisión.
¿Debate? ¿Coloquio? ¿Mesa redonda? ¿Manifa antifa? Oh, no: batalla de flores; tomatina; pelea de gallos, con más tongo que en un combate de catch; carreras de primer día de Rebajas; casting para optar al papel protagonista de la versión posmoderna de la opereta La alegre divorciada; juegos con las palmas de las manos y dame la manita, Pepe Luis; el conejo de la suerte, correcaminos y el pájaro loco; pasapalabra y sin vergüenza; Víctor o Victoria; ¡Ay, qué calor! y a la fresca; danzad, danzad, malditos. Una función más del club de la comedia. La comedia humana.

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