Además de la saga de los Alcott, celebridades de la talla del filósofo y ensayista Ralph Waldo Emerson, el poeta Walt Whitman, el narrador Nathaniel Hawthorne, la periodista y activista por los derechos de la mujer Margaret Fuller, el abolicionista y aguerrido John Brown…, todos ellos dieron brillo y color a Concord, aunque no todos nacieran allí.
Sí era natural de Concord otro de sus más afamados residentes: Henry Thoreau. Nacido en 1817, Thoreau cursa estudios en la Universidad de Harvard, lo cual supone sólo el primer escalón de la sólida formación humanista e intelectual de la que se beneficia, y que le conduce, en primera instancia, a ejercer de profesor en distintos centros de enseñanza de Nueva Inglaterra, para dedicarse posteriormente a la práctica de oficios menos rutinarios y sedentarios, y más de acuerdo con su naturaleza errabunda y, ciertamente, inclinada a lo silvestre.
Liberado de la disciplina del aula, fija su residencia en una cabaña de Concord (que no quiere decir que se asiente en ella), cercana al lago Walden Pond. Desde allí, al tiempo que sigue leyendo a los clásicos y a sus contemporáneos, da los primeros pasos de una singular existencia errante, sin alejarse nunca de su poblado natal: tal era el poder de atracción que aquél terruño ejerce en su cuerpo y su mente. Posteriormente, pasa una temporada en la casa de Emerson, para acabar retirándose en la de su familia.
Trabaja en la fábrica de lapiceros de grafito propiedad de su padre, ejerce muchos otros oficios, algunos de los cuales —topógrafo y agrimensor— le resultan muy útiles para la verdadera pasión que anida en su alma, o mejor, en sus pies: el oficio de cronista experto en marchas y caminos. Thoreau es, en efecto, autor de muy celebrados ensayos de naturaleza política y filosófica, como Thomas Carlyle y su obra (1847) y, sobre todo, Desobediencia civil, escrito en 1849 (prefirió ir a la cárcel, aunque sólo fuese una noche, a tener que pagar impuestos). Pero, por encima de todo, Thoreau es un apasionado de la naturaleza, de los paisajes de su distrito natal, sus dintornos y algunos contornos.
Thoreau ama caminar, estar en movimiento, vadear ríos, coronar colinas, hablar con los lugareños que encuentra al paso, preguntarles por sus profesiones, costumbres y cuitas. Pero no le gusta salir de viaje. Para dar cuenta de sus excursiones y vagabundeos (verdadero espíritu, este último, del auténtico caminante), escribe una larga serie de relatos y crónicas de paseos, que pueden considerarse, al mismo tiempo, brillantes ensayos de geografía física y humana, de historia social y antropología cultural. Walden (1854) es acaso el libro más conocido de esta serie, junto a Una Semana en los Ríos Concord y Merrimac (1849), Caminar (1861) y Cape Cod (1865), texto que ahora paso a comentar.
Cape Cod fue de los primeros lugares colonizados por europeos en Norteamérica, además de Barnstable (1639), Sandwich (1637) y Yarmouth (1639). Descubierto en 1602, constituye el primer intento de los ingleses recién llegados al nuevo continente de fundar allí un asentamiento más o menos estable, desde el que avanzar en la colonización del país. Así pues, tocamos aquí una tierra que registra la huella del origen de la nación norteamericana. Una tierra, por lo demás, física y geográficamente muy inestable y poco firme. El Cape, como suele conocerse uno de los «cabos» por excelencia de EEUU, es un depósito glaciar en forma de hoz que experimenta cambios naturales constantes. Aquí más que tierra firme hay que hablar de «tierras movedizas», de suelo de arena, de lagunas, playas y aguas oceánicas por todos los costados. Más que tierra, desierto, Cape Cod es territorio de arenales con pocas rocas y piedras, en medio de agua de mar y bajo una pertinaz lluvia. Un territorio, en fin, que existe, a pesar de todo, empapado de su propia naturaleza con voluntad de permanencia.
Cape Cod recoge distintas estancias de Thoreau en este enclave extraordinario, aunque el detalle de sus notas remite a una visita en particular realizada en octubre de 1849, coincidiendo con el verano indio, la mejor época del año para recorrerlo a pie, como tiene que ser. Caminante, por lo general, solitario, en esta ocasión está acompañado por su amigo Ellery Channing, con cuya hermana se ocupó, tras la muerte del autor, de la edición del manuscrito. Así relata Thoreau el propósito del texto en sus primeras líneas:
Liberado de la disciplina del aula, fija su residencia en una cabaña de Concord (que no quiere decir que se asiente en ella), cercana al lago Walden Pond. Desde allí, al tiempo que sigue leyendo a los clásicos y a sus contemporáneos, da los primeros pasos de una singular existencia errante, sin alejarse nunca de su poblado natal: tal era el poder de atracción que aquél terruño ejerce en su cuerpo y su mente. Posteriormente, pasa una temporada en la casa de Emerson, para acabar retirándose en la de su familia.
Trabaja en la fábrica de lapiceros de grafito propiedad de su padre, ejerce muchos otros oficios, algunos de los cuales —topógrafo y agrimensor— le resultan muy útiles para la verdadera pasión que anida en su alma, o mejor, en sus pies: el oficio de cronista experto en marchas y caminos. Thoreau es, en efecto, autor de muy celebrados ensayos de naturaleza política y filosófica, como Thomas Carlyle y su obra (1847) y, sobre todo, Desobediencia civil, escrito en 1849 (prefirió ir a la cárcel, aunque sólo fuese una noche, a tener que pagar impuestos). Pero, por encima de todo, Thoreau es un apasionado de la naturaleza, de los paisajes de su distrito natal, sus dintornos y algunos contornos.
Thoreau ama caminar, estar en movimiento, vadear ríos, coronar colinas, hablar con los lugareños que encuentra al paso, preguntarles por sus profesiones, costumbres y cuitas. Pero no le gusta salir de viaje. Para dar cuenta de sus excursiones y vagabundeos (verdadero espíritu, este último, del auténtico caminante), escribe una larga serie de relatos y crónicas de paseos, que pueden considerarse, al mismo tiempo, brillantes ensayos de geografía física y humana, de historia social y antropología cultural. Walden (1854) es acaso el libro más conocido de esta serie, junto a Una Semana en los Ríos Concord y Merrimac (1849), Caminar (1861) y Cape Cod (1865), texto que ahora paso a comentar.
Cape Cod recoge distintas estancias de Thoreau en este enclave extraordinario, aunque el detalle de sus notas remite a una visita en particular realizada en octubre de 1849, coincidiendo con el verano indio, la mejor época del año para recorrerlo a pie, como tiene que ser. Caminante, por lo general, solitario, en esta ocasión está acompañado por su amigo Ellery Channing, con cuya hermana se ocupó, tras la muerte del autor, de la edición del manuscrito. Así relata Thoreau el propósito del texto en sus primeras líneas:
«Con el deseo de obtener un panorama mejor del que ya había tenido del océano, que —dicen— cubre más de dos tercios del globo, pero del cual quien viva a algunas millas tierra adentro puede que nunca tenga más indicios que sobre otro mundo, realicé una visita a Cape Cod en octubre de 1849, otra en junio siguiente, y otra más a Truro en julio de 1855; la primera y la última con un acompañante, la segunda, solo. En total, he pasado unas tres semanas en el Cape; dos veces caminando por el lado del Atlántico desde Eastham hasta Provincetown, y otra por el lado de la Bahía, exceptuando cuatro o cinco millas, y en mi andadura he atravesado la península media docena de veces; pero habiendo arribado tan fresco al mar, me he salado apenas.»
Con la caminata a cuestas, Thoreau pinta un retrato narrativo rico en marinas y playas, islas y penínsulas, amplias bahías y breves llanuras, un relato de naufragios y de pescadores, de hombre curtidos por el aire marino y el trabajo duro. Los personajes del Cape aquí descritos viven del mar y para el mar. De sus aguas profundas recogen el fruto del trabajo, e incluso en las orillas hacen acopio de los restos que vomita el océano tras hacer la digestión de los barcos que ha devorado: pecios, maderos, ropas, objetos y aun cuerpos humanos que la mar devuelve al lugar de donde un día partieron.
Para proteger la navegación de los hombres de la mar, vigilan la costa los faros del Cape. Uno destaca especialmente, cerca de Truro:
«Temprano llegamos al Highland Light, faro cuya blanca torre habíamos visto elevándose delante de nosotros sobre la playa durante el último par de millas.»
Cape Cod, conocido en el pasado como Cabo del Bacalao (Codfish) y Cabo de Massachussets; para sus habitantes y visitantes, sencillamente el Cape:
«Aquí está el manantial de manantiales, la cascada de las cascadas. Una tormenta en otoño o invierno es el momento de visitarlo; un faro o la choza de un pescador, el verdadero hotel. Un hombre puede estar allí de pie y tener toda América detrás de él.»
Libro de infatigables caminatas y serenas contemplaciones, de sensaciones no exentas de apacibles reflexiones, diríase que desprende olor a salitre, bacalao seco y arándanos y que suena a rumor de olas desparramándose en las amplias playas de Cape Cod.
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