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sábado, 21 de mayo de 2011

MUNICH, ¡QUÉ BÁVARO! (y 3)


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Sobre el gusto que percibo en Munich por rememorar el pasado divagaba yo la tarde que bajaba por la Leopoldstrasse en dirección a la Odeonplatz. Entre una y otra dirección serpentea la magna Ludwigstrasse, inmensa arteria vial que atraviesa la zona universitaria, y que alberga la Ludwig-Maximilians-Universität, la neorrománica Ludwigskirche y la Bayerische Staatsbibliothek. Me introduzco en la Biblioteca Nacional bávara. Las escaleras de acceso están sabiamente decoradas con majestuosas estatuas en recuerdo de Tucídides, Homero, Aristóteles e Hipócrates. Siento fascinación por los lugares que contienen sosiego, arte y libros. Como la hora de cerrar estaba próxima y no disponía del carné de estudiante o usuario de las salas, no pude acceder a su interior. Me conformé con subir las respetables escalinatas de entrada y deambular por sus corredores y salas adyacentes. Hasta que alcancé la sala de recepción que conduce a las salas de lectura, que ya cerraban sus puertas al público.
Me entretuve observando las vitrinas repartidas por el amplio vestíbulo. Para mi sorpresa, advertí que contenían libros chamuscados, abrasados y algunos casi pulverizados. Se trataba de una exposición conmemorativa de los bombardeos británicos que golpearon la ciudad de Munich en marzo de 1943, durante la II Guerra Mundial. Junto a la parrillada de volúmenes, varias mesas mostraban exponían fotografías de la Biblioteca muniquesa antes y después de los ataques aéreos, imágenes que mostraban la edificación profanada, en llamas y, al fin, su esqueleto seco como un tronco exánime y sin sabia.
Los muniqueses no olvidan algunas hecatombes. Una cosa es la alegría cervecera y la caridad católica, y otra, no recordar lo que fueron, ni lo que les han dejado ser o no ser, hacer o no hacer.
No era la primera recordación en que había reparado a propósito de los bombardeos británicos sobre la ciudad durante la segunda gran guerra del siglo XX. Al visitar la iglesia de San Miguel, próxima a la Marienplatz, el núcleo central de la villa, unos paneles a la entrada del templo me daban la bienvenida y, de paso, me repasaban la historia: el edificio, antes y después de los bombardeos. 
Asimismo, reparo en las norias de souvenirs —o sea, esos artefactos giratorios que exponen postales turísticas de la ciudad—, anexas a muchos quioscos de prensa. Ya se saben: típicas estampas de la villa, el Ayuntamiento (el Viejo y el Nuevo), la Frauenkirche, con las características cúpulas bulbiformes, o sea, en forma de cebollones, fotográficas obscenas de individuos corpulentos atacando platos de codillo con coles a discreción y empuñando enormes jarras de cerveza. Mas, junto a las viñetas típicas y tópicas de la ciudad, abundan, asimismo, cartulinas con crudas imágenes que recuerdan los efectos de la acción aliada sobre la ciudad bávara: fotos en blanco y negro, o color sepia, oscuras y luctuosas.
Sin embargo, no observé referencia pública, testimonios gráficos, acerca de las causas de aquella catástrofe urbana ni otras destrucciones.
Múnich fue la cuna del nazismo. En esta ciudad nació el partido nazi. En este lugar se encontraba el Führer como en su propia casa. Múnich apoyó su causa y su lucha, sin reservas. Aquí mismo, a pocos kilómetros del centro urbano, está Dachau, el primer campo de concentración y exterminio habilitado por el Tercer Reich construido con un objetivo maligno: la eliminación de los judíos y otros condenados por la ideología nacional-socialista. Dachau, recinto infernal, fue inaugurado por Hitler a los 50 días de llegar al poder. A la entrada del campo, un monumento en recuerdo de aquella infamia reza: «Nunca jamás». Esto leemos en Dachau, para no olvidar el horror. Pero en Munich se recuerdan, más que nada, los bombardeos aliados sobre la ciudad.
Tenía que saber más sobre este caso, y poder explicarme esta neta demostración de memoria histórica tan selectiva. De modo que acudí al Museo de la Ciudad, y así intentar saber cómo se ven a sí mismos los muniqueses.
Frauenkirche
El Stadtmuseum está situado en un conjunto de seis edificios de gran carácter, situados en St-Jacobs-Platz, zona muy próxima al Viktualienmarkt, el gran mercado de la alimentación al aire libre y radiografía del estómago de la villa, que en estas tierras significa la víscera más cercana al alma. Si el mercado de vituallas, muy físicas y poco virtuales, representa el presente y la carne rosada de los muniqueses, el Museo de la Ciudad recoge su pasado y osamenta, casi diría que su fundamento. La organización del recinto es impecable y su contenido, de gran valor. Sin ir más lejos, las esculturas de madera talladas por Erasmus Grasser en el Renacimiento, representando figuras danzantes en las posiciones más inverosímiles y gentiles, representan un verdadero tesoro artístico y un placer para los sentidos.

En las plantas superiores del museo se exponen unas cuidadas reproducciones, en diversos estilos y periodos, del interior de las viviendas muniquesas, colecciones de vestidos e instrumentos musicales, así como un espléndido muestrario de muñecos y marionetas que hace resucitar las ferias y teatrillos del pasado de la ciudad. La primera planta ofrece una panorámica de la historia de Múnich, compuesta por maquetas, fotografías y cuadros originales. Llama poderosamente la atención la gran documentación aquí recogida sobre la ruina de Múnich tras la II Guerra Mundial. Más de dos terceras partes de la ciudad resultó muy dañada por los bombardeos, y la reconstrucción ha sido minuciosa, como lo muestran las fotografías que enseñan (aquí también) el antes y el después. Observo, algo poco corriente en esta clase de museos, y aun en las pinturas, bastantes óleos que recogen los momentos de la reparación urbana, con las grúas volando por los aires y las reconstrucciones en marcha para poner todo en condiciones. Como estaba antes.
Hay, colgadas en las paredes, muchas vistas aéreas, y también de detalle minucioso, que patentizan el daño causado por las fuerzas aliadas a la ciudad y a sus habitantes. Pero sólo un panel huérfano da cuenta de que por la historia de Munich también pasó Hitler y el nazismo. Este rincón consagrado al penoso recuerdo y a la vergüenza recoge algunas instantáneas de desfiles y edificios característicos del Partido, sus órganos de poder. No se exhibe ni una foto de judío muniqués, vivo o muerto. Ni sobre la persecución antisemita. Ni sobre el Holocausto.

Odeonsplatz-Feldherren Halle

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Múnich ha llevado a cabo un gran esfuerzo de recuperación integral urbanística, pero no de la memoria. Los muniqueses no desean recordar ciertas cosas, un empeño que no siempre es posible garantizar. Los cadáveres echados al mar, acaban emergiendo a la superficie. Más tarde o más temprano. Han sido derruidos algunos edificios muy emblemáticos de la etapa nazi, aunque todavía están a la vista algunas zonas muy oscuras.
En Königsplatz resuenan, todavía hoy, los discursos del Führer. Las soflamas de fuego, los taconazos y las firmes pisadas han dejado un eco y una huella indelebles, que toda el agua del océano no podrá limpiar... Ni el paso de la historia, borrar. Hitler estaba hechizado por esta explanada, custodiada por monumentales templos clásicos, el actual Staatliche Antikensammlungen frente a la Glyptothek enmarcando el Propyläen, edificio neoclásico inspirado en el Propileo de Atenas y escenario fastuoso elegido por Hitler para organizar las grandes paradas y las concentraciones a mayor gloria del III Reich.
En la actualidad, la Glyptothek alberga una valiosísima colección de arte y escultura griegos. En este espacio glorioso habita el recuerdo de personajes inmortales, como Platón y Marco Aurelio, que aquí se han quedado de piedra al sentir la atmósfera exterior, tan cercana. Este oasis de belleza y sabiduría aporta, sin embargo, un necesario contrapunto de serenidad al entorno.
Visité la plaza varias veces durante mi estancia en Múnich, por la mañana, por la tarde y al anochecer. En todo momento, contemplé el lugar como un solar desolado. El tránsito de personas era mínimo y el tráfico de vehículos, veloz, como queriendo batirse en retirada y dejar atrás aquel espacio, lo antes posible. ¿Será esto una señal de huida o un pasar de largo? El olvido con facilidad tórnase laguna.

Primavera 2003
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sábado, 14 de mayo de 2011

MUNICH, ¡QUÉ BÁVARO! (2)


2
Los muniqueses —los bávaros, en general— tienen fama de constituir una comunidad alegre y distendida, abierta y comunicativa, dada al buen vivir, muy especialmente cuando las comparamos con el resto de alemanes, del norte y del este. No anda errada del todo esta percepción. Múnich se ha ganado la nombradía de ciudad compacta, elegante y eficiente, a base de esfuerzo y dedicación, y no poca concentración. También debido a lo excéntrico, geográficamente hablando, de su situación en el conjunto germánico. Pues, excéntrico es, indiscutiblemente, que la mayoría de sus habitantes sean católicos en la patria de Lutero. Sí, son alemanes, y tienen la tranquilidad de serlo, pero más que nada, por encima de todo, son bávaros federados y contribuyentes: bávaros, a fin de cuentas.
Hoy, Múnich, capital de Baviera, puede alardear de ser una ciudad moderna y desarrollada. Su población supera el millón de habitantes, aunque mantiene unos límites demográficos prudentes que le permiten armonizar el nivel demográfico con la calidad de vida individual.
Alte Rathaus
Dispone de Universidades de prestigio, que acoge a más de 100.000 estudiantes. Más de 40 museos, algunos tan notorios como las Alte y Neue Pinakothek, la Glyptothek, el Paläontologisches o el Reich der Kristalle, todos ellos en el Barrio de los Museos, en la zona noroeste de la ciudad, entre el Alter Botanischer Garden, próximo a la Karlsplatz y la Shellingstrasse, arteria que conduce a las proximidades de la Universidad. En la Prinzregenstrasse se alzan majestuosos la Haus der Kunst y el Bayerisches Nationalmuseum. El extremo este, erigido sobre una isla del río Isar, acoge el Deustsches Museum, centro —gris, mazacote y un tanto bunkerizado— dedicado a la ciencia y a la tecnología. Todo ello sin citar las múltiples galerías y colecciones particulares o de motivos específicos, que enriquecen todavía más la villa, sea el museo BMW, sea Siemensforum, sea el Museo Judío.
En Múnich he visto muchas iglesias barrocas, exuberantes mercados callejeros, palacios, jardines, bellas estatuas y fuentes públicas, teatros y tiendas de lujo en abundancia. Todo un alarde de cultura y prosperidad. Tampoco me han pasado desapercibidas innumerables cervecerías, que también es cultura próspera y muy rica. La ciudad bávara dispone de parques memorables, como el Englischer Garden, que compiten sin complejo con el Central Park neoyorquino o con el Hyde Park londinense, aunque el muniqués llega a ser todavía más «inglés» que el inglés, y no sólo por llevar nombre propio tan inequívoco, sino por estar diseñado a modo de parque natural, antiguo coto de caza, bosque salvaje y campechano espacio desbordante de lagos, cascadas y agua corriente...
Munich puede enorgullecer de contar con distinguidas avenidas, como la Maximilianstrasse, no menos elegante que la vía Manzoni de Milán o la calle Parizká de Praga. Trascurre desde la plaza Max Joseph hasta el término del Ring y enlaza con el puente de Maximilian, y, dejando éste atrás, empalma con el Maximilianeum, enorme mole donde actualmente está domiciliado el Parlamento bávaro. La calle Maximilian no es muy larga, pero recorrerla resulta muy agradable, igual que pasear por sus aceras y admirar aquí la solera del hotel Kemspinski; allá, las galerías neogóticas que acogen las tiendas de Arman y Hermés; más allá, en fin, el sofisticado (aunque algo ruidoso) café Roma, donde se reúne la gente joven y guapa de Múnich.

3
Múnich dispone, pues, de todo para asegurar al visitante una estancia agradable y distendida, recoleta y tranquila. Incluso que madure la idea de residir aquí una temporada puede que no ser una idea alocada.
El centro de Múnich, delimitado por el Ring, llama la atención justamente porque en ese espacio nada nos sobresalta. Los edificios no superan las cinco plantas, y la armonización de estilos, lo mismo que su mantenimiento, son impecables. Chispea el bullicio juvenil y alegría por sus calles, pero no  percibimos tribus desarrapadas y alborotadoras, al margen de los grupos de aficionados al Bayern, que forman broncas falanges cada jornada futbolística. No hay mendicidad en las vías públicas, ni venta callejera no controlada, ni espontáneos vendedores de flores, pañuelos de papel o baratijas diversas que asaltan a los comensales y viandantes de la mayoría de ciudades de Europa y del mundo. No, aquí no.
Neues Rathaus (detalle)
En el corazón de la moderna y cosmopolita Múnich apenas puede uno cruzarse con habitantes que no sean de raza aria, de pura cepa, a prueba de tirantes de cuero y luciendo cabelleras blondas. Es preciso alejarse a las zonas del extrarradio, o al barrio universitario de Schwabing, para toparse cara a cara con la multiculturalidad y la diversidad de rostros y jetas, para apreciar las delicias turcas o armenias o africanas, los contrastes, los puestos callejeros ruidosos, y para observar, en suma, algún papel arrugado o monda de fruta alfombrando las calles. En esta barriada, periférica, heterogénea y revuelta, ya es posible encontrar tiendas y restaurantes son sabor y olor foráneos. Aparte del eje gastronómico Alemania e Italia, claro está.
Y es que Múnich, disfrutando del privilegio de poseer cientos de cervecerías típicamente bávaras, dispone de pocos cafés, salones de té y cafeterías; esto no es Viena, aunque guarden entre sí más de una semejanza formal y arquitectónica. Hay escasos restaurantes franceses, aunque, eso sí, multitud de locales de comida italiana.

Italia aquí está muy presente en Múnich. Italia e vicina i catolica. ¡Munich ostenta tantas logias arquitectónicas y tantas fachadas de edificios de aire florentino, como el del exquisito hotel Opera, donde me hospedé durante mi estancia en Múnich! ¡Tantos muniqueses encontré que entienden y hablan el italiano con naturalidad! ¡Tantos visitantes llegan desde el lado de los Apeninos! ¡Cómo recuerdan la antigua Roma esos arcos del triunfo y de la victoria, de reminiscencia tan augusta! 

Continuará...
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viernes, 6 de mayo de 2011

MUNICH, ¡QUÉ BÁVARO! (1)


1
El centro de Múnich está definido por un anillo, que es el señor de las rondas, el Ring. Una circunvalación custodiada por sendas puertas que uno acomete con la esperanza de que lleguen a convertirse en bocas de la verdad, hablándonos de lo que acoge en su interior: sea el portón de Isartor, al sudeste, o el de Karlstor, en el lado opuesto. ¿Por dónde comenzar la andada muniquesa? Tal vez lo mejor sea comenzar por el principio.
El origen de la ciudad de Múnich se encuentra próximo a la Isartorplatz, como ésta lo está del río Isar. A través de la Zweibrückenstrasse accedemos al Ludwigsbrücke, el puente de una antigua discordia que dio lugar a Múnich. En 1158, Enrique el León decide sustituir el puente, entonces propiedad del obispo de Friburgo, por uno de su entera propiedad. La pasarela de la Iglesia pasó, entonces, a ser Salztrasse, o ruta de la sal, un cambio que le reportó fama, fortuna y futuro. Estos sucesos extraordinarios sucedieron bajo la mirada atenta de los monjes (münchen) benedictinos que allí residían desde antaño. Ellos dieron el beneplácito, el nombre y el bautismo urbano a Múnich, lo que supuso, a la vez, una fáctica confirmación. Los buenos frailes bautizaron la villa con cerveza bendita.
Los monjes bávaros ya sabían por entonces amoldarse bastante bien a las circunstancias. Demostraron similar maestría al producir la brava cerveza local, sabroso brebaje que con el transcurrir de los años constituirá una de las enseñas de la villa y jarra. Un siglo antes, en la actual Freising, los monjes benedictinos del monasterio de Weihenstephan habían recibido la autorización arzobispal para hacer cerveza. Poco después, entraba en funcionamiento la primera fábrica del mundo de este líquido espumoso que alimenta el alma bávara e inflama las cabezas categóricas y los estómagos rotundos de sus habitantes.
Esta región cuenta con el mayor número de cervecerías del mundo, y los muniqueses, los muy bávaros, presumen de ser los mayores consumidores de cerveza que existen y han existido jamás. Todo esto se lo toman como algo natural, con un saludable orgullo que no se les sube a la cabeza. Es más, toman como un halago recibir semejante cumplimiento. Y no es que sean modestos. Son, simplemente, buenos bebedores.
Los benefactores monjes no sólo dieron nombre a la ciudad. Además le proporcionaron alegría líquida por los siglos de los siglos, así como sus propias denominaciones que han otorgado desde entonces categoría de origen a gran número de marcas de cerveza: Paulaner, Franziskaner, Augustiner, etcétera.
Las cervecerías de Múnich proporcionan diversión y dan chispa a sus hombres y mujeres, pues aquí, unos y otras, beben y viven con igual holgura. A la menor ocasión, los muniqueses montan centros de reunión, sea en terrazas al aire libre, sea en antros y salones de grandes proporciones, y algunos hasta de varios pisos (como la Hofbraühaus), donde ofician el festival de la cerveza. Allí celebran, en efecto, fiestas diarias y festividades extraordinarias, como la Octoberfest, la gran fiesta bávara que santifican cada año en septiembre, no en octubre, como el rótulo podría dar a entender la leyenda. No deberíamos denominar banquetes a estas celebraciones, ya que de coloquio o de simposio, al estilo griego clásico, tienen poco. Los festejos cerveceros bávaros constituyen francas francachelas, bulliciosas congregaciones de oficiantes postrados ante largas mesas comunitarias de madera, los rostros encendidos, levantando al cielo con gran devoción tremendos cálices de líquido milagroso, entonando sin descanso épicos himnos a la alegría.
Hay cervezas de todas las clases, fuertes y menos fuertes, amargas y menos amargas, recias y menos recias. Algunas llegan a hacerse muy corpóreas y nutritivas, merced al prodigio del sacramento de la pagana cena, renovada a diario. Se las conoce como pan líquido. Esta clase de cerveza fuerte (starkbier) empezaron a producirla en el siglo XVII los monjes de Paulaner con el fin de hacer más llevadera la Cuaresma. Bendecido el fruto del paraíso por las autoridades eclesiásticas, todavía celebran hoy sus descendientes el Festival de la Cerveza Fuerte, durante las tres semanas que preceden a la Pascua. El resultado, con todo, no debe llamar a error. A la divina poción la llaman pan líquido, pero no se bebe sola, a secas, diríamos: el pan tierno, sólido, de trigo, de horno, el de verdad, las rosquillas saladas (pretsels), las salchichas de todos los colores y sabores, las coles, los codillos de cerdo y tantos otros frutos de la tierra regada con el sudor del trabajo, surten y decoran primorosamente, y por muy poco tiempo, las mesas colmadas de sabrosos relieves como elevadas mesetas donde reina el dios Baco.
Generan tanto ardor (estomacal y anímico) las cervecerías de Múnich que en algunas ocasiones enervan tanto los espíritus, que los clientes dan un puñetazo sobre la mesa, y hasta un putsch. En 1923, Adolf Hitler, hastiado de tanta República de Weimar y de tanta debilidad impropia de un ario, como demostraban los alemanes de entonces, al mando de sus huestes, toma posesión de la taberna Bürgerbraükeller. En tan singular parlamento, quita la palabra a los diletantes políticos que allí platicaban a gusto y proclama un nuevo gobierno nacional, con sede en Munich. Su discurso inflamado incendió pronto toda Alemania y, poco después, el orbe entero.
Con anterioridad, el guía del nazismo ya había ensayado sus dotes de orador frenético y espumajoso al fundar un partido regeneracionista en la «catedral de la cerveza», la Hofbraühaus, en 1920. Espacio también ideal para organizar broncos mítines, sobre las cabezas de los concurrentes volaban más las sillas y las jarras de cerveza que las ideas. La asonada no llegó a triunfar, finalmente. Al menos, todavía. Hitler, Ludendorff, Göering, Streicher y otros dirigentes nazis fueron detenidos y alojados en la prisión de Landsberg. Allí, el Führer,  elevado sobre la colina de la patria, sintiendo fuerte inspiración, dicta las palabras del Mein Kampf a su secretario. Y las palabras de odio se hicieron hechos odiosos…
Desde ese instante, en Alemania y Baviera, las cosas han cambiado una barbaridad. Pero, todavía hoy, al pasar ante una cervecería muniquesa, es difícil reprimir un leve espasmo en el estómago. Y no, precisamente, por tener hambre o sed de cochinillo y cerveza.
Continuará...

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