domingo, 31 de octubre de 2010

ENEMIGO JUDEO-MASÓNICO Y ENEMIGO POLÍTICO EN EL FRANQUISMO



Javier Domínguez Arribas, El enemigo judeo-masónico en la propaganda franquista (1936-1945), Marcial Pons, Madrid, 2009, págs. 534.
 Tal vez no sea exagerado reconocer en el pensamiento del jurista alemán Carl Schmitt la caracterización canónica de la figura del enemigo político, a partir de la célebre dialéctica amigo/enemigo expuesta en su ensayo El concepto de lo político. Brillante y docto intelectual y, al mismo tiempo, fiel seguidor de la ideología nazi, Schmitt ofrece dos disposiciones teórico-prácticas idóneas para disertar sobre el odio al adversario político. Autor, pues, que escribe con conocimiento de causa. Recordemos ahora uno de sus más conocidas descripciones de enemigo: «El enemigo político no necesita ser moralmente malo, ni estéticamente feo; no hace falta que se erija en competidor económico, e incluso puede tener sus ventajas hacer negocios con él. Simplemente es el otro, el extraño, y para determinar su esencia basta con que sea existencialmente distinto y extraño en un sentido particularmente intensivo.»
La citación de Schmitt a propósito de la reseña de un libro sobre «el enemigo judeo-masónico en la propaganda franquista» tampoco se antojará ociosa ni caprichosa. Pues lo primero que llama la atención y provoca la curiosidad del lector no especialista interesado en este tema es la presunta incomprensividad del asunto, su supuesta incongruencia, a saber: en un contexto social sin apenas judíos ni masones, ¿cómo y por qué convirtió la propaganda oficial del franquismo —tanto en el alzamiento militar y la guerra como durante el propio régimen— a la hidra del judaísmo y la masonería en el paradigma del enemigo a denigrar, odiar y anatemizar?
Si algún enemigo político real y principal tuvieron las fuerzas franquistas, antes y después de la Guerra Civil, fueron, sin duda, los comunistas (mucho más que los anarquistas e, incluso, que los socialistas). Sin embargo, los responsables del aparato de propaganda a la hora de fijar el centro de la diana, el Enemigo marcado como gran amenaza, optaron por el binomio —el contubernio— judeo-masónico. Esclarecer este aparente sinsentido exige discernir el sentido profundo y simbólico del término «enemigo», así como la función y el impacto de la propaganda en la sociedad.
A esta tarea se aplica con esmero el trabajo de investigación de Javier Domínguez Arribas, estructurado en cuatro partes: «Condicionamientos», «La Guerra civil española», «La época de la Segunda Guerra Mundial» y, finalmente, «Las funciones de la propaganda anti-judeo-masónica». El texto toma como base una tesis doctoral, con todo lo que comporta semejante origen: minuciosidad y rigor, pero también mucho detalle y aun exhaustividad.
En cuanto a los condicionamientos, Domínguez Arribas indaga la larga tradición de pensamiento que sirvió de base para la construcción y difusión del mito judeo-masónico. A largo plazo, encontramos, sin duda, un eco antijudío tradicional en España, que se remonta a la expulsión de los hebreos durante el reinado de los Reyes Católicos, y que posteriormente quedó establecido a través del imaginario popular (leyendas, frases hechas) combinado con ecos remotos del crimen al Mesías. Fue en la segunda mitad del siglo XIX, vía Francia, cuando aparece definido el modelo del «complot» judeo-masónico. Es el escenario del affaire Dreyfus y la difusión de los farsantes Protocolos de los Sabios de Sión. Pero, todo esto, lejano y derivado, no es suficiente para la explicar el fenómeno.
¿Por qué atrajo tanto a los propagandistas del franquismo el modelo de «enemigo judeo-masónico»? Pregunta clave, según especifica el propio autor: «El tipo ideal de enemigo que pintaba la propaganda del régimen —tomando el mundo real sólo como una referencia lejana— nos dice mucho más de sus creadores que de los grupos minoritarios a los que se pretendía representar (pág. 18). En España, no existía comunidad judía apreciable desde el siglo XV. En 1936, fecha tomada como inicio de la pesquisa, habría alrededor de 6.000 judíos en la Península, la mayoría huída de la Alemania nazi. La cifra sería similar para el caso de los miembros de la masonería. Ambas comunidades, en consecuencia, muy discretas, y la segunda, incluso «secreta».
Es más, el mismo general Franco no tuvo nunca una inclinación explícitamente antisemita. De hecho, llegó a mostrar simpatía por los judíos sefardíes, sin duda más por la raíz hispana que por la fe. Su personal obsesión antimasónica sí fue, por el contrario, más señalada, probablemente por circunstancias que es preciso determinar, en gran medida, indagando en el ambiente familiar del dictador. En este punto, el hilo discursivo de Schmitt vuelve a sernos útil: «A un enemigo en sentido político no hace falta odiarlo personalmente; sólo en la esfera de lo privado tiene algún sentido amar a su “enemigo”, esto es, a su adversario
A nivel legislativo y ejecutivo, el régimen franquista también persiguió y reprimió, sobre todo, a los masones, aunque como puntualiza Domínguez Arribas: «En general, el hecho de ser masón no constituyó el principal motivo de persecución, sino una condición agravante (pág. 158). Por lo que afecta al acoso al judío la circunstancia fue distinta. Al ser considerados en su conjunto partidarios de los «rojos» —como lo atestigua, por ejemplo, la notable presencia de judíos en las Brigadas Internacionales—, el castigo venía motivado más por causas políticas que religiosas o raciales.
El enemigo político era, entonces, lo que estaba por categorizar y diseñar, a fin de erigirlo en mito que asegurase, de la manera más eficaz, la función explicativa, legitimadora y represiva del régimen autoritario de Franco. El objetivo último del mito era garantizar la unidad de la coalición que sustentaba el régimen, pero también atraer nuevos afines a la «causa». Ocurre en todos los gobiernos dictatoriales que no toman, como el nazismo, la raza como Enemigo. Para la URSS y los países sometidos al comunismo, el Enemigo estaba encarnado por la figura del «burgués»: los burgueses eran los enemigos y en «burgués» era convertido el amigo caído en desgracia, o sea, en enemigo.
En el caso del franquismo, continúa el autor, el modelo funcionaba de modo similar, aunque al revés: «Probablemente, ciertas características supuestas del enemigo judeo-masónico lo hacían más útil que los comunistas en tanto que factor explicativo de las calamidades que sufría España. Esas características están relacionadas con la invisibilidad, el misterio y el secreto que se le atribuía(pág. 406).
La propaganda servía para marcar diferencias y para unir, según las circunstancias, a las distintas familias del Régimen. A Franco, aliado de Hitler, no le convenía señalar al comunista como representante del Mal durante el pacto de no agresión germano-soviético de 1938 a 1941. Después de la Guerra Civil, muchos antiguos miembros del Frente Popular tenían que cogerse a alguna excusa para cambiar de bando. Tras la Segunda Guerra Mundial, y la salida a la luz del Holocausto, tampoco era estratégico demonizar al judío.
Lo cierto es que a partir de 1945 la propaganda oficial abandona casi por completo el tema antisemita, quedando los masones como personificación «favorita» del «Enemigo». Si masones no había, o no quedaban, en España, masón era quien osaba oponerse o contradecir a la autoridad oficialmente instaurada.

miércoles, 27 de octubre de 2010

REALISMO SOCIALISTA SINDICAL


«Al parecer, este paraguas cultural bajo el que podían convivir todos los escritores leales al régimen soviético era el realismo, una invención de Stalin y Gorki, entre otros. El realismo socialista se convirtió en la doctrina cultural oficial a finales de agosto de 1934 en Moscú, durante el Primer Congreso de la Unión de Escritores Soviéticos, un acontecimiento fastuoso y solemne, ampliamente difundido por la prensa soviética y que fue el punto culminante del trabajo de Gorki como asesor de Stalin en materia cultural. […] Gorki fue nombrado presidente de la nueva megaestructura literaria que surgió, el Sindicato de Escritores Soviéticos, cuyo proceso de formación culminó en 1934.

También vio la luz el sueño del escritor de conseguir que el Estado apoyara a los trabajadores de la cultura. Se creó un sistema especial, primero para los escritores y posteriormente para otros miembros de la intelligenstia “creativa”, con el fin de garantizar a los miembros de los sindicatos de escritores, artistas, arquitectos, cinematógrafos, compositores y demás, una serie de privilegios. Entre estas ventajas figuraban encargos estatales de nuevas obras, tiradas mayores, honorarios más elevados, condiciones de vida más cómodas, paquetes especiales de alimentos, acceso a centros turísticos especiales y hospitales.

El sistema de privilegios se mantuvo sin cambios prácticamente durante sesenta años, hasta que la Unión Soviética se desmoronó en 1991.» (Solomon Volkov, El coro mágico. Una historia de la cultura rusa de Tolstói a Solzhenistsyn, Ariel, 2010,  pág. 121).


Dejo a la libre interpretación, al buen entendimiento y a la inspirada imaginación del visitante del blog la valoración de este fragmento extraído del muy interesante y valioso trabajo de Solomon Volkov. Aun siendo reales los personajes que aparecen en el ensayo y contrastados, asimismo, los hechos allí descritos con la cruda realidad, juzgue el lector mismo si todo parecido con la situación actual de España es mera coincidencia, o no. Si la segunda transición en España desde la Checa a la Ceja pasando por la Meca (1934-2010), protagonizada por el Sindicato de Cultura Progresista, es síntoma de verdadero progreso, o no.

domingo, 24 de octubre de 2010

EL ARCANO DE PRAGA (y 4)


13
Y, de pronto, Franz Kafka
Allí donde la calle acaba, mudándose en amplio foro de vieja ciudad, vi cómo salía de uno de los portales una extraña figura, de aspecto sombrío, por no calificarlo de siniestro. El sujeto surgió como una sombra, vestido todo de negro, traje, abrigo y sombrero, ¡cómo yo mismo! ¿Mi propia sombra? Con suma parsimonia, se acercó hacia donde yo me encontraba y, sin mediar palabra, colocándose unos pasos detrás de mí, comenzó a seguir mis pasos. Su rostro cerúleo medio oculto por el bombín que le cubría la cabeza y el cuello subido del gabán, sus miembros, al menos la proyección que de ellos divisaba sobre el empedrado, apenas se movían, denotando un cierto arrobo, probablemente secuela de un pasado marcado por la timidez, que la actual forma fantasmal no había podido borrar del todo.
Sea como fuere, lo reconocí de inmediato. Franz Kafka —o, para ser más preciso, su espectro— se me apareció en forma rediviva, tal vez no muy diferente de cómo era, cuando fue mortal. Ahora lo sentía más próximo que nunca antes, cuando sólo leía sus textos. Ahí estaba él, alma en pena, alma y pena en estado puro: a mia literaria compaña.
Francamente, le estaba esperando. Quiero decir: no es que hubiese acordado una cita con él. Sólo contaba con encontrármelo en algún momento de mi estancia en Praga, si no de espíritu entero, sí, al menos, en fragmentos, como si dijéramos: aquí un rastro, allí una señal, allá una marca. No por casualidad, hablo de una de las voces que me atraían de Praga, que me trajeron a Praga, que desde aquí me llamaban. Al venir a la ciudad mágica tuve el espíritu de Kafka siempre presente, como una larga memoria de ultratumba. Durante las noches en el hotel, releía sus relatos, que me transportaban casi por encantamiento, como en un rapto, al mundo de los sueños. Bajo esta ensoñación solía dormirme, y aunque no tuve las pesadillas que a él tanto le turbaron, seguro que planearon sobre mi almohada más de una vez.
Con un gesto le invité a que me acompañara el resto del camino real, aunque condicionado por lo imaginario. El duende de letras arcanas guardaba silencio. De este modo, su presencia adquiría un tinte más… ausente, algo fuera de lo común, pero, ya digo, para mí muy real. Dentro de una envolvente esfera callada como aquélla, podía escuchar mis propios pasos; mi acompañante no andaba, levitaba. He aquí uno de los sonidos más bellos que pueden escucharse en Praga, sin desmerecer la notoriedad de la música barroca, y otras melodías, que han nacido de sus entrañas y encandilan salas de concierto y cámaras palaciegas. Pero esa es otra historia, muy larga y afamada. Comoquiera que yo estoy de paso, insisto en ello: uno se siente en Praga como un rey, en el momento en que puede oír su caminar sobre el pavimento, incluso el eco del mismo que bóvedas y muros nos devuelven, dando la impresión de que la ciudad mágica, a nuestros pies, fuese toda nuestra. Esa andanza sí que deja huella. En el alma.
Con la brevedad de un suspiro, nos hallamos en el espacio amplio y generoso de la Gran Plaza de Praga, que mi sombra conocía tan bien, pues en torno al perímetro que nos circundaba pasó gran parte de su existencia mortal. Miro alrededor y observo una grandiosa circunferencia punteada por soberbias casas de piedra, pugnando entre sí en majestuosidad y dignidad. En ambos extremos, dos edificios se encaran sin ánimo de pelea, el Ayuntamiento de la Ciudad Vieja y la iglesia de Týn, construcciones de altas torres góticas y capiteles tan característicos, de afilados remates, que las estilizan y elevan hasta la gloria. Vistas de noche, las tajantes atalayas de pizarra imprimen a la plaza un aspecto sobrecogedor y amable a la vez. El espectro kafkiano me hizo advertir algunos emplazamientos muy queridos por él, y por el temblor del demacrado índice advertí un fondo de melancolía tras el seco ademán de este chico checo.
El dedo de mi guía apuntaba al Palacio Golz-Kinský, lugar que acogía el centro de enseñanza secundaria en alemán, al que Kafka asistió desde el año 1893 hasta en 1901, y que más tarde su padre Hermannn adquirió para instalar el almacén del negocio familiar, hoy transformado en librería y tienda especializada en souvenirs, muchos de ellos, objetos relacionados, justamente, con el escritor de Praga. Él, claro está, desconocía este último extremo tan del presente y tan turístico. Yo, conocedor de su carácter discreto, tampoco quise ponerle al corriente de algunos efectos del porvenir. Pasamos, pues, de largo y seguimos nuestro camino.
Mirando hacia el norte, esquinada con la calle Parizská, puede verse la casa Oppelt, que Kafka habitó durante un breve tiempo y donde, según cuentan, situó las evoluciones narrativas de la Metamorfosis. En el lado opuesto, El Unicornio Dorado, renombrado salón literario de la época que frecuentaba, y al que también acudían, entre otros, Albert Einstein y Max Brod.

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Por la Ciudad Vieja

En el centro de la plaza de la Ciudad Vieja, brota del suelo una pieza que, como un grano en un bello rostro, afea el conjunto y lo perjudica. Atentando gravemente a la gracia plena de «plaza mayor» de Praga, domina la escena el horripilante y tenebroso monumento a Jan Hus, reformador religioso condenado a la hoguera  en el siglo XV por el catolicismo imperante entonces, y que hoy parece vengarse de unos y de otros renaciendo de las cenizas ante nuestros ojos incrédulos junto a un coro de fieles, plantándose, de nuevo, en medio de Europa con gesto retador. ¿Es posible imaginarse, por ejemplo, la Piazza de la Signoria de Florencia con un monolito central representando al fraile Savonarola en el lugar del dios Neptuno reinando en su fuente? En Florencia, no, pero sí en Ferrara.
Otra pieza de cuidado hace bizquear, o mirar para otro lado, a quien goza de la arquitectura de la plaza. Me refiero a la Iglesia de San Nicolás, provocación barroca de lo más desvergonzada, concebida en pleno esplendor del gótico para mayor escarnio, bombonera hortera que, sin embargo, no debe confundirse con la homónima de la plaza de Malá Strana, igualmente barroca, pero mucho más discreta y humilde que la de la Plaza Vieja. A espaldas de semejante fechoría arquitectónica y simbólica, en la esquina de la calle Maislova con la calle U Radnice, está situada la casa natal de Franz Kafka, hoy convertida en casa-museo (Exposice Franze Kafky). Hice un amago de acercarme al local, pero percibí junto a mí un suave lamento proveniente de mi satélite celeste, suave aunque suficiente como para hacer que cambiase la dirección de mi marcha, comprendiendo que no era aquella la ocasión para hacer ciertas visitas.
Salimos de la plaza por el ángulo noroeste. A la derecha, nos daba la hora el colosal reloj astronómico del Ayuntamiento de la Ciudad Vieja. De repente, fui advertido por mi silueta de compañía de otra construcción notable, la casa El Minuto (U minuty), con ornamentales dibujos sobre los muros que le dan un aspecto elegante y muy respetable. En aquella indicación, no percibí azoramiento en la indicación. Más bien, me pareció captar un contenido orgullo, tal vez porque tras aquellos primorosos muros estampados pasó Kafka parte de su infancia.
La plaza praguense por excelencia quedó a nuestra espalda, cuando enfilamos, ya sin rodeos, la dirección del Castillo. Medio oculta se encuentra la Plaza Pequeña (Malé namestí), modesta plazoleta, comparada con tanto señorío y tanta potestad como la rodea, pero que contiene edificios de gran valor y un coqueto quiosco en el centro. Retomamos, pues, la ruta real por la serpenteante calle Karlova, rebosante de casas góticas y edificios renacentistas, una de las travesías con más sabor de la vieja Praga. Llegados a este punto, es prudente aflojar la marcha para admirar, entre otros inmuebles, la casa que acoge la Serpiente Dorada (según dicen, el café más antiguo de la ciudad) y en uno de sus recodos el soberbio edificio del Pozo Dorado.


Al final de la calle Karlova se alza la Torre del Puente de la Ciudad Vieja, bajo cuyo arco parte el célebre puente de Carlos IV. Hay que atravesar despacio sus 520 metros de largo, levantando la mirada de cuando en cuando para cruzarla con las que te lanzan las esculturas que lo custodian. No debe uno dejarse intimidar por ello, sin embargo, ni tomarse el recorrido como un via crucis, por más que dichas estatuas ennegrecidas no nos quiten ojo y el tráfago de viandantes que la atraviesan sin descanso hacen penosa la marcha. La experiencia es única. A medida que avanzamos a lo largo del estrecho puente, vemos alejarse la Ciudad Vieja (aún podemos distinguir sus altas y majestuosas torres), mientras Malá Strana, Hradcany y la silueta bruna y poderosa del Castillo nos esperan, animando así nuestros pasos y arrastrándonos imparables hacia nuevos descubrimientos.


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El Castillo

Ya estoy casi en manos del Castillo, que hasta él ha dirigido mis pies. Bajo su poder me hallaré, entre otras compañías, muy pronto. Los espectros de Praga van concentrándose en ese punto de fusión, como atraídos por la fuerza sobrenatural de la piedra negra. Susurrándome al oído cantos de sirena, completa la travesía, cruzo el río que me ignora, desentendiéndose de mi destino. Unas voces me animan a coronar la ascensión, excitando mis deseos de conquistar la cumbre. La sombra silente a mi lado hace una seña para que me detenga, como queriendo advertirme de los peligros que me aguardan allá arriba, en la colina, lugar, yo ya lo sabía, donde penan y pagan los infelices la culpabilidad, cierta o incierta, probada o supuesta.
A continuación, el fantasma se desvaneció, si es posible que un espectro se desvanezca más allá de lo que exige una naturaleza ya de por sí evanescente. Sentí la helada soledad que me envolvía como única compañía. En este espacio de maravillas, el principio de contradicción ha cedido frente a la fuerza de la ilusión y la magia bohemia, no menos poderosa que la de su vecina magia magiar. 


Descompuesto y sin sombra, alcanzo el final del puente Carlos y me adentro en la Ciudad Pequeña o Lado Pequeño (Malá Strana). Domino allí una perspectiva inconmensurable, sobrecogedora: las dos torres desiguales del puente, que en este punto ya es de Malá Strana, sin romper la armonía envolvente, permiten atisbar entre una y otra el campanario y la cúpula de la iglesia de San Nicolás, enclavada a modo de estandarte en el barrio praguense en Malostranské namestí. Lo que esta atmósfera presagia resulta emocionante y cautivador, donde lo romántico y lo barroco incluso resultan sublimes tan próximos conviviendo.
El entorno me subyuga, pero no puedo detenerme para más contemplaciones. Debo acometer el ascenso final por la empinada calle Nerudova que muere a las mismas puertas del Castillo. Me lo tomo, pues, con calma, lo que me permite apreciar, en esta ascensión que me ahoga el pecho, una sucesión, literalmente in crescendo, de edificios nobles, pero no engreídos, la mayoría de dos plantas. La calle toma el nombre del poeta nacional Jan Neruda (del cual tomó el apellido el poeta chileno de nombre Pablo), cuya mansión sigue en pie hacia la mitad de la cuesta, en un edificio denominado «Los dos Soles».
El amplio vestíbulo urbano de entrada al Castillo, la Hradcanské namestí, verdadera plaza fuerte, no puede contener más emotividad. Aquí surgió la ciudad de Praga, aquí se construyeron los asentamientos de los primeros príncipes de la ciudad y aquí se hicieron fuertes. En realidad, el Castillo de Praga más que castillo o fortaleza es una pequeña gran ciudad: el recinto de los reyes y gobernantes que se han sucedido a lo largo del tiempo. El primitivo baluarte fue creciendo a medida que aumentaba el poder y la riqueza de los mandatarios hasta convertirse en una ciudadela. 


Hoy, el llamado «Castillo» compone un gran recinto amurallado, dentro del cual comparten parcela palacios, conventos, torres, iglesias —en el centro y dominante la Catedral de San Vito—, jardines, corredores y callejuelas: entre ellas en un extremo, apartada y recogida para la creación y la ensoñación, el Callejón del Oro. En el número 22, me espera inesperadamente mi fiel acompañante de Praga, en la casita que habitó durante un tiempo, alquilada expresamente por su hermana Ottla para que pudiera escribir con tranquilidad, discretamente, sus fantásticas historias. Inclinando la cabeza, quedó su rostro oculto, viéndose tan sólo la parte superior del bombín. Aquello significaba, esta vez sí, la despedida definitiva. Suavemente, volvió a desvanecerse mi guía encantado. Quedaba ante mí, quedará para siempre, otro gran encantamiento, el de Praga.
Si aquella aparición no fue más que un sueño, seguro que volvería a aparecer pronto, bajo cualquier forma. Al volver al hotel, antes de dormirme volveré a las páginas de alguno de los relatos de Kafka. Así retornará a mí su espíritu, para orientar de nuevo mis pasos por las avenidas y pasajes de esta ciudad-libro que es Praga. Paso hoja tras hoja, pero la ciudad no acaba nunca. Pero esto, lector, ya te lo he dicho o tú ya lo sabías.

Abril 1998
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jueves, 21 de octubre de 2010

RUBALCABA, NUEVO FOUCHÉ Y VIEJA FATALIDAD

«En la vida real, verdadera, en el radio de acción de la política, determinan rara vez —y esto hay que decirlo como advertencia ante toda fe política—las figuras superiores, los hombres de puras ideas; la verdadera eficacia está en manos de otros hombres inferiores, aunque más hábiles; en las figuras de segundo término. […] en el juego inseguro y a veces insolente de la política, a la que las naciones confían aún crédulamente sus hijos y su porvenir, no vencen los hombres de clarividencia moral, de convicciones inquebrantables, sino que siempre son derrotados por esos jugadores profesionales que llamamos diplomáticos, esos artistas de manos ligeras, de palabras vanas y nervios fríos. Si verdaderamente es la política, como dijo Napoleón hace ya cien años, la fatalité moderne, la nueva fatalidad, vamos a intentar conocer los hombres que alientan tras esas potencias, y con ello, el secreto de su poder peligroso. Sea la historia de la vida de José Fouché una aportación a la tipología del hombre político.» (Stefan Zweig, Fouché. Retrato de un político).

En la célebre biografía de Stefan Zweig consagrada al retrato psicológico ¡y biológico! de Joseph Fouché, superministro de la policía de Napoleón y prototipo universal de político tenebroso, reconoce el autor vienés la deuda intelectual contraída con Honoré de Balzac en el momento de decidirse a escribir sobre el carnicero de Lyon. Balzac, en Une ténébrese affaire, dedicó una de las páginas de la novela a describir la personalidad, la química de los sentimientos, de este «singular genio», quien se mueve en política como si en un laboratorio de ciencias naturales se tratase. Dice el gran novelista francés de este sujeto de cara pálida, educado bajo una disciplina conventual, que conocía todos los secretos de los partidos políticos de la época; que había estudiado con mirada de agente de policía, despacio y sigilosamente, el comportamiento de los hombres y las prácticas de la escena política; que manipulaba informes y despachos como quien trajina profesionalmente con tubos de ensayo, agitadores y probetas; que derriba Gobiernos y fulmina personas con la energía de un coloso; que se adueñaba, vampíricamente y con facilidad, del espíritu de sus jefes; que no le agradaba que le mirasen fijamente a la cara, para que no descubriesen el juego que se traía entre manos, siempre tan invisible y activo Fouché, como el mecanismo de un reloj.

El genio analítico y narrativo de Zweig se sintió fascinado por este personaje cuyo rasgo de carácter consistía justamente en su falta de carácter, cautivado por este tipo maquiavélico, el más perfecto de la época moderna. Comprende de inmediato, nada más iniciar el ensayo, que está componiendo la «biografía de una naturaleza perfectamente amoral». A otros biógrafos deja la tarea de pintar el retrato de Napoleón. Zweig reserva su energía en retratar al secundario de la historia, pero no por ello menos importante.

La reciente crisis materializada por el Ejecutivo socialista en España, en la que Alfredo Pérez Rubalcaba ha sido encumbrado a la vicepresidencia primera, convirtiéndose de facto en el principal ejecutor de la acción de gobierno, me evoca el genio y la figura de Fouché. No sé por qué…

¿Será con el parecido físico? ¿Será por los antecedentes y los consecuentes de ambos sujetos? El caso es que Rubalcaba, esa síntesis siniestra de zapaterismo y felipismo ha tomado las riendas del poder en España. ¿Se lo merece España? ¿Se merece España…?

lunes, 18 de octubre de 2010

ESPAÑA INMÓVIL EN UN ROMPECABEZAS

Según un reciente estudio de movilidad laboral dado a conocer por la empresa de trabajo temporal y recursos humanos Randstad, más del 60 % de las personas en edad de trabajar en España estarían dispuestas a cambiar de ciudad para conseguir un empleo. Este dato representa un incremento de un 30 %  respecto al estudio efectuado por la misma compañía el año 2008.
Si en condiciones de mercado laboral estable y aun floreciente, tales guarismos no serían fenomenales ni escandalosos, qué decir en estos tiempos de crisis, recesión, depresión económica, y hasta de amenaza de colapso estructural en las finanzas del Estado. Pues uno diría que estima incluso bajo el recuento estadístico. El preámbulo del informe ya señala que España, en relación a otros países de la Unión Europea, llama la atención por la escasa movilidad geográfica por motivos de trabajo. ¿Qué nos inmoviliza y enraíza tanto?
Entre los factores que esclarecen nuestra patitiesa particularidad, concluye la investigación, «cabe destacar la cultura y el concepto de familia, la tradición de la vivienda en propiedad que complica el cambio, la dificultad en varios tramos de edad de cambiar de puesto de trabajo, el trabajo de la pareja o la inseguridad de no conocer cuáles serán las condiciones de retorno a la ciudad base en un futuro.» Se dice aquí la verdad, pero no toda la verdad.
A los condicionamientos sociológicos tradicionales en España, no debe ocultarse uno muy particularizador,  que actúa como afección oclusiva —colesterol político— en el flujo ciudadano nacional. Me refiero, claro, al tinglado autonómico, que, más allá del inicial propósito descentralizador del Estado, apunta hacia un confín de sesgo confederal, aunque sin federalismo fiscal... El Estado de las Autonomías, hoy: una tierra con demasiados «territorios», una nación con demasiadas naciones emergentes, un Estado con demasiado Estado, con demasiadas Administraciones, convertido en  diecisiete reinos encastillados, enfrentados entre sí, donde brilla la desigualdad fiscal y declina la unidad de mercado, donde hasta la lengua oficial ve coartado su uso en algunas de sus regiones.
España ha llegado a convertirse en un rompecabezas, cuyas piezas sólo encajan en un sitio y sólo en uno. Entre nosotros, a la sombra del socialismo y los nacionalismos rampantes, arraiga un «tipo ideal» de ciudadano con estos rasgos modelo: cultura básica y localista, sin dominio de lenguas extranjeras, horror vacui, viajero de cercanías, turista accidental, funcionario autonómico, en fin, con empleo fijo y a pocos minutos de casa, para toda la vida. Y así no puede ser.
El caso es que la crisis económica y el pavoroso crecimiento del paro están conmoviendo la conciencia y la disposición del español en la búsqueda de empleo. Bien está, al fin; sin con ello añorar la reposición del  «¡Vente a Alemania, Pepe!» Que la política ahora no frene la movilidad y la renovación en la sociedad. Si algo útil resulta de la crisis, que concierna al cambio de hábitos y actitudes de este tipo. Cambio, por lo demás, esencial en su feliz conclusión.
Y es que la diferencia entre una sociedad liberal y un régimen socialista es que, mientras en aquélla las leyes cambian merced a las costumbres, en éste son las costumbres las que pretenden ser cambiadas u obstruidas por la fuerza de la ley.

La presente columna de Opinión se publicó en el diario Factual.es, el 21 de marzo de 2010, bajo el título de «La España inmóvil», cuando todavía colaboraba en dicha publicación. Hace meses que echó el cierre.

EL ARCANO DE PRAGA (3)

Foto: Jan Reich
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Praga en blanco y negro
Tras una necesaria parada y fonda, pongámonos en marcha de nuevo, pensando tan sólo en el propio sendero y sus mojones. Para iniciar la andadura sobre Praga hay que estar iniciado en el ejercicio de la soledad y en la simpatía hacia las sombras. La ciudad que yo idealizo y que me embruja es la Praga deshabitada, abandonada a sí misma, vacía de viandantes, fijada en su sustancia arcana y estática, y desgraciadamente cada vez más difícil de alcanzar, dominada y capturada como está por el turismo de masas o por las masas en sí.
Praga debe verse como la captó Jan Reich en sus instantáneas de la ciudad real, imágenes recogidas del vacío y el hielo, silenciadas por la nieve y el pétreo eco de la quietud, cinceladas por una mirada que expulsa lo superfluo y deja sitio a lo incógnito. Iluminadas tenuemente por farolas, muchas de estas instantáneas muestran callejuelas ignotas, sin salida, plazas desoladas, caminos sin fin: fotografías descarnadas, en blanco y negro.

Foto: Jan Reich
  Recorrer Praga provechosamente exige no temer al frío ni al escalofrío, ni al cielo con el sol velado por las nubes, ni a las bajas temperaturas, que allí, ciudad altiva, es lo más bajo que existe. La Praga invernal, e incluso primaveral, pinta de blanco el empedrado de las calles, los tejados de las casas y el pretil de los puentes, despeja el ambiente de público nativo, que se recoge en sus viviendas. O en las cervecerías y tabernas (pivnice). Allí se oculta tras colosales jarras de cerveza y charla de cualquier asunto divino o humano, de todo menos del tiempo que hace en el exterior. La Praga bajo cero desalienta a turistas de asociación, procesión y autobús. Bajo estas cualidades, Praga tizna de negro el cielo y queda invadida de sombras, espacio y tiempo idóneos para convocar a los espectros de la ciudad y emprender una efectiva incursión en su misterio.
Mi estancia en la Praga de cruda primavera tuvo como aliada la climatología, pero, aun así, no pudo alcanzar plenamente su objetivo, cual era para mí lograr el pleno vaciado interior, sin el cual no es posible la fusión en la sustancia que nutre su existencia. Desde tiempo atrás, este plan constituía el asiento de mis sueños, de mi Praga soñada. Con todo, debo decir que me beneficié de dichosas caminatas y mi espíritu se enriqueció de una sosegada contemplación de la ciudad, que en algunas ocasiones debieron ser raudos vistazos debido a diversas interferencias y obstáculos que se cruzaron en el camino entre ella y yo.
Callejeé mucho por Praga y retengo de la ciudad múltiples retratos e imborrables recorridos. Recuerdo, especialmente, dos paseos de ensueño. Mi predilecto entre los itinerarios cortos, pero no menos excelentes, es el que recorre la calle Parizská. También está, claro, el paseo por excelencia, esto es, el llamado «Camino Real».

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La calle Parizská


La calle Parizská comienza en la plaza de la Ciudad Vieja y desemboca en el río Moldava, donde le aguarda el puente Cechúv, que con sus estilizadas columnas doradas, coronadas por ángeles del paraíso saludándonos graciosamente, dan acceso al parque Letná, en la orilla izquierda. Parizská más que calle es arteria, la «avenida de París», un auténtico bulevar de aire francés y acento checo. En Praga estas simbiosis son más extraordinarias que insólitas, siendo su (materialmente) sólida, a la vez que (espiritualmente) liviana, arquitectura capaz de conjuntar los estilos más variados.
Hay una Praga medieval coexistiendo armoniosamente con restos románicos junto a macizos góticos, y, sobre ellos, mampuestos barrocos incorporados de la manera más expeditiva. Este último colofón no es posible disociarlo en la arena bohemia del largo periodo de dominación de los Habsburgo, con sus secuelas políticas, religiosas y artísticas, época histórica que a partir de la batalla de la Montaña Blanca que confirmó su poder y expansión en la urbe, para humillación imborrable en la conciencia checa y en la cara urbana de Praga. 
Hay rincones y espacios de Praga que, sin salir de ella, te transportan a otros parajes más o menos lejanos: en unos casos, pareces encontrarte en una ciudad holandesa, ante fachadas alineadas muy características, coronadas por gabletes multicolores; en otros, diría uno estar en una Venecia  trasladada al corazón de Europa, de suspiro perpetuo por el mar, cuando repara, sin ir más lejos, en isla de Kampa, bajo el puente de Carlos, una despejada plazoleta que evoca las famosas explanadas venecianas, conocidas precisamente con el nombre de campos; en otros lugares, parece que estás en Bruselas o en París o en Viena…

Sea como fuere, en los siglos XIX y XX, la ciudad bohemia conoce todavía más cambios, y un nuevo estilo artístico se incorpora a su escenografía, el modernismo, con unos resultados, para mi gusto, bastante satisfactorios. En este periodo, se construye la hermosa calle o avenida Parizská, largo paseo que atraviesa el barrio judío (Josefov), extendiéndose en torno a su eje central exquisitas travesías y calles, todas ellas muy elegantes, muy diferentes, pero, al mismo tiempo, muy compenetradas entre sí. La actual configuración del barrio data de mediados del siglo XIX. En 1850, las autoridades municipales deciden incorporarlo a la ciudad, abandonando así su viejo estatus de «Ciudad Hebraica» y dejando atrás su pasado de gueto. En 1893, como efecto de la «ley de saneamiento», comienza la renovación integral del barrio, demoliéndose las centenares de casuchas y chamizos que componían su entorno miserable, abandonado a la decrepitud, y construyendo en su lugar modernas edificaciones en las que no fueron escatimados medios ni imaginación creadora.
Tan sólo quedó de la reestructuración general las sinagogas más emblemáticas, el ayuntamiento y el cementerio. La transformación del territorio, sin duda, alteró profundamente su antigua personalidad de callejuelas pintorescas, tabernas de cochambre, barracones inmundos, carreras de prostitutas de desesperación y tipejos de medio pelo, a la que hay que añadir el estigma del antisemitismo reinante en el antiguo gueto que conoció continuos escarnios, discriminación y ultrajes.
Desde que comenzaron las obras de demolición algunos nostálgicos alzaron la voz y se rasgaron las vestiduras ante la amputación, considerada infame, que se estaba perpetrando en aquel sagrado recinto. El moho y la roña, el desamparo y la molicie son, qué duda cabe, más románticos que un boulevard moderno y unos confortables apartamentos. Después de todo, nos hallamos en una ciudad muy bohemia… Era cuestión de elegir, entre un viejo encanto de estrago y otro moderno y más higiénico. Creo que ha ganado el barrio, y, con él, Praga entera.

Parizská y sus calles adyacentes forman uno de los entornos más elegantes y distinguidos que he visto jamás. Cuidada disposición de manzanas, distribución de espacios armoniosa y una serie de edificios cada cual más gallardo, luciendo fachadas ricamente decoradas por esculturas intuitivas (desde la que representa a san Jorge y el dragón hasta la graciosa mansión cercana al ayuntamiento en cuyas almenas hacen guardia permanente tres mosqueteros…), mosaicos y estucos coloristas y muy agradables para la contemplación.
Espacio, pues, ideal para pasear y callejear, para recrearse ante atractivas tiendas con imaginativos escaparates, para reponer fuerzas y calentar el cuerpo expuesto a la intemperie con proteínas y ricos tónicos que te ofrecen los selectos cafés y restaurantes de la zona. En uno de ellos, el café Colonial, una mañana gélida, gris y plomiza pude salvarme de la congelación, al ser arropado por sus paredes y reconfortado por unos líquidos de resurrección. Fue la mañana que visité el reducto de la antigua Ciudad Hebraica y su cementerio.

11
En el cementerio judío
En este espacio, puede experimentarse una sensación muy común en toda Praga, pero aquí de forma especialmente acusada. Me refiero a la impresión de que el tiempo se ha detenido, que el pasado retorna o que tal vez nunca nos abandonó. El entorno moderno, de atmósfera recoleta, que nos rodea, no sólo no atenúa el embrujo de la vivencia atemporal, sino incluso lo acentúa todavía más. He aquí otra muestra del éxito logrado por un urbanismo bien aplicado y un amor a la ciudad que no muy frecuente.

La antigua Ciudad Hebraica compone un área sembrada de templos sagrados y de construcciones civiles que se me antoja una necrópolis mágica solidificada en piedra, un paraje a situar entre la arqueología y la pedrería ornamental, sin olvidar en ningún momento que nos hallamos bajo jurisdicción judía.
Es este un lugar donde el tiempo se ha fijado a fuerza de adoquín, pedernal y argamasa, manera muy efectiva de ejercer la voluntad de la memoria. Destacan varios templos en este círculo mágico: la sinagoga Pinkas, la sinagoga Klausen y la sinagoga Alta. Aunque la más célebre es la sinagoga Staronová, construida en el siglo XIII y considerada la más antigua de Europa. Desde su construcción fue denominada Sinagoga Nueva,  denominación que no perdió a pesar del transcurrir del tiempo y aun estando acompañada de nuevos templos, conservándola en la denominación actual, muy integradora: Sinagoga Vieja-Nueva. En esta atmósfera, como digo, nada es viejo o nuevo, es intemporal.
El Ayuntamiento judío posee una altiva torre de madera y un pináculo verde adornado con un reloj muy ostentoso. Pero, debo insistir en ello, en este ambiente no hay nunca una hora definitiva. El tiempo se relativiza y desvía su rumbo con más sentido de misterio que de capricho o de mera convención. Por esta razón tuvieron a bien montar otro reloj en una de las cornisas inferiores con caracteres hebraicos. Dado que la lectura de la lengua hebrea se hace de derecha a izquierda, las agujas giran, lógicamente, al revés que su vecino de la torre, y los del resto de la ciudad.

  
El cementerio judío es un recinto sobrecogedor, tapiado y protegido del exterior para que nada se nos escape, cercado por y para la memoria, con vocación de fijación. Un remanso de paz, en suma, de la paz perpetua... En un perímetro muy reducido comparten tierra sagrada alrededor de 12.000 lápidas de piedra secular, incrustadas o inclinadas unas sobre otras, solapadas a veces, torcidas las más, recostadas, ladeadas, todas conforman un escenario estremecedor, que no podría calificar de macabro, pero sí de sobrenatural, un epíteto que referido a un camposanto no le confiere un valor añadido ni el reconocimiento de una misteriosa singularidad. No obstante, aquí, misterio y tapados, aquí, haylos.
Era una mañana muy fría de abril cuando visité el cementerio judío. El cielo cubierto de nubes, de un color gris acerado, hacía sentir el techo del mundo muy cerca de nuestras cabezas. Las ráfagas de viento del norte que nos golpeaban anunciaban una inminente nevada. Los auténticos anunciadores de lo que allí pudiera acontecer, legítimos vigilantes del recinto, tenían forma de cuervo, y rondaban sobre nosotros, silentes figurantes que atenazados por la temperatura exterior extrema y la emoción que iba por dentro, todos igualmente gélidos, desfilábamos en aquella rocosa explanada.
Los graznidos de los grajos llevaban la voz cantante en aquel mar de túmulos rodeados por una triste arboleda. De pronto, comenzó a nevar. Copos de nieve, espumosos y ligeros, descendían con levedad y sin prisa sobre los presentes y los ausentes. Todo a nuestro alrededor quedó paralizado. Los brazos y piernas, miembros inmovilizados, no me respondían, como habiendo desertado de mi persona o desafiado a mi voluntad. ¿Sería esto efecto del hechizo del momento, del miedo escénico o preludio de una nueva hipotermia?

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El Camino Real

Cuando recobré el sentido de la realidad, o parte de él, había cambiado de escenario. Acodado en la barra de una taberna presentía la compañía de público, pero no oía sus voces,  ni entendía, claro, sus checas palabras. Sólo notaba dentro de mí cómo bajaba hacía el estómago un líquido innombrable, pero que percibía como una llamarada que poco a poco me hacía revivir. Me percaté entonces que había logrado dejar atrás del cementerio judío y volvía de entre los muertos. Abandoné el húmedo local de la resurrección y retomé la calle Parizká, en dirección a la Plaza de la Ciudad Vieja. Seguía pareciéndome una avenida tan hermosa como la había sentido antes. O quizás todavía más.
El Camino Real debe recorrerlo todo visitante de la ciudad, no por obligación o reclamo turístico, sino para emular a pie plebeyo el recorrido que realizaban los monarcas checos en su coronación, desde la residencia real hasta la catedral, en Hradcany, para sentir la plenitud majestuosa de lo principesco en un entorno digno de reyes. Por lo demás, un extraño impulso me orientaba en esa dirección, con la presunción de que el trayecto me depararía alguna sorpresa, algún encuentro afortunado, una suerte de guía espiritual, de cicerone competente, y que con su imprecisa, pero reconocible, presencia reconocería tal si fuese una perspectiva en escorzo.
Comoquiera que me hospedaba en el hotel Pariz, contiguo a la Casa Municipal, monumental edifico modernista donde estaba emplazado antiguamente el palacio real, juzgué mi albergue un punto de partido más que apropiado para iniciar la real travesía. El hecho de que la explanada aneja sea conocida hoy como Plaza de la República (Republicky namestí) no lo percibí como un serio obstáculo ni una incongruencia que restara magnificencia a la marcha. Tras resolver cómodamente esta curiosidad paradójica sentado ante una mesa del elegante Café Nouveau, auxiliado por una taza de te y un jablkový strudel, me situé bajo la Torre de la Pólvora, próxima a la Casa Municipal y una de las antiguas puertas de la ciudad que siguen todavía en pie, y emprendí la marcha.
El primer tramo del Camino Real trascurre por la calle Celetná, segmento rectilíneo que ofrece inmediatamente a la vista la sorprendente casa cubista conocida como Virgen Negra, y prosigue bordeada de caserones suntuosos hasta converger en la Plaza de la Ciudad Vieja, joya urbanística de Praga y una de las plazas más bellas del mundo.

Continuará...


martes, 12 de octubre de 2010

ADMIRACIÓN Y FAMILIARIDAD (y 2)

«Nuestros allegados son los menos propensos a reconocer nuestros méritos. Los santos siempre han sido “puestos en entredicho” por sus amigos y sus vecinos. […] Sólo contamos para quienes ignoran nuestros antecedentes.» 

E. M. Cioran, Cuadernos [1957-1972]

En plena sociedad de la información, que no del conocimiento, el que más o el que menos está hoy al tanto de casi todo respecto a prácticamente no importa qué o quién. Nunca antes había tenido tanto sentido, como lo tiene hoy, equiparar el estar al corriente de las cosas con estar al cabo de la calle. La familiaridad, al permitir el estrecho contacto entre unos y otros, nos iguala, haciendo de todos nosotros «grandes hermanos». Las fórmulas clásicas de despedida —«Adiós», «Hasta pronto»— han sido sustituidas por un casi amenazador «Estamos en contacto…».
Para los Ministerios de Hacienda e Interior no hay dato personal de nuestras vidas que se les escape, y de ninguna manera ignoran los antecedentes de cada uno. No sólo las Autoridades e Instituciones políticas estrechan el cerco. La misma sociedad civil invade de mil formas los espacios del individuo. El antecedente lleva al consecuente: más Gobierno, más coacción y menos libertad.
Con el teléfono móvil y con Internet estamos, permanentemente, en directo, online. Por medio de Facebook y demás redes sociales cualquiera es capaz de saber del otro, sin que éste se entere: « Yo quiero tener un millón de amigos y así más fuerte poder cantar ». Cualquiera tiene un millón de amigos, como mínimo, con sólo inscribirse en una página web. Así de fácil. Todos somos «Queridos amigos» con sólo dar a una tecla. Sin ser personalmente  presentados, siquiera a los desconocidos. Pues ahora todos los amigos son desconocidos. Y viceversa. ¿Cómo hacer amigos? Basta con ser «agregado» a una lista. Un clic es suficiente para obrar la maravilla.
El efecto que toda esta corrupción de la mirada y la admiración produce en la valoración de acciones e individuos es tan determinante como demoledor. Desde hace años, aunque no figure como condición previa en las bases del concurso, para ganar un premio literario tiene uno que haber salido en televisión. Al menos un par de veces. Si es presentador de un programa en antena, las probabilidades aumentan. Si ha protagonizado, además, un escándalo ante la audiencia, la cosa del galardón pasa a ser ya de puro trámite.
Hoy tiene éxito quien se hace ver y quien se hace «notar». He aquí el sujeto admirado de nuestros días.
El hombre contemporáneo es el hombre que sabía demasiado. Lo cual no le convierte en más culto o inteligente. Porque «en este escenario» en el que hemos acabado viviendo (que no «situación», ni siquiera «contexto», ni tampoco sociedad civil en sentido estricto), la admiración ya no es lo que era. La privacidad y la intimidad, tampoco. El lenguaje suele ser la primera instancia que registra los cambios de tendencias en la gente. «Estamos en contacto».
En este «escenario» ya no hay héroes morales. Sólo hay intérpretes y público. El heroísmo moral ha sido destronado por el protagonismo estético. ¿Acaso el pensamiento único y la corrección política en boga, platicando en los centros escolares y en los medios de comunicación, no enseñan y popularizan que ética y estética, en el fondo y en la forma, son lo mismo?

lunes, 11 de octubre de 2010

EL ARCANO DE PRAGA (2)

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Tycho Brahe en la corte de Rodolfo II


No muy lejos del Palacio Martinic está la  casa donde residió el célebre astrónomo Tycho Brahe. Junto a la numerosa corte de nigromantes, brujos, alquimistas y otros portentos de las negras artes al servicio del ingenioso rey Rodolfo II, iluminó el cielo, la imaginación y la historia de Praga, componiendo una de las páginas más prodigiosas de esta ciudad de fábula y fenómeno que es Praga.
Rodolfo II se ha convertido por derecho propio en un personaje esencial a la hora de amasar la sustancia praguense. No sólo por ser el monarca de los Habsburgo que eligió Praga como sede de la Corte imperial. Tampoco por ejercer de magnífico rey protector de las ciencias y las artes, de príncipe renacentista, precursor de los monarcas ilustrados, quien imprimió un impulso incomparable a la cultura y la imagen de la ciudad en el mundo entero. Rodolfo II personifica, nada más y nada menos, que al mayor animador de la historia mágica de Praga.
La política le aburría soberanamente, mas sentía una irrefrenable inclinación por todo lo relativo a las prácticas rayanas con lo extraordinario. Esta simpatía por lo insondable no le impedía disfrutar, sin embargo, de los juegos de pelota en los jardines reales que bordeaban su palacio, ni atender tampoco a la jardinería, ni fundar una casa de fieras, particular zoológico en el que animales, algunos de ellos salvajes, campaban a sus anchas entre los reales vergeles de palacio.
El rey renacentista Rodolfo, sin ser por ello un golfo, disfrutaba como un chiquillo con las evoluciones de los juguetes mecánicos y los artefactos de relojería, minuto a minuto, segundo a segundo. No era el único en la época ni en el lugar. El gusto por la artesanía automotriz venía de antiguo y anidó con cariño entre los praguenses. El celebérrimo reloj astronómico del Ayuntamiento de la Ciudad Vieja, construido en el siglo XV, late durante siglos como el corazón de la ciudad. Todavía provoca hoy la misma admiración entre el público que el día de su estreno, convocando, emplazando sin remisión, a multitudes en el momento en que las campanadas del reloj marcan las horas y la procesión de apóstoles, y demás personajes del primoroso teatrillo, escenifican, con repetición y automatismo precisos, su circular marcha triunfal.
La verdadera afición de Rodolfo II consistía, sin embargo, en el coleccionismo, tanto de personas como de objetos. Tycho Brahe, una de sus más piezas más valiosas, proporcionó al emperador y a la historia de la ciencia notables conocimientos, aderezando cálculos matemáticos con ejercicios esotéricos y llevando la predicción científica a los terrenos de lo cabalístico. De esta manera, profetizó que la muerte del soberano estaría relacionada con la de uno de sus leones más queridos. No sé hasta que punto influyó en el monarca semejante anunciación o presagio, pero, según cuentan, su defunción fue precedida en escasos días por la del rey de la selva, por entonces, tan sólo de los jardines soberanos.
¿Historia real o imaginaria? ¿Vidas paralelas o cuentos para lelos? Quién sabe… En Praga, como en el Oeste fabuloso según John Ford, cuando los hechos se enfrentan a la leyenda, la leyenda prevalece sobre los hechos. Es así que el editor del «Shinbone Star», en el no menos mágico filme El hombre que mató a Liberty Balance, cuando conoce la verdadera historia de lo acaecido en el poblado años atrás por boca de su protagonista el senador Ransom Stoddard (James Stewart), decide no imprimirla en su diario, dejando de este modo que la leyenda siga su curso.

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De Kepler a Arcimboldo
A la muerte de Brahe en 1601, le sucede como astrónomo imperial el también célebre Johannes Kepler, quien, en Praga y bajo la protección de Rodolfo II, realizó trabajos fundamentales para las ciencias de la naturaleza. No obstante, la vida de Kepler estuvo marcada por el sello de la fatalidad más trágica: su madre murió en la cárcel acusada de vida licenciosa, su primera mujer murió demente, y, en fin, la segunda esposa, promesa de paz y estabilidad, le dio siete hijos…, hasta que la Muerte se los quitó uno tras otro, viéndolos morir sucesivamente, sin que su sabiduría escrutadora del mecanismo de los cielos pudiera remediar tal sucesión de calamidades. Alentado por el rey mago de Bohemia, se inicia en los terrenos de la astrología, aunque sin abandonar los propios de la astronomía que le han dado auténtica reputación.
Confecciona para Rodolfo en 1627 un esmerado horóscopo (conocido como las Tablas Rudolfinas), artefacto que llenó de satisfacción al gran señor, al tiempo que fortaleció la bolsa del vasallo investigador. Si entendemos la astrología como el saber que descifra las conexiones entre los astros y los hombres, cabría decir que el cielo no fue muy propicio con Kepler, a quien de poco le sirvió su trato con los movimientos y las disposiciones estelares.
Junto a figuras tan eminentes, Rodolfo II se rodeó, asimismo, de individuos en extremo extravagantes, por no decir de incontestables embusteros y farsantes, quienes le engatusaban con investigaciones de feria y apariencias de liebre que salen de la chistera. Para realizar los oficios hechiceros, algunos de estos sujetos habitaron el colorista Callejón del Oro, en uno de los extremos del Castillo de Praga, compuesto por una hilera de casitas de fantasía, en las que uno esperaría ver entrar o salir en cualquier momento a gnomos atareados o a los mismísimos Hansel y Grettel.

Rodolfo II también recolectó artistas, alguno de los cuales componía cuadros como quien prepara una menestra. Tal es el caso del pintoresco Arcimboldo, retratista italiano instalado en la corte de Praga, experto en la realización de frutales y alegóricas imágenes, todas ellas de lo más abigarrado y hortícola que pueda concebirse. Una de sus obras más famosas es, precisamente, el retrato de Rodolfo, convertido a la sazón en un mamarracho hortofrutícola y carnavalesco. Una Carmen Miranda a orillas del Moldava, para decirlo gráficamente. Semejante macedonia pictórica complació, no obstante, al monarca, lo cual nos da nuevas pistas sobre su grado de sensibilidad estética y nobleza de corazón.





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De orilla a orilla

Praga está construida de piedra y cal, escribe el comerciante árabe-judío Ibrahim ibn Jakub en su libro de viajes. De piedras preciosas y de cal y canto, añadiría yo, agregando a la riqueza arquitectónica y urbana praguense, su no menor atractivo operístico. También dice de ella Jakub que «es la más rica de las ciudades para el comercio». El valor de los mercados en la constitución urbana es un hecho incuestionable que nadie sensato pone en duda. Hablar, entonces, de la Praga pedregosa y mercantil no supone ninguna exageración. Unos sencillos datos bastarán para justificar lo que digo, resumidos en un hecho palmario, y acaso lo único no extraordinario de esta ciudad: las plazas y explanadas más importantes y emblemáticas de Praga tuvieron su origen en mercados que animaron la vida de la ciudad. No hay Praga sin plaza.
La Praga originaria emerge a orillas del río Moldava, en el punto en que sus orillas se ensanchan, sirviendo de lindes para el primer asentamiento conocido en la zona, en el siglo VII. Lugar de paso de las rutas comerciales a través del río, justo ahí surge un primer mercado, núcleo vital de la futura Praga-Hradcany. A partir de ahí, la expansión del villorrio alcanza la otra margen, en el siglo XI. La ciudad románica y la gótica, cara a cara. Aflora, como una diosa de entre las aguas, la magnífica Plaza de la Ciudad Vieja, originariamente mercado central de la villa, y hoy centro urbano de la ciudad.
Rey principal en la crónica arquitectónica de Praga fue Carlos IV. Fundador en 1348 de la Universidad Carolina, ordenó iniciar los trabajos para la creación de la Ciudad Nueva, al sur de la Ciudad Vieja. El nuevo espacio praguense fue conformándose según las necesidades comerciales de cada momento, cada vez más amplias, a medida que crecía la ciudad en influencia y poderío. Aparecen así los tres zocos claves de la Ciudad Nueva: el mercado Ganadero (plaza de Carlos - Karlovo namestí), el mercado Equino (plaza de Wenceslao - Vaclaske namestí) y el mercado de Cereales (plaza del Pesador de Heno - Senovazne namestí).
Praga, cruce de caminos de Europa, invitaba y atraía a mercaderes de los lugares más lejanos, llegando a lograr gran auge durante algún tiempo, para decaer poco después, sin explicación notoria. Una incógnita más. Las piedras de Praga se engastan como los zafiros y los diamantes en una joya. Unas veces son expuestas a luz del día; otras, ocultadas en un cajón. Así es Praga. Cómo se integran en un mismo suelo, en unas mismas calles, refinamiento, revoltijo y vocinglería, presencia y ocultamiento, es otro enigma que añadir a la visión mágica de Praga.

8
Paseos y pasajes en un horizonte de elevación

Praga es una ciudad ideal para pasear por sus calzadas adoquinadas, para perderse por sus pasajes, protegerse bajo sus arcadas y elevar la vista al cielo para ver cómo se alza a su vez toda su majestuosidad bajo nuestros pies. En la ciudad del río Moldava, uno experimenta la levedad del ser y la ingravidez de la sustancia arcana que la anima. Los edificios soberbios parecen aquí suspendidos por alguna fuerza sobrenatural que los hace crecer más allá de los tejados. Hay espacios urbanos que reconocemos, que nos asombran y nos seducen más y mejor, cuando son contemplados a vista de pájaro, como ocurre con Manhattan. Otros no, y Praga es uno de esos casos. Lector, hay que vivir Praga a pie de calle, con los pies sobre la piedra donde se edifica la cantera de los sueños. Las brumas y la niebla pertinaz en esta ciudad color sepia colaboran en esa maravilla de levitación de altos vuelos de la que hablo, y no por hablar.
Una panorámica general de Praga ofrece un paisaje urbano donde manda el tono gris, haciendo de telón de fondo de sus incontables torres, pináculos, campanarios y fortines, apuntando todos hacia el firmamento. Sin ser ciudad de rascacielos, se me antoja columbrar en Praga un horizonte de cimas, donde resalta el apogeo y donde jamás aprecio llaneza. Y es que en este espacio prodigioso, más que alturas hay elevación.

Para algunas sensibilidades, esta ascensión a los cielos, semejante coronamiento de grises, tamaño bosque petrificado ante nuestros ojos, tal perspectiva de vértigo como ofrece Praga, pueden resultar dañinos para el ánimo, corriendo un severo riesgo de sucumbir a la melancolía y al abatimiento. Aquí triunfa la ley de la levedad, y eso resulta insoportable para las almas frágiles. Tal vez en la sustancial refutación de la ley gravitatoria de la que hace gala esta atmósfera singular esté la explicación de la enigmática fascinación que los praguenses han demostrado tener por la defenestración como expediente expeditivo de ejecución sumaria y para arreglar cuentas entre facciones opuestas.
La sangrienta Guerra de los Treinta Años tuvo su inicio en estos lares, y el conocido lanzamiento de gobernadores católicos desde una de las ventanas del Palacio Real en el año 1618 por parte de belicosos protestantes suele interpretarse como uno de los desencadenantes de aquella calamidad que asoló Europa y dejó tras de sí una profunda huella de intolerancia religiosa y destrucción. Probablemente, los checos continúen asociando las alturas con caídas estrepitosas de graves consecuencias. Pero quizás se oculte también ahí una inconfesable e irrefrenable pulsión de arrojar objetos desde los balcones para poner a prueba la mismísima ley de la gravedad…
Por mi parte, todas estas sensaciones de ascensión y altitud las valoro como un apogeo de los sentidos: la conquista de un lugar en la cima del mundo. Torreones, almenas, iglesias… y allá, a lo lejos, siempre vigilante, el Castillo de Praga, guardia y vigía de la ciudad, ojo de Dios o vértice del Diablo, al que ningún sujeto ni objeto escapa a su dominio y control. Comprendo que esta presencia omnipresente pueda también desasosegar e incluso atemorizar a los espíritus melindrosos: su visión espectacular, flotando entre vaho y bruma, su negritud espectral, impone un coraje y un temple no apto para todos los humanos, tal vez por sugerir algo no humano…
Bien, dicho esto, vuelvo a decir que Praga es una ciudad para paseantes sin prisas y sin melindres, sin fláccida afectación, el escenario del perfecto flâneur. Mas, alto, antes de continuar, una advertencia: «porque una ciudad —escribe Angelo Maria Ripellino en su minuciosa, a veces un tanto farragosa, pero imprescindible Praga mágica—, aunque se asuma como escenario de una flânerie enamorada, es algo condenadamente complicado y huidizo.»


La climatología severa de Praga, con inviernos rigurosos, que se alargan casi todo el año, no invita precisamente al callejeo. Sea como sea, pasear y callejear es algo imprescindible para conocer algo del misterio de la capital moldaviana. Ahora bien: nueva paradoja. Tan famosas y tan consustanciales a las calles y plazas de Praga son sus pasajes (pruchody), auténticos pasadizos, galerías, corredores, túneles subterráneos, que se introducen en las interioridades de las viviendas, por zaguanes y pasillos, tejiendo un laberinto que trepana el corazón de la ciudad vieja y permite ir de una punta a otra sin pisar la calle, sin salir al aire libre: travesías de la interioridad praguense.
Todo esto ofrece un efecto muy chocante, interpretable como un atropello a la intimidad doméstica en esta ciudad de galerías sin demasiadas alegrías. Ciertamente, no puede decirse que tanta vía franca sea algo muy común, si entendemos por común, «usual», pero sí lo es cuando nos familiarizamos con la disposición comunitaria de la estructura y la sustancia de Praga. Aquí es corriente, por ejemplo, compartir mesa en una taberna o restaurante con desconocidos. Absolutos extraños se sientan sin reparo en las sillas que han quedado libre en la mesa que uno ocupa, o bien el propio dueño o empleado del local los acompaña para hacerte compañía, sin protocolos, sin presentaciones, sin formalismos. Los espectros aparecen de pronto, se colocan junto a ti y eso es todo. Esto es Praga.
Leyendo los relatos de los escritores praguenses reconocemos en seguida tal particularidad en esos espacios interiores de domicilios o pensiones que se nos describen con minuciosidad, en los que todos los cuartos están comunicados entre sí, donde las paredes no sólo oyen a su través sino que se transforman en puertas correderas que unen habitaciones, pero no por ello sentimientos, donde la intimidad, en suma, se encuentra siempre amenazada, y la necesidad de guardar silencio y de salvaguardar el secreto es, por encima de todo, garantía de supervivencia y aval de inocencia.
Finalmente, por lo que respecta a los paseos al aire libre, debe saberse que Praga resulta más real de noche y en la oscuridad que a plena luz del día, porque está hecha de nubes, niebla y manto gris marengo, que es su techo natural. En Praga, no es posible la felicidad con sol y sin nubes. En Praga, no sabría decir, con franqueza, si la gente piensa mucho en la felicidad.

Continuará...
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