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Tycho Brahe en la corte de Rodolfo II
No muy lejos del Palacio Martinic está la casa donde residió el célebre astrónomo Tycho Brahe. Junto a la numerosa corte de nigromantes, brujos, alquimistas y otros portentos de las negras artes al servicio del ingenioso rey Rodolfo II, iluminó el cielo, la imaginación y la historia de Praga, componiendo una de las páginas más prodigiosas de esta ciudad de fábula y fenómeno que es Praga.
Rodolfo II se ha convertido por derecho propio en un personaje esencial a la hora de amasar la sustancia praguense. No sólo por ser el monarca de los Habsburgo que eligió Praga como sede de la Corte imperial. Tampoco por ejercer de magnífico rey protector de las ciencias y las artes, de príncipe renacentista, precursor de los monarcas ilustrados, quien imprimió un impulso incomparable a la cultura y la imagen de la ciudad en el mundo entero. Rodolfo II personifica, nada más y nada menos, que al mayor animador de la historia mágica de Praga.
La política le aburría soberanamente, mas sentía una irrefrenable inclinación por todo lo relativo a las prácticas rayanas con lo extraordinario. Esta simpatía por lo insondable no le impedía disfrutar, sin embargo, de los juegos de pelota en los jardines reales que bordeaban su palacio, ni atender tampoco a la jardinería, ni fundar una casa de fieras, particular zoológico en el que animales, algunos de ellos salvajes, campaban a sus anchas entre los reales vergeles de palacio.
El rey renacentista Rodolfo, sin ser por ello un golfo, disfrutaba como un chiquillo con las evoluciones de los juguetes mecánicos y los artefactos de relojería, minuto a minuto, segundo a segundo. No era el único en la época ni en el lugar. El gusto por la artesanía automotriz venía de antiguo y anidó con cariño entre los praguenses. El celebérrimo reloj astronómico del Ayuntamiento de la Ciudad Vieja, construido en el siglo XV, late durante siglos como el corazón de la ciudad. Todavía provoca hoy la misma admiración entre el público que el día de su estreno, convocando, emplazando sin remisión, a multitudes en el momento en que las campanadas del reloj marcan las horas y la procesión de apóstoles, y demás personajes del primoroso teatrillo, escenifican, con repetición y automatismo precisos, su circular marcha triunfal.
La verdadera afición de Rodolfo II consistía, sin embargo, en el coleccionismo, tanto de personas como de objetos. Tycho Brahe, una de sus más piezas más valiosas, proporcionó al emperador y a la historia de la ciencia notables conocimientos, aderezando cálculos matemáticos con ejercicios esotéricos y llevando la predicción científica a los terrenos de lo cabalístico. De esta manera, profetizó que la muerte del soberano estaría relacionada con la de uno de sus leones más queridos. No sé hasta que punto influyó en el monarca semejante anunciación o presagio, pero, según cuentan, su defunción fue precedida en escasos días por la del rey de la selva, por entonces, tan sólo de los jardines soberanos.
¿Historia real o imaginaria? ¿Vidas paralelas o cuentos para lelos? Quién sabe… En Praga, como en el Oeste fabuloso según John Ford, cuando los hechos se enfrentan a la leyenda, la leyenda prevalece sobre los hechos. Es así que el editor del «Shinbone Star», en el no menos mágico filme El hombre que mató a Liberty Balance, cuando conoce la verdadera historia de lo acaecido en el poblado años atrás por boca de su protagonista el senador Ransom Stoddard (James Stewart), decide no imprimirla en su diario, dejando de este modo que la leyenda siga su curso.
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De Kepler a Arcimboldo
A la muerte de Brahe en 1601, le sucede como astrónomo imperial el también célebre Johannes Kepler, quien, en Praga y bajo la protección de Rodolfo II, realizó trabajos fundamentales para las ciencias de la naturaleza. No obstante, la vida de Kepler estuvo marcada por el sello de la fatalidad más trágica: su madre murió en la cárcel acusada de vida licenciosa, su primera mujer murió demente, y, en fin, la segunda esposa, promesa de paz y estabilidad, le dio siete hijos…, hasta que la Muerte se los quitó uno tras otro, viéndolos morir sucesivamente, sin que su sabiduría escrutadora del mecanismo de los cielos pudiera remediar tal sucesión de calamidades. Alentado por el rey mago de Bohemia, se inicia en los terrenos de la astrología, aunque sin abandonar los propios de la astronomía que le han dado auténtica reputación.
Confecciona para Rodolfo en 1627 un esmerado horóscopo (conocido como las Tablas Rudolfinas), artefacto que llenó de satisfacción al gran señor, al tiempo que fortaleció la bolsa del vasallo investigador. Si entendemos la astrología como el saber que descifra las conexiones entre los astros y los hombres, cabría decir que el cielo no fue muy propicio con Kepler, a quien de poco le sirvió su trato con los movimientos y las disposiciones estelares.
Junto a figuras tan eminentes, Rodolfo II se rodeó, asimismo, de individuos en extremo extravagantes, por no decir de incontestables embusteros y farsantes, quienes le engatusaban con investigaciones de feria y apariencias de liebre que salen de la chistera. Para realizar los oficios hechiceros, algunos de estos sujetos habitaron el colorista Callejón del Oro, en uno de los extremos del Castillo de Praga, compuesto por una hilera de casitas de fantasía, en las que uno esperaría ver entrar o salir en cualquier momento a gnomos atareados o a los mismísimos Hansel y Grettel.
Rodolfo II también recolectó artistas, alguno de los cuales componía cuadros como quien prepara una menestra. Tal es el caso del pintoresco Arcimboldo, retratista italiano instalado en la corte de Praga, experto en la realización de frutales y alegóricas imágenes, todas ellas de lo más abigarrado y hortícola que pueda concebirse. Una de sus obras más famosas es, precisamente, el retrato de Rodolfo, convertido a la sazón en un mamarracho hortofrutícola y carnavalesco. Una Carmen Miranda a orillas del Moldava, para decirlo gráficamente. Semejante macedonia pictórica complació, no obstante, al monarca, lo cual nos da nuevas pistas sobre su grado de sensibilidad estética y nobleza de corazón.
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De orilla a orilla
Praga está construida de piedra y cal, escribe el comerciante árabe-judío Ibrahim ibn Jakub en su libro de viajes. De piedras preciosas y de cal y canto, añadiría yo, agregando a la riqueza arquitectónica y urbana praguense, su no menor atractivo operístico. También dice de ella Jakub que «es la más rica de las ciudades para el comercio». El valor de los mercados en la constitución urbana es un hecho incuestionable que nadie sensato pone en duda. Hablar, entonces, de la Praga pedregosa y mercantil no supone ninguna exageración. Unos sencillos datos bastarán para justificar lo que digo, resumidos en un hecho palmario, y acaso lo único no extraordinario de esta ciudad: las plazas y explanadas más importantes y emblemáticas de Praga tuvieron su origen en mercados que animaron la vida de la ciudad. No hay Praga sin plaza.
La Praga originaria emerge a orillas del río Moldava, en el punto en que sus orillas se ensanchan, sirviendo de lindes para el primer asentamiento conocido en la zona, en el siglo VII. Lugar de paso de las rutas comerciales a través del río, justo ahí surge un primer mercado, núcleo vital de la futura Praga-Hradcany. A partir de ahí, la expansión del villorrio alcanza la otra margen, en el siglo XI. La ciudad románica y la gótica, cara a cara. Aflora, como una diosa de entre las aguas, la magnífica Plaza de la Ciudad Vieja, originariamente mercado central de la villa, y hoy centro urbano de la ciudad.
Rey principal en la crónica arquitectónica de Praga fue Carlos IV. Fundador en 1348 de la Universidad Carolina, ordenó iniciar los trabajos para la creación de la Ciudad Nueva, al sur de la Ciudad Vieja. El nuevo espacio praguense fue conformándose según las necesidades comerciales de cada momento, cada vez más amplias, a medida que crecía la ciudad en influencia y poderío. Aparecen así los tres zocos claves de la Ciudad Nueva: el mercado Ganadero (plaza de Carlos - Karlovo namestí), el mercado Equino (plaza de Wenceslao - Vaclaske namestí) y el mercado de Cereales (plaza del Pesador de Heno - Senovazne namestí).
Praga, cruce de caminos de Europa, invitaba y atraía a mercaderes de los lugares más lejanos, llegando a lograr gran auge durante algún tiempo, para decaer poco después, sin explicación notoria. Una incógnita más. Las piedras de Praga se engastan como los zafiros y los diamantes en una joya. Unas veces son expuestas a luz del día; otras, ocultadas en un cajón. Así es Praga. Cómo se integran en un mismo suelo, en unas mismas calles, refinamiento, revoltijo y vocinglería, presencia y ocultamiento, es otro enigma que añadir a la visión mágica de Praga.
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Paseos y pasajes en un horizonte de elevación
Praga es una ciudad ideal para pasear por sus calzadas adoquinadas, para perderse por sus pasajes, protegerse bajo sus arcadas y elevar la vista al cielo para ver cómo se alza a su vez toda su majestuosidad bajo nuestros pies. En la ciudad del río Moldava, uno experimenta la levedad del ser y la ingravidez de la sustancia arcana que la anima. Los edificios soberbios parecen aquí suspendidos por alguna fuerza sobrenatural que los hace crecer más allá de los tejados. Hay espacios urbanos que reconocemos, que nos asombran y nos seducen más y mejor, cuando son contemplados a vista de pájaro, como ocurre con Manhattan. Otros no, y Praga es uno de esos casos. Lector, hay que vivir Praga a pie de calle, con los pies sobre la piedra donde se edifica la cantera de los sueños. Las brumas y la niebla pertinaz en esta ciudad color sepia colaboran en esa maravilla de levitación de altos vuelos de la que hablo, y no por hablar.
Una panorámica general de Praga ofrece un paisaje urbano donde manda el tono gris, haciendo de telón de fondo de sus incontables torres, pináculos, campanarios y fortines, apuntando todos hacia el firmamento. Sin ser ciudad de rascacielos, se me antoja columbrar en Praga un horizonte de cimas, donde resalta el apogeo y donde jamás aprecio llaneza. Y es que en este espacio prodigioso, más que alturas hay elevación.
Para algunas sensibilidades, esta ascensión a los cielos, semejante coronamiento de grises, tamaño bosque petrificado ante nuestros ojos, tal perspectiva de vértigo como ofrece Praga, pueden resultar dañinos para el ánimo, corriendo un severo riesgo de sucumbir a la melancolía y al abatimiento. Aquí triunfa la ley de la levedad, y eso resulta insoportable para las almas frágiles. Tal vez en la sustancial refutación de la ley gravitatoria de la que hace gala esta atmósfera singular esté la explicación de la enigmática fascinación que los praguenses han demostrado tener por la defenestración como expediente expeditivo de ejecución sumaria y para arreglar cuentas entre facciones opuestas.
La sangrienta Guerra de los Treinta Años tuvo su inicio en estos lares, y el conocido lanzamiento de gobernadores católicos desde una de las ventanas del Palacio Real en el año 1618 por parte de belicosos protestantes suele interpretarse como uno de los desencadenantes de aquella calamidad que asoló Europa y dejó tras de sí una profunda huella de intolerancia religiosa y destrucción. Probablemente, los checos continúen asociando las alturas con caídas estrepitosas de graves consecuencias. Pero quizás se oculte también ahí una inconfesable e irrefrenable pulsión de arrojar objetos desde los balcones para poner a prueba la mismísima ley de la gravedad…
Por mi parte, todas estas sensaciones de ascensión y altitud las valoro como un apogeo de los sentidos: la conquista de un lugar en la cima del mundo. Torreones, almenas, iglesias… y allá, a lo lejos, siempre vigilante, el Castillo de Praga, guardia y vigía de la ciudad, ojo de Dios o vértice del Diablo, al que ningún sujeto ni objeto escapa a su dominio y control. Comprendo que esta presencia omnipresente pueda también desasosegar e incluso atemorizar a los espíritus melindrosos: su visión espectacular, flotando entre vaho y bruma, su negritud espectral, impone un coraje y un temple no apto para todos los humanos, tal vez por sugerir algo no humano…
Bien, dicho esto, vuelvo a decir que Praga es una ciudad para paseantes sin prisas y sin melindres, sin fláccida afectación, el escenario del perfecto flâneur. Mas, alto, antes de continuar, una advertencia: «porque una ciudad —escribe Angelo Maria Ripellino en su minuciosa, a veces un tanto farragosa, pero imprescindible Praga mágica—, aunque se asuma como escenario de una flânerie enamorada, es algo condenadamente complicado y huidizo.»
La climatología severa de Praga, con inviernos rigurosos, que se alargan casi todo el año, no invita precisamente al callejeo. Sea como sea, pasear y callejear es algo imprescindible para conocer algo del misterio de la capital moldaviana. Ahora bien: nueva paradoja. Tan famosas y tan consustanciales a las calles y plazas de Praga son sus pasajes (pruchody), auténticos pasadizos, galerías, corredores, túneles subterráneos, que se introducen en las interioridades de las viviendas, por zaguanes y pasillos, tejiendo un laberinto que trepana el corazón de la ciudad vieja y permite ir de una punta a otra sin pisar la calle, sin salir al aire libre: travesías de la interioridad praguense.
Todo esto ofrece un efecto muy chocante, interpretable como un atropello a la intimidad doméstica en esta ciudad de galerías sin demasiadas alegrías. Ciertamente, no puede decirse que tanta vía franca sea algo muy común, si entendemos por común, «usual», pero sí lo es cuando nos familiarizamos con la disposición comunitaria de la estructura y la sustancia de Praga. Aquí es corriente, por ejemplo, compartir mesa en una taberna o restaurante con desconocidos. Absolutos extraños se sientan sin reparo en las sillas que han quedado libre en la mesa que uno ocupa, o bien el propio dueño o empleado del local los acompaña para hacerte compañía, sin protocolos, sin presentaciones, sin formalismos. Los espectros aparecen de pronto, se colocan junto a ti y eso es todo. Esto es Praga.
Leyendo los relatos de los escritores praguenses reconocemos en seguida tal particularidad en esos espacios interiores de domicilios o pensiones que se nos describen con minuciosidad, en los que todos los cuartos están comunicados entre sí, donde las paredes no sólo oyen a su través sino que se transforman en puertas correderas que unen habitaciones, pero no por ello sentimientos, donde la intimidad, en suma, se encuentra siempre amenazada, y la necesidad de guardar silencio y de salvaguardar el secreto es, por encima de todo, garantía de supervivencia y aval de inocencia.
Finalmente, por lo que respecta a los paseos al aire libre, debe saberse que Praga resulta más real de noche y en la oscuridad que a plena luz del día, porque está hecha de nubes, niebla y manto gris marengo, que es su techo natural. En Praga, no es posible la felicidad con sol y sin nubes. En Praga, no sabría decir, con franqueza, si la gente piensa mucho en la felicidad.
Continuará...
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