domingo, 24 de octubre de 2010

EL ARCANO DE PRAGA (y 4)


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Y, de pronto, Franz Kafka
Allí donde la calle acaba, mudándose en amplio foro de vieja ciudad, vi cómo salía de uno de los portales una extraña figura, de aspecto sombrío, por no calificarlo de siniestro. El sujeto surgió como una sombra, vestido todo de negro, traje, abrigo y sombrero, ¡cómo yo mismo! ¿Mi propia sombra? Con suma parsimonia, se acercó hacia donde yo me encontraba y, sin mediar palabra, colocándose unos pasos detrás de mí, comenzó a seguir mis pasos. Su rostro cerúleo medio oculto por el bombín que le cubría la cabeza y el cuello subido del gabán, sus miembros, al menos la proyección que de ellos divisaba sobre el empedrado, apenas se movían, denotando un cierto arrobo, probablemente secuela de un pasado marcado por la timidez, que la actual forma fantasmal no había podido borrar del todo.
Sea como fuere, lo reconocí de inmediato. Franz Kafka —o, para ser más preciso, su espectro— se me apareció en forma rediviva, tal vez no muy diferente de cómo era, cuando fue mortal. Ahora lo sentía más próximo que nunca antes, cuando sólo leía sus textos. Ahí estaba él, alma en pena, alma y pena en estado puro: a mia literaria compaña.
Francamente, le estaba esperando. Quiero decir: no es que hubiese acordado una cita con él. Sólo contaba con encontrármelo en algún momento de mi estancia en Praga, si no de espíritu entero, sí, al menos, en fragmentos, como si dijéramos: aquí un rastro, allí una señal, allá una marca. No por casualidad, hablo de una de las voces que me atraían de Praga, que me trajeron a Praga, que desde aquí me llamaban. Al venir a la ciudad mágica tuve el espíritu de Kafka siempre presente, como una larga memoria de ultratumba. Durante las noches en el hotel, releía sus relatos, que me transportaban casi por encantamiento, como en un rapto, al mundo de los sueños. Bajo esta ensoñación solía dormirme, y aunque no tuve las pesadillas que a él tanto le turbaron, seguro que planearon sobre mi almohada más de una vez.
Con un gesto le invité a que me acompañara el resto del camino real, aunque condicionado por lo imaginario. El duende de letras arcanas guardaba silencio. De este modo, su presencia adquiría un tinte más… ausente, algo fuera de lo común, pero, ya digo, para mí muy real. Dentro de una envolvente esfera callada como aquélla, podía escuchar mis propios pasos; mi acompañante no andaba, levitaba. He aquí uno de los sonidos más bellos que pueden escucharse en Praga, sin desmerecer la notoriedad de la música barroca, y otras melodías, que han nacido de sus entrañas y encandilan salas de concierto y cámaras palaciegas. Pero esa es otra historia, muy larga y afamada. Comoquiera que yo estoy de paso, insisto en ello: uno se siente en Praga como un rey, en el momento en que puede oír su caminar sobre el pavimento, incluso el eco del mismo que bóvedas y muros nos devuelven, dando la impresión de que la ciudad mágica, a nuestros pies, fuese toda nuestra. Esa andanza sí que deja huella. En el alma.
Con la brevedad de un suspiro, nos hallamos en el espacio amplio y generoso de la Gran Plaza de Praga, que mi sombra conocía tan bien, pues en torno al perímetro que nos circundaba pasó gran parte de su existencia mortal. Miro alrededor y observo una grandiosa circunferencia punteada por soberbias casas de piedra, pugnando entre sí en majestuosidad y dignidad. En ambos extremos, dos edificios se encaran sin ánimo de pelea, el Ayuntamiento de la Ciudad Vieja y la iglesia de Týn, construcciones de altas torres góticas y capiteles tan característicos, de afilados remates, que las estilizan y elevan hasta la gloria. Vistas de noche, las tajantes atalayas de pizarra imprimen a la plaza un aspecto sobrecogedor y amable a la vez. El espectro kafkiano me hizo advertir algunos emplazamientos muy queridos por él, y por el temblor del demacrado índice advertí un fondo de melancolía tras el seco ademán de este chico checo.
El dedo de mi guía apuntaba al Palacio Golz-Kinský, lugar que acogía el centro de enseñanza secundaria en alemán, al que Kafka asistió desde el año 1893 hasta en 1901, y que más tarde su padre Hermannn adquirió para instalar el almacén del negocio familiar, hoy transformado en librería y tienda especializada en souvenirs, muchos de ellos, objetos relacionados, justamente, con el escritor de Praga. Él, claro está, desconocía este último extremo tan del presente y tan turístico. Yo, conocedor de su carácter discreto, tampoco quise ponerle al corriente de algunos efectos del porvenir. Pasamos, pues, de largo y seguimos nuestro camino.
Mirando hacia el norte, esquinada con la calle Parizská, puede verse la casa Oppelt, que Kafka habitó durante un breve tiempo y donde, según cuentan, situó las evoluciones narrativas de la Metamorfosis. En el lado opuesto, El Unicornio Dorado, renombrado salón literario de la época que frecuentaba, y al que también acudían, entre otros, Albert Einstein y Max Brod.

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Por la Ciudad Vieja

En el centro de la plaza de la Ciudad Vieja, brota del suelo una pieza que, como un grano en un bello rostro, afea el conjunto y lo perjudica. Atentando gravemente a la gracia plena de «plaza mayor» de Praga, domina la escena el horripilante y tenebroso monumento a Jan Hus, reformador religioso condenado a la hoguera  en el siglo XV por el catolicismo imperante entonces, y que hoy parece vengarse de unos y de otros renaciendo de las cenizas ante nuestros ojos incrédulos junto a un coro de fieles, plantándose, de nuevo, en medio de Europa con gesto retador. ¿Es posible imaginarse, por ejemplo, la Piazza de la Signoria de Florencia con un monolito central representando al fraile Savonarola en el lugar del dios Neptuno reinando en su fuente? En Florencia, no, pero sí en Ferrara.
Otra pieza de cuidado hace bizquear, o mirar para otro lado, a quien goza de la arquitectura de la plaza. Me refiero a la Iglesia de San Nicolás, provocación barroca de lo más desvergonzada, concebida en pleno esplendor del gótico para mayor escarnio, bombonera hortera que, sin embargo, no debe confundirse con la homónima de la plaza de Malá Strana, igualmente barroca, pero mucho más discreta y humilde que la de la Plaza Vieja. A espaldas de semejante fechoría arquitectónica y simbólica, en la esquina de la calle Maislova con la calle U Radnice, está situada la casa natal de Franz Kafka, hoy convertida en casa-museo (Exposice Franze Kafky). Hice un amago de acercarme al local, pero percibí junto a mí un suave lamento proveniente de mi satélite celeste, suave aunque suficiente como para hacer que cambiase la dirección de mi marcha, comprendiendo que no era aquella la ocasión para hacer ciertas visitas.
Salimos de la plaza por el ángulo noroeste. A la derecha, nos daba la hora el colosal reloj astronómico del Ayuntamiento de la Ciudad Vieja. De repente, fui advertido por mi silueta de compañía de otra construcción notable, la casa El Minuto (U minuty), con ornamentales dibujos sobre los muros que le dan un aspecto elegante y muy respetable. En aquella indicación, no percibí azoramiento en la indicación. Más bien, me pareció captar un contenido orgullo, tal vez porque tras aquellos primorosos muros estampados pasó Kafka parte de su infancia.
La plaza praguense por excelencia quedó a nuestra espalda, cuando enfilamos, ya sin rodeos, la dirección del Castillo. Medio oculta se encuentra la Plaza Pequeña (Malé namestí), modesta plazoleta, comparada con tanto señorío y tanta potestad como la rodea, pero que contiene edificios de gran valor y un coqueto quiosco en el centro. Retomamos, pues, la ruta real por la serpenteante calle Karlova, rebosante de casas góticas y edificios renacentistas, una de las travesías con más sabor de la vieja Praga. Llegados a este punto, es prudente aflojar la marcha para admirar, entre otros inmuebles, la casa que acoge la Serpiente Dorada (según dicen, el café más antiguo de la ciudad) y en uno de sus recodos el soberbio edificio del Pozo Dorado.


Al final de la calle Karlova se alza la Torre del Puente de la Ciudad Vieja, bajo cuyo arco parte el célebre puente de Carlos IV. Hay que atravesar despacio sus 520 metros de largo, levantando la mirada de cuando en cuando para cruzarla con las que te lanzan las esculturas que lo custodian. No debe uno dejarse intimidar por ello, sin embargo, ni tomarse el recorrido como un via crucis, por más que dichas estatuas ennegrecidas no nos quiten ojo y el tráfago de viandantes que la atraviesan sin descanso hacen penosa la marcha. La experiencia es única. A medida que avanzamos a lo largo del estrecho puente, vemos alejarse la Ciudad Vieja (aún podemos distinguir sus altas y majestuosas torres), mientras Malá Strana, Hradcany y la silueta bruna y poderosa del Castillo nos esperan, animando así nuestros pasos y arrastrándonos imparables hacia nuevos descubrimientos.


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El Castillo

Ya estoy casi en manos del Castillo, que hasta él ha dirigido mis pies. Bajo su poder me hallaré, entre otras compañías, muy pronto. Los espectros de Praga van concentrándose en ese punto de fusión, como atraídos por la fuerza sobrenatural de la piedra negra. Susurrándome al oído cantos de sirena, completa la travesía, cruzo el río que me ignora, desentendiéndose de mi destino. Unas voces me animan a coronar la ascensión, excitando mis deseos de conquistar la cumbre. La sombra silente a mi lado hace una seña para que me detenga, como queriendo advertirme de los peligros que me aguardan allá arriba, en la colina, lugar, yo ya lo sabía, donde penan y pagan los infelices la culpabilidad, cierta o incierta, probada o supuesta.
A continuación, el fantasma se desvaneció, si es posible que un espectro se desvanezca más allá de lo que exige una naturaleza ya de por sí evanescente. Sentí la helada soledad que me envolvía como única compañía. En este espacio de maravillas, el principio de contradicción ha cedido frente a la fuerza de la ilusión y la magia bohemia, no menos poderosa que la de su vecina magia magiar. 


Descompuesto y sin sombra, alcanzo el final del puente Carlos y me adentro en la Ciudad Pequeña o Lado Pequeño (Malá Strana). Domino allí una perspectiva inconmensurable, sobrecogedora: las dos torres desiguales del puente, que en este punto ya es de Malá Strana, sin romper la armonía envolvente, permiten atisbar entre una y otra el campanario y la cúpula de la iglesia de San Nicolás, enclavada a modo de estandarte en el barrio praguense en Malostranské namestí. Lo que esta atmósfera presagia resulta emocionante y cautivador, donde lo romántico y lo barroco incluso resultan sublimes tan próximos conviviendo.
El entorno me subyuga, pero no puedo detenerme para más contemplaciones. Debo acometer el ascenso final por la empinada calle Nerudova que muere a las mismas puertas del Castillo. Me lo tomo, pues, con calma, lo que me permite apreciar, en esta ascensión que me ahoga el pecho, una sucesión, literalmente in crescendo, de edificios nobles, pero no engreídos, la mayoría de dos plantas. La calle toma el nombre del poeta nacional Jan Neruda (del cual tomó el apellido el poeta chileno de nombre Pablo), cuya mansión sigue en pie hacia la mitad de la cuesta, en un edificio denominado «Los dos Soles».
El amplio vestíbulo urbano de entrada al Castillo, la Hradcanské namestí, verdadera plaza fuerte, no puede contener más emotividad. Aquí surgió la ciudad de Praga, aquí se construyeron los asentamientos de los primeros príncipes de la ciudad y aquí se hicieron fuertes. En realidad, el Castillo de Praga más que castillo o fortaleza es una pequeña gran ciudad: el recinto de los reyes y gobernantes que se han sucedido a lo largo del tiempo. El primitivo baluarte fue creciendo a medida que aumentaba el poder y la riqueza de los mandatarios hasta convertirse en una ciudadela. 


Hoy, el llamado «Castillo» compone un gran recinto amurallado, dentro del cual comparten parcela palacios, conventos, torres, iglesias —en el centro y dominante la Catedral de San Vito—, jardines, corredores y callejuelas: entre ellas en un extremo, apartada y recogida para la creación y la ensoñación, el Callejón del Oro. En el número 22, me espera inesperadamente mi fiel acompañante de Praga, en la casita que habitó durante un tiempo, alquilada expresamente por su hermana Ottla para que pudiera escribir con tranquilidad, discretamente, sus fantásticas historias. Inclinando la cabeza, quedó su rostro oculto, viéndose tan sólo la parte superior del bombín. Aquello significaba, esta vez sí, la despedida definitiva. Suavemente, volvió a desvanecerse mi guía encantado. Quedaba ante mí, quedará para siempre, otro gran encantamiento, el de Praga.
Si aquella aparición no fue más que un sueño, seguro que volvería a aparecer pronto, bajo cualquier forma. Al volver al hotel, antes de dormirme volveré a las páginas de alguno de los relatos de Kafka. Así retornará a mí su espíritu, para orientar de nuevo mis pasos por las avenidas y pasajes de esta ciudad-libro que es Praga. Paso hoja tras hoja, pero la ciudad no acaba nunca. Pero esto, lector, ya te lo he dicho o tú ya lo sabías.

Abril 1998
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