Según un reciente estudio de movilidad laboral dado a conocer por la empresa de trabajo temporal y recursos humanos Randstad, más del 60 % de las personas en edad de trabajar en España estarían dispuestas a cambiar de ciudad para conseguir un empleo. Este dato representa un incremento de un 30 % respecto al estudio efectuado por la misma compañía el año 2008.
Si en condiciones de mercado laboral estable y aun floreciente, tales guarismos no serían fenomenales ni escandalosos, qué decir en estos tiempos de crisis, recesión, depresión económica, y hasta de amenaza de colapso estructural en las finanzas del Estado. Pues uno diría que estima incluso bajo el recuento estadístico. El preámbulo del informe ya señala que España, en relación a otros países de la Unión Europea, llama la atención por la escasa movilidad geográfica por motivos de trabajo. ¿Qué nos inmoviliza y enraíza tanto?
Entre los factores que esclarecen nuestra patitiesa particularidad, concluye la investigación, «cabe destacar la cultura y el concepto de familia, la tradición de la vivienda en propiedad que complica el cambio, la dificultad en varios tramos de edad de cambiar de puesto de trabajo, el trabajo de la pareja o la inseguridad de no conocer cuáles serán las condiciones de retorno a la ciudad base en un futuro.» Se dice aquí la verdad, pero no toda la verdad.
A los condicionamientos sociológicos tradicionales en España, no debe ocultarse uno muy particularizador, que actúa como afección oclusiva —colesterol político— en el flujo ciudadano nacional. Me refiero, claro, al tinglado autonómico, que, más allá del inicial propósito descentralizador del Estado, apunta hacia un confín de sesgo confederal, aunque sin federalismo fiscal... El Estado de las Autonomías, hoy: una tierra con demasiados «territorios», una nación con demasiadas naciones emergentes, un Estado con demasiado Estado, con demasiadas Administraciones, convertido en diecisiete reinos encastillados, enfrentados entre sí, donde brilla la desigualdad fiscal y declina la unidad de mercado, donde hasta la lengua oficial ve coartado su uso en algunas de sus regiones.
España ha llegado a convertirse en un rompecabezas, cuyas piezas sólo encajan en un sitio y sólo en uno. Entre nosotros, a la sombra del socialismo y los nacionalismos rampantes, arraiga un «tipo ideal» de ciudadano con estos rasgos modelo: cultura básica y localista, sin dominio de lenguas extranjeras, horror vacui, viajero de cercanías, turista accidental, funcionario autonómico, en fin, con empleo fijo y a pocos minutos de casa, para toda la vida. Y así no puede ser.
El caso es que la crisis económica y el pavoroso crecimiento del paro están conmoviendo la conciencia y la disposición del español en la búsqueda de empleo. Bien está, al fin; sin con ello añorar la reposición del «¡Vente a Alemania, Pepe!» Que la política ahora no frene la movilidad y la renovación en la sociedad. Si algo útil resulta de la crisis, que concierna al cambio de hábitos y actitudes de este tipo. Cambio, por lo demás, esencial en su feliz conclusión.
Y es que la diferencia entre una sociedad liberal y un régimen socialista es que, mientras en aquélla las leyes cambian merced a las costumbres, en éste son las costumbres las que pretenden ser cambiadas u obstruidas por la fuerza de la ley.
La presente columna de Opinión se publicó en el diario Factual.es, el 21 de marzo de 2010, bajo el título de «La España inmóvil», cuando todavía colaboraba en dicha publicación. Hace meses que echó el cierre.
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