jueves, 21 de octubre de 2010

RUBALCABA, NUEVO FOUCHÉ Y VIEJA FATALIDAD

«En la vida real, verdadera, en el radio de acción de la política, determinan rara vez —y esto hay que decirlo como advertencia ante toda fe política—las figuras superiores, los hombres de puras ideas; la verdadera eficacia está en manos de otros hombres inferiores, aunque más hábiles; en las figuras de segundo término. […] en el juego inseguro y a veces insolente de la política, a la que las naciones confían aún crédulamente sus hijos y su porvenir, no vencen los hombres de clarividencia moral, de convicciones inquebrantables, sino que siempre son derrotados por esos jugadores profesionales que llamamos diplomáticos, esos artistas de manos ligeras, de palabras vanas y nervios fríos. Si verdaderamente es la política, como dijo Napoleón hace ya cien años, la fatalité moderne, la nueva fatalidad, vamos a intentar conocer los hombres que alientan tras esas potencias, y con ello, el secreto de su poder peligroso. Sea la historia de la vida de José Fouché una aportación a la tipología del hombre político.» (Stefan Zweig, Fouché. Retrato de un político).

En la célebre biografía de Stefan Zweig consagrada al retrato psicológico ¡y biológico! de Joseph Fouché, superministro de la policía de Napoleón y prototipo universal de político tenebroso, reconoce el autor vienés la deuda intelectual contraída con Honoré de Balzac en el momento de decidirse a escribir sobre el carnicero de Lyon. Balzac, en Une ténébrese affaire, dedicó una de las páginas de la novela a describir la personalidad, la química de los sentimientos, de este «singular genio», quien se mueve en política como si en un laboratorio de ciencias naturales se tratase. Dice el gran novelista francés de este sujeto de cara pálida, educado bajo una disciplina conventual, que conocía todos los secretos de los partidos políticos de la época; que había estudiado con mirada de agente de policía, despacio y sigilosamente, el comportamiento de los hombres y las prácticas de la escena política; que manipulaba informes y despachos como quien trajina profesionalmente con tubos de ensayo, agitadores y probetas; que derriba Gobiernos y fulmina personas con la energía de un coloso; que se adueñaba, vampíricamente y con facilidad, del espíritu de sus jefes; que no le agradaba que le mirasen fijamente a la cara, para que no descubriesen el juego que se traía entre manos, siempre tan invisible y activo Fouché, como el mecanismo de un reloj.

El genio analítico y narrativo de Zweig se sintió fascinado por este personaje cuyo rasgo de carácter consistía justamente en su falta de carácter, cautivado por este tipo maquiavélico, el más perfecto de la época moderna. Comprende de inmediato, nada más iniciar el ensayo, que está componiendo la «biografía de una naturaleza perfectamente amoral». A otros biógrafos deja la tarea de pintar el retrato de Napoleón. Zweig reserva su energía en retratar al secundario de la historia, pero no por ello menos importante.

La reciente crisis materializada por el Ejecutivo socialista en España, en la que Alfredo Pérez Rubalcaba ha sido encumbrado a la vicepresidencia primera, convirtiéndose de facto en el principal ejecutor de la acción de gobierno, me evoca el genio y la figura de Fouché. No sé por qué…

¿Será con el parecido físico? ¿Será por los antecedentes y los consecuentes de ambos sujetos? El caso es que Rubalcaba, esa síntesis siniestra de zapaterismo y felipismo ha tomado las riendas del poder en España. ¿Se lo merece España? ¿Se merece España…?

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