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El poder político deriva, más tarde o más temprano, en abuso de poder.
Marco Aurelio, gran filósofo y emperador romano, tuvo siempre presente esta sabia apreciación que recoge de sus mayores y sus maestros. Prueba este hecho la constante vigilancia que muestra para que el tinte de la púrpura no le impregne en exceso, y por conservar, a pesar del oficio político, la integridad y la honestidad como hombre.
Esta máxima resulta útil cuando es dirigida a un príncipe, por ejemplo, por un prudente y discreto consejero. Pero no es habitual que sea el propio príncipe quien se lo ordene a sí mismo, como hace Marco Aurelio en sus Meditaciones, texto titulado originalmente: «Para sí mismo».
El cuidado por prevenirse ante los peligros del poder de la servidumbre —y la servidumbre del poder— se graba muy tempranamente en la conciencia y la memoria de Marco Aurelio. Siendo muy joven, tiene la ocasión de percibir una primera señal de la carga que contraía el título de heredero del Imperio, cuando, adoptado por Antonino Pío en el año 138, tiene que abandonar la vivienda familiar en el monte Celio de Roma, entre cuyas estancias y jardines había sido inmensamente feliz, para pasar a ocupar las instancias palaciegas propias del cargo. Desde ese momento, debe recordarse a diario el ser un buen emperador, y no soñar con ser un césar.
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