jueves, 15 de julio de 2010

LISBOA: VACÍO PERFECTO ENTRE AZULES (1)

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Hay ciudades a las que te trasladas (o retornas) por el gusto de encontrarte entre sus calles y gentes. Son ciudades en las que te encuentras bien de ánimo, porque no son ni están para esconderse de algo, o para refugiarse, ni para huir de la nada. No son lugares de acogida, de exilio interior, de desespero. En las ciudades a las que vamos con convicción y a las que siempre regresamos con ilusión, no vamos perdidos, ni en ellas nos sentimos extraviados. Localizar estos espacios en el mapa y poseerlos en nuestro interior, supone ganar una suerte de inmortalidad, que nos acerca a los dioses en cuanto a omnisciencia y omnipresencia, porque representa un hallazgo fenomenal que ensancha nuestra experiencia y nuestro mundo. Estar en cualquiera de estos lugares es estar en el mundo. En realidad, al no abandonarlos nunca de nuestra mente, pasan a formar parte de nosotros mismos. Así son las ciudades de memoria imborrable, de presencia estable: ciudades transparentes. Y muy visibles, vaya que sí.
Hay, por otra parte, ciudades que más que existir, preexisten. Visitarlas significa comprobar que siguen existiendo, que no se han disipado, que no eran un producto onírico ni de la imaginación. Son espacios urbanos fundidos en un halo de misterio, huidizos, rasgos éstos que no siempre los hacen necesariamente interesantes ni deseables. Éstas sí son ciudades invisibles, lugares que necesitamos retenerlos y hacernos con ellos… de una vez por todas. Si se dejan. Estos «sitios» —entendiendo el término en sentido militar, no topográfico—, no se ganan por la fuerza de la seducción; se toman por la fuerza del asedio y la perseverancia, o también por la fuerza de la rutina, que es el eterno retorno del tedio. Y si todo ello no es posible, no queda más que abandonarlas a su destino.
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Lisboa es para mí una ciudad de este segundo tipo: un lugar estático, en el que por mucho que lo recorras y por muchos movimientos y bullicios que lo agiten, permanece siempre quieto, imperturbable. Un «no lugar», en suma. Que tierra atlántica, sacudida periódicamente por violentos temblores de tierra, haya consumado este estatus de quietud hace de ella una auténtica ciudad prodigio.
Las ciudades muy ruidosas (el caso de la capital de Portugal) son en el fondo, como la mayor parte de las personas estridentes en demasía, de carácter tímido y reservado. El fragor y el bullicio callejero y vecinal que marca su cotidianidad no provienen de un ánimo jubiloso y expansivo, sino que se asemeja a un eco lejano, de un pasado remoto, algo así como el retumbo de un originario big bang. A este rasgo característico si fuera poeta lo llamaría «silencio sonoro» o «sonoridad silenciosa». Pero como no lo soy, intentaré expresar la idea de un modo menos hermético, no prometo que más exitoso: mucho ruido exterior oculta casi siempre un gran vacío interior.
El grito y el chillido humanos brotan, generalmente, del miedo o una súbita alegría; también son empleados, sencillamente, para llamar la atención. Como el niño temeroso que atraviesa el largo corredor de la casa hablando en voz alta, o tarareando una canción, para así ahuyentar amenazante espíritus nacidos de una fantasía vulnerable; como el solitario morador de una vivienda que sube el volumen de la radio o el televisor para así no sentirse demasiado solo…; de esta condición también son muchas ciudades de estrépito. Las voces exageradas que salen de sus entrañas cumplen, por lo general, la misión de dar a conocer que, a pesar de todo, existe. Que «¡estoy aquí!», parecen decir o rugir, cual llamada de auxilio en alta mar de un desesperado náufrago. A menudo, para querer hacerse ver basta con hacerse oír...
Al ruido lo llaman en portugués barulho —de donde procede, de modo nada sorprendente, la voz española «barullo»—, palabra que evolucionó de la forma embrulho, que, aparte de convocar el término «hechizo», significa «objeto envuelto o empaquetado», esto es, enredado, encogido, hecho un gurullo... O sea, algo no fácilmente reconocible por encontrarse guardado. Como un regalo, pero, también, como un misterio.
Lisboa, patria de conquistadores, cuesta descubrirla como ciudad porque es un espíritu materializado, que más que flotar en el océano, flota en el vacío. Aspira a no moverse, a no cambiar. Como masa urbana congelada —o conservada al vacío—, así se mantiene esta ciudad de piedra, temiendo pudrirse o perder su ser primigenio.
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Difícil de ser vista, en el verano de 1996 decidí vérmelas de nuevo con Lisboa. Mi anterior estancia está fechada veinte años atrás, en 1976, cuando sus calles presumían de claveles, cuando un clamor general demandaba democracia y cambio de régimen político, cuando las gentes vibraban de esperanza y no sé si también de felicidad. Eran días en los que dominaban en el horizonte los colores blancos, rosados y bermellones, aunque en mis sentidos primaba más el sentido del olfato que el de la vista, quizá porque no podía creerme del todo lo que estaba viendo. Probablemente algo similar le ocurría a los portugueses: no daban crédito a los que les estaba pasando.
A mi vuelta a España, mi entendimiento seguía sin comprender el enigma de Lisboa y sus gentes, la pusilanimidad que exhibían ante la realidad y sus transformaciones, las cuales eran sentidas, no como el resultado de sus propios actos, sino como algo que les sucede en algún momento y que no pueden evitar; como si todo lo que acontece en derredor formase parte de un destino indescifrable ante el que no cabe sino rendirse. El recuerdo de estas impresiones, el visionado de algunas películas y la lectura de sendos libros ambientados en el país lusitano no han hecho más que reforzar el enigma.
Pude comprobar así que no era yo sólo, no siendo portugués, quien alimentaba dicho sentimiento de perplejidad. Leo, por ejemplo, cómo Simone de Beauvoir en su libro autobiográfico, La ceremonia del adiós, refiere la turbada reacción de Jean-Paul Sartre —experimentada durante su estancia en Lisboa en 1975, un año después del cambio político— cuando en un acto público pudo pulsar de cerca el ánimo de la población, o, al menos, de parte de ella: «Pronunció una conferencia —escribe el Castor en referencia a Sartre—ante unos estudiantes que le defraudaron porque no reaccionaban a sus preguntas. Le pareció que en lugar de hacer la revolución, la sufrían».
Para seguir ambientándome, decido asistir a la proyección de un filme portugués, El convento, del afamado cineasta lusitano Manoel de Oliveira. Me aburrió mortalmente. La película, muy plena en imágenes y silencios atormentados, en demoníacas presencias y desesperadas incomunicaciones, dejó en mi ánimo un sentimiento tan confundido que salí de la sala con una profunda convicción: si en verdad, y como aseguran los críticos cinematográficos, Oliveira refleja artísticamente, como nadie, el alma portuguesa, entonces la angustia, la desesperación y el ahogo son el mascarón de proa de este navío a la deriva que es Portugal.
Pocas semanas antes de partir hacia el corazón luso de las congojas leí la novela de Antonio Tabucchi Sostiene Pereira. Me sedujeron las andanzas perezosas —y, al mismo tiempo, heroicas— del héroe del relato, encarnado en la pantalla por el gran Marcello Mastroianni en una de sus últimas interpretaciones. Los pasos de Pereira llevan derecho al corazón del mundo vacío en el que habita el personaje, flotando en la nube azulada de Lisboa, encerrado en sí mismo. Empleado en un diario local, no sabe apenas qué transcurre a su alrededor, más allá del pequeño círculo vital en que se mueve. Condenado a la repetición y a la rutina, a la dieta invariable de omelette a las finas yerbas y de limonada muy azucarada, tan mala para el colesterol, Pereira vive pendiente de la muerte, obsesionado por la eternidad del alma y el más allá. Los acontecimientos diarios le afectan como a uno puede conmoverle un fenómeno natural, pero siempre sin preocuparse por saber las causas ni los posibles remedios: «en fin, qué le vamos a hacer, ya veremos...». He aquí la letanía perezosa de Pereira.
Con estos rasgos de desaliento recordaba yo, en efecto, el alma lisboeta, siempre tan trágica, que no experimenta sus efectos con desaliento dramático sino con una sencilla resignación, carente por completo de solemnidad.
Antes de emprender un viaje, al preparar el equipaje, no debemos olvidar aquellos objetos que pueden resultarnos necesarios en el lugar de destino al que en cada momento nos dirigimos: un paraguas, si vamos a Londres; una buena guía de restaurantes, si nuestro objetivo es París. Pues bien, en los preparativos de mi segundo desplazamiento a Lisboa, y para no perder ni un gramo de esencia de melancolía, coloqué en la maleta un ejemplar del Libro del desasosiego de Fernando Pessoa. Las páginas de este célebre ensayo de desaforados aforismos me harían tocar tierra lusitana en todo momento, protegiéndome de cualquier tentación que caer en el optimismo allí donde uno, asomado al océano, se encuentra sin remedio al borde del abismo.

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Portugal, nación de comerciantes y hombres de mar, de contrariedades y desazones, autoproclamada con orgullo «nación más antigua de Europa», emerge a la superficie como consecuencia de un acto de real desacato protagonizado por Alfonso Henriques, nieto ilegítimo de Alfonso VI de Castilla y León, quien se nombró a sí mismo rey en 1147, creando, como resultado, la región de Portucalia. Desde entonces, la posterior realeza portuguesa, rezumando quizá sentimiento de culpa o de insatisfacción por no haber completado la faena, denomina a sus estancias oficiales Palacio de la Pena (en Sintra), Palacio de la Ayuda y Palacio de las Necesidades (en el mismo Lisboa). Esto para empezar.
Uno de los personajes más célebres de la historia portuguesa es Enrique el Navegante, quien a pesar de su sobrenombre no navegó, debiendo la fama de marino al hecho de haber fundado y dirigido la Escuela de la Navegación de Sagres, villa que da nombre en la actualidad a una marca de cerveza muy popular en Portugal. Líquido destino el portugués… Una de las fiestas más conocidas y bullangueras de todo el país tiene lugar en Viana do Castelo, el domingo siguiente al 15 de agosto, día que celebra la Feria y las concurridísimas Fiestas de la Agonía, en honor a la Virgen homónima. El cementerio lisboeta, en fin, lleva el desinhibido nombre de Cementerio de los Placeres: Cemiterio dos prazeres
Resulta conmovedor percibir tanto desamparo en un solo país, con Lisboa a la cabeza. En cualquier ciudad del mundo es posible advertir multitud de vendedores ambulantes ofreciendo al transeúnte las más ordinarias mercancías: pañuelos de papel, cepillos para el cabello, postales, encendedores, y, dependiendo de las zonas geográficas, incluso marihuana, iguanas muy vivas o cabezas humanas reducidas, estilo jíbaro. Ahora bien, en la rua da Prata de Lisboa he podido cruzarme a diario con una anciana que ofrecía ceremoniosamente y sin atosigamientos un clásico producto de botiquín de urgencias: apósitos adhesivos (vulgo tiritas), a escoger en unidades sueltas o en paquetes enteros, según el estado de necesidad o previsión del potencial comprador.
Detrás del hotel donde me hospedé se localiza la Praça da Alegría. Tenía previsto frecuentarla para recuperar algo de júbilo y contento durante mis días de permanencia en Lisboa, con amenaza de convertirse una quincena de Pasión. Mas en dicha plaza de la Alegría no encontré dicha ni contento por ninguna parte. Me topé tan sólo con un triste parque, custodiado por unos viejos y desconchados edificios —muy pintorescos, eso sí—, sede de dos ejemplares instituciones oficiales: un parque de bomberos y un puesto de la policía municipal.
Si, con todo, no quiere alguien perder la esperanza, sepa que no lejos de Lisboa está Fátima, promesa de milagros, destino de peregrinaciones, piadoso consuelo para almas desgarradas por la enfermedad, la desesperación y la malaventura. A este santuario acuden millares de seres menesterosos con devoción a las correspondientes convocatorias, y no una vez al año, sino dos: en mayo y en octubre. Lisboa, Portugal: entre el imborrable desasosiego y el esperanzador milagro transita tu alma, ay.
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Para profundizar en la masa cerebral de ese misterio que es Portugal, cuya glándula pineal responde al nombre Lisboa, no podemos olvidarnos del fado ni de la saudade.
Son éstas expresiones tenidas por intraducibles, porque, según dicen, denotan sentimientos más que ideas. Para la lengua española, no hay problema de traducción a propósito del fado. Nuestra lengua dispone del término «hado», la cual nos da una pista clara de equivalente portugués. Pero, equivalencia no implica identificación. Para el español, «hado» es una palabra. Para el portugués, fado es mucho más: comporta un destino que marca el sentimiento— casi diría que el sentimiento nacional— de un pueblo. Dicho de otro modo: el fado es una voz, que, cual canto de sirena, fascina y arrastra el ánimo portugués incluso al abismo, a la sima, al tajo, al vacío. Sostiene la vox populi lusa, sin por ello considerarse ilusa, que quien no ha escuchado y sentido el auténtico fado no puede orientarse en la geografía portuguesa de las afecciones. Para que el efecto resulte veraz y pleno, la experiencia debe tener en Lisboa no más.
El fado es un canto profundo que proviene de los ambientes portuarios, allí donde la música acoge y ampara el sufrimiento del corazón rasgado tras muchas travesías por la vida, y que unas cuerdas vocales prodigiosas y unas cuerdas de guitarra doliente hacen temblar de emoción a quien lo escucha. El fado expresa autoafirmación de existencia e identidad en una fatalidad encerrada en un círculo vocacional muy propio: sufrir por ser y ser para sufrir. El lisbonés, que o es o no es, afirma que el fado de Lisboa, nocturno y melancólico, representa un fado más puro que el de Coimbra, de tradición distinta, no tabernaria sino hidalga (el fado de los fidalgos), característica del cantar de mocedades estudiantil que ameniza las noches de la célebre ciudad universitaria portuguesa, expresando entre lamentos el mal de amores. El fado lisboeta reclama, entonces, un grado de mayor autenticidad, sencillamente, porque expresa el puro sufrimiento que conlleva el puro sufrir...
¿Qué es la saudade, cualidad que tanto presumen los portugueses de poseer como de ser poseídos por ella? He oído decir también en esta tierra atlántica que el verdadero sentido de la palabra «saudade» no puede expresarse con palabras… Por eso tal vez no verbalizan la sustancia de la cosa en forma de discurso sino que la cantan con un fado, aunque sin enfado, o por medio de un poema de desolaciones infinitas. Tras semejante actitud esquiva y huidiza advertimos de nuevo la irreprimible devoción lusa por lo propio, un modo más de refugiarse en el seguro caparazón de lo incomunicable y en el afirmador consuelo del «nosotros somos así...Y eso es todo».
La saudade no es, sin embargo, afección única de los portugueses. El pueblo portugués ha empleado ocho siglos en completar la empresa nacional. Pero no sintiéndose insatisfechos con el resultado, siguen sin dar la obra por acabada (diríase las obras urbanísticas y de restauración, cuando deciden iniciarlas, por lo que aquí hemos visto, han sido contagiadas de tal sino).
Todo lo ha intentado el portugués a fin de encontrarse a sí mismo: cocinar el bacalao de mil sabrosas maneras sin repetirse; crear sonidos musicales de duelo perpetuo; quedarse petrificados contemplando Lisboa desde miradores sin fin; fijar sin vértigo la mirada en las apacibles aguas del Tejo (Tajo), casi con irresistible atracción de hundirse en ellas hasta encontrar en su fondo abisal el ser primordial; erigir docenas de estatuas y monumentos por todos los rincones de la villa, quizás porque aquello que perdura en bronce o piedra recuerda a quien lo contempla a diario a no olvidarse del pasado.
Pero, el lisboeta, de manera portentosa, consuma la acción de concentrarse en sí mismo alejándose de la Lisboa amada merced a infinitos viajes en los que acaba descubriendo nuevos mundos. Así, de paso, entre navegación y navegación, tal vez halle en algún lejano malecón un rostro familiar y afable en el que mirarse sin desolación: el suyo propio. La nación lusitana lleva ocho siglos partiendo de sus puertos, dejando atrás familia y hogar, con el íntimo deseo de retornar a ellos antes incluso de haber iniciado la travesía. El portugués no viaja, en realidad. Para el portugués viajar significa desplazarse y dejarse llevar… por el viento, por el destino. Ese fatum les persigue, o de ese fatum intentan huir.
La fatalidad y la fortuna componen una gran ilusión que obsesiona el alma portuguesa desde siglos. La ruta de los Descubridores proporcionó a Portugal gloria y riquezas inmensas. Gracias a ellas construyeron palacios y monumentos con firmes y profundos cimientos. Este crédito ante el resto del mundo, que comienza en el siglo XV, duró tanto como el oro de Brasil, vástago nacido, crecido y, más tarde, independizado al otro extremo del océano Atlántico.
Años más tarde, la ruta de los Descubridores será sustituida por otro recorrido, la «ruta de los portugueses», que con regularidad estacional recorren los emigrantes nacionales que van y vienen, desde lejanos lugares de trabajo hasta su patria, a través de una larga carretera que atraviesa España. El emigrante portugués al volante, sin dejar nunca atrás la superstición, teme la parada en suelo español como a un mal fario, razón por la que consume largas horas de conducción sin paradas. La «ruta o carretera de la muerte», como asimismo se la reconoce, debe su sobrenombre al alto número de accidentes de tráfico que registra, especialmente, durante la temporada estival. He aquí, sin duda, una épica viajera y descubridora, devaluada. Para mayor desventura, tras la época de esplendor, no tiene Portugal ningún otro poeta como Luis de Camoes que cante las grandezas portuguesas por medio de una actualizada versión de Os Lusiadas, tal vez por la falta también de un nuevo Vasco de Gama que la capitanee nuevas hazañas épicas para mayor gloria lusitana.
Deseo de ser lo que uno no sabe qué se puede ser. Buscar lo que no sabe si existe. Salir fuera para encontrarse, y encontrarse saliendo sin saber por qué. Sentir añoranza de la nostalgia. Pasión —o acaso, pulsión— por lo inevitable, convivencia con el ensueño de lo fatídico e irremediable. Esto es saudade.
La cadencia suave, el tono discreto, de este sentimiento fluye en Lisboa, en el Tajo y en el fado, desembocando en un estuario que ya fascinó al romano, enamoró al moro que la conquistó, denominándola Al-Usbuna. Desde entonces continúa fiel a sí misma, inquebrantable e indestructible, por más que terremotos e incendios pretendan echarla abajo.
Echar de menos lo que tememos perder, aunque jamás nos abandone. Abandonarse al dolor del alma para así sentirse seguro, y quizás dichoso. ¿Queda alguna duda respecto al significado de la saudade? Entiéndalo así el viajero que visite Lisboa, y no confíe sentirla del todo, pues no es lisboeta. Si tal rapto del alma pudiese ser experimentar por cualquiera que no fuese lisboeta, ya no sería saudade.
Continuará...

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