«Diógenes caminaba sucio y mal vestido sobre las espléndidas alfombras que recubrían las alcobas de Platón. “Así pisoteo el orgullo de Platón”, dijo una vez. “Sí —replicó Platón—, pero sólo con otro tipo de orgullo.» (G. Ch. Lichtenberg, Aforismos).
Es cada vez más habitual observar cómo minorías activistas y defensoras de la diferencia y/o de una minusvalía enarbolan el rasgo propio no sólo como una peculiaridad merecedora de distinción sino incluso como una conquista, como un motivo de orgullo y aun de vindicación. De esta singular manera, y a modo de muestra de lo que digo, colectivos de homosexuales militantes no se conforman con reclamar el derecho a una determinada inclinación sexual, sino que tal opción la presentan como la más liberadora de entre las existentes, pues en el fondo, eso dicen, todos seríamos de su condición…, es decir, homosexuales, o cuando menos, bisexuales, sólo que reprimidos. Como heterosexuales reprimidos, renunciando a la práctica homosexual, nos negaríamos, en consecuencia, a dar rienda suelta a nuestro deseo, nos daría miedo liberar nuestra libido. Y en este plan que van.
Gran parte de los movimientos vindicativos de este género han virado hacia el orgullo, impostado y forzado, algo próximo a la fe del carbonero, a una creencia fanática en la condición propia, lo cual invita fácilmente a ser proclamada como rasgo de identidad cultural o comunitaria, que, intencionalmente o no, conduce al segregacionismo y la marginalidad.
* Reproduzco en la presente Hoja Nueva un fragmento de mi ensayo «Oídos sordos, culturas y diferencia: de la exclusión al orgullo», publicado inicialmente en Daímon. Revista de Filosofía, Universidad de Murcia, número 28, enero-abril, 2003, págs. 87-94. El texto completo ha sido posteriormente reeditado en formato digital en la revista El Catoblepas, números 91 y 92 (octubre y noviembre de 2009), con el título Oídos sordos: orgullo y perjuicios.
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