Que la vida pública española se encuentra en
estos últimos tiempos sacudida por un clima de agitación y radicalización
incontenibles es una impresión que va corroborándose cada día que pasa. […]
Que el objetivo primero y último de las
movilizaciones y manifestaciones, sean cuales sean los pretextos publicitados,
queda circunscrito al empeño de acosar,
y a ser posible derribar antes de la hora de las urnas, al Gobierno y al PP,
es algo que está fuera de duda. La cuestión problemática reside, entonces, en
la valoración que deba hacerse del asunto. Para unos, es probable que todo esto
no signifique más que la revitalización
de la esfera pública, que se mostraría así radiante en su función propia —De
revolutionibus—, o también una muestra ardorosa de la salud democrática
del pueblo reconstituido, la exaltación de la opinión pública... Para otros,
este horizonte de radicalización y coacción en la escena política conduce sin
remedio a un grave deterioro, a una especie de batasunización de la vida
pública española.
De entre todas las circunstancias que ilustran
la corrupción pública y democrática resalto las siguientes: la persecución, el asedio, la amenaza, la
intimidación, la provocación, la criminalización, la agresión… hasta el exterminio, de
las personas y fuerzas sociales y políticas que no coinciden con el programa de
actuación y con los presupuestos ideológicos considerados como «políticamente
correctos», o sea, como manda el Dogma, la Fe y el Partido, la santa alianza de
la ortodoxia y el sectarismo.
Se trata de una
estrategia inconfundiblemente totalitaria, nacida del fanatismo, el odio y el
resentimiento condensados en el hecho simple, frío como el acero, de negar el
derecho a la existencia a quienes previamente han sido demonizados, puestos en
la picota y en el punto de mira. […]
A partir del momento en que fue desencadenada la
cacería contra el Gobierno y el PP desde todos los frentes de la Oposición, y
especialmente desde los grupos más extremistas —a quienes
irresponsablemente se ha dado vía libre, carta blanca e impunidad para actuar
sin control ni límites, sirviéndose de ellos como avanzadilla, guardia de
corps, cuerpos de asalto… del batallón general— el ojeo y la batida han unido sus fuerzas en una ofensiva ni siquiera
disimulada, sino que exhibida con ostentosa obscenidad […]
Son [los «indignados» y sus variantes] tan
arrogantes, se sienten tan impunes, que no tienen nada que ocultar. Lo suyo es
la acción directa, la política desnuda y bronca, la «oposición tranquila»… […] Allí donde van [los «enemigos políticos»],
un cortejo de sujetos con pancartas, hombres-anuncio, a voz en cuello, el
insulto en la boca, el puño en alto, el dedo acusador, les siguen como una
plaga, como una peste. Todo muy espontáneo y cívico: la sincera y franca
participación ciudadana, la libertad de expresión, dicen algunos. […]
Existe una
tentación (totalitaria, añade Jean-François Revel) muy humana, pero execrable, que consiste en dejarse seducir por el
empleo del miedo, y aun del terror, con el fin de imponerse a los oponentes
políticos. La sugestión de ver al adversario convertido en enemigo y al correligionario en amigo,
la fascinación de acosar al contrincante hasta la extenuación o el exterminio,
el verlo desesperado, acorralado y a punto de cocción son reclamos demasiado
atractivos para que algunos los dejen pasar, cuando la ocasión se presenta.
Ciertamente, es preciso haber acumulado grandes dosis de indignación, rencor y
resentimiento para poder incubar este huevo de la serpiente. Mas para calentar
el ambiente está la Propaganda y la Agitación, la «subcultura del odio».
Según ha mostrado la Historia hasta la saciedad,
es tan fácil encender un fuego, como arduo extinguirlo; tarea sencilla es el destruir, pero laboriosa el construir. Resulta
cómodo el activar y excitar a los sujetos siempre propicios para la violencia y
el desmán con el fin de que abran brecha y faciliten la tarea, la cual con
artes democráticas y pedagogía social resultaría más prolija, larga y
trabajosa. En especial, cuando se tiene
mucha prisa para llegar al Poder o se quiere todavía más Poder.
Sépase, con todo, que la dialéctica de los
medios y de los fines en política no permite escisiones ni secesiones ni
excepciones. En la práctica política y a la hora de la verdad, ambos, medios y
fines, convergen, y los guiones y los protagonistas que escriben la historia
salen a relucir, más pronto o más tarde. Quien se asocia con un criminal, acaba
siendo su rehén o su víctima.
Extraigo aquí
algunos fragmentos del artículo titulado «La coacción como arma política» que
publiqué en Libertad Digital el 28 de
marzo de 2003, mi primera colaboración con este diario. Ciertamente, la
comparación con la situación presente es odiosa…
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