«Epítome
del presumido final de la utopía (Herbert Marcuse) y aurora de una nueva era,
Mayo del 68 remite a un sueño húmedo de una noche de primavera.
[...]
No cabe duda de que, ante cualquier circunstancia, cantar en grupo el himno Imagine compuesto por John Lennon, apelar a la empatía universal (♫Love, love, love♫), encender velas y organizar sentadas en la vía pública, empuñar una flor para frenar a las fuerzas policiales y militares, clamar por la paz planetaria, esbozar una sonrisa (o derramar unas lágrimas, según exija la ocasión) y repetir mantras y consignas de diseño posmoderno, constituyen modelos de publicidad, de “concienciación” y de actuación mucho más efectivos que esgrimir públicamente un sesudo argumento racional o una abstrusa estadística a fin de atraerse la simpatía de las masas. Quien se aplica a la ensoñación y se pierde en la nube de la imaginación, prefiere poner pie en pared (y resistir) que los pies en el suelo (y ponerse a la tarea cotidiana). [...]
Mayo del 68 fue una “vietnamita”, una maquinaria impresora de mitos y símbolos muy impactantes: contracultura, subversión de valores (expresión traspuesta de la transvalorización de los valores señalada por Friedrich Nietzsche), utopía, exaltación de lo joven y lo nuevo, el cambio por el cambio, tendencia a la seducción transgresora y presumiblemente provocativa, programa de microrrevoluciones en cadena (o revolución permanente), retroceso de los razonamientos en beneficio de las pegadizas consignas, etcétera. [...]
Mayo del 68 invoca la revolución de lo presente. El pasado no cuenta nada interesante (devaluación de lo clásico) y el futuro es concebido como una mezcolanza de ciega esperanza y turbio catastrofismo. [...]
Para el sesentayochismo, la cultura, el principal objetivo de
la “lucha continua”, es el mundo a conquistar, dando como resultado
el “mundo de la cultura”. Plan y legado concebidos a largo plazo, son
resistentes al paso del tiempo. Los políticos y los gobernantes cambian, pero
la “cultura” (básicamente, reducida a prontuario de creencias,
consignas, signos, propaganda) continúa. [...]
La cultura dominante en las sociedades desarrolladas, al tiempo que se eleva a categoría superlativa, es sentida, en realidad, como contracultura, abanico multicultural y hasta anticultura. Todo lo cual es proclamado por gran parte de las élites intelectuales como lo más natural del mundo.[...]
Según el doctrinario básico derivado de los trepidantes años 60, lo natural es reaccionario (malo) y lo cultural, revolucionario (bueno). La evolución resulta así superada por la revolución. [...]
El revolucionario objetivo decimonónico de las sociedades sin clases ha sido ampliado al estatuto de sociedad sin distinciones (sinónimo de “discriminación”), en la que las diferencias son ensalzadas por el solo hecho de ser… diferentes. [...]
En la naturaleza de las cosas está el cambiar, es decir, el acontecer del cambio. No obstante, para la cultura a la contra, si las cosas no evolucionan, es porque no se las deja cambiar (actitud reaccionaria). Comoquiera que no se tiene paciencia para la espera y la maduración de los frutos, se las violenta y manipula en crudo (actitud revolucionaria). [...]
La sociedad no es, en efecto, un ente natural, sino un artefacto cultural. El problema socio-político que aquí surge interesa a las distintas perspectivas con las que encarar el devenir, el relevo de las generaciones, el proceso de la civilización (Norbert Elias): si renovación o innovación, si ponerse al día o estar al día, si flotar o empujar, etcétera. [...]
“Seamos realistas y pidamos lo imposible”. Esto se gritaba hace cincuenta años en los bulevares de París y otras zonas del globo. “Otro mundo es posible”, oímos exclamar hoy por doquier, y cosas todavía más ilusorias. A ver quién le explica a la masa airada que lo que no puede ser, no puede ser, y, además, es imposible.»
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