martes, 18 de agosto de 2020

SOBRE EL USO IMPROPIO DEL TÉRMINO "ÉLITES"

De generación en generación, los «capitalistas» han dejado de actuar como tales por desidia, rutina, hábitos acomodaticios, por dejar de creer en el «capitalismo» honestamente, por no practicarlo adecuadamente, por complejo de culpa, miedo, falta de responsabilidad. Sólo podía permanecer el «capitalismo» si no flaqueaba, claudicaba ni traicionaba el espíritu del «capitalismo», lo que es capital en la sociedad de propietarios.


«No sólo las indolentes multitudes, sino incluso la mayor parte de aquellos empresarios que llevaron a la práctica los principios del laissez faire, jamás comprendieron la mecánica interna del sistema. Aun en el apogeo del liberalismo, pocos se percataron de cómo, en realidad, operaba la economía de mercado. La civilización occidental adoptó el capitalismo por el exclusivo influjo de una reducida élite.»

Ludwig Von Mises, La mentalidad anticapitalista (1956)


Una «reducida élite» que ha menguado hasta perder peso específico, poder e influencia, al tiempo que ver cómo degeneraba el propio termino de «élite». La tautología en la cita de Mises invita a una reflexión inmediata y, a mi parecer, indispensable. Porque en el fenómeno que analizamos es común ver empleado el plural «élites» para la ocasión. Un uso impropio, como viene siendo habitual en el vocabulario técnico realmente existente. Así pues, antes de seguir por ese camino, ¿qué debe entenderse, en rigor, por «élite», en concreto, cuando el plural ha ido ganándole terreno al singular?

Hablar de «élite» en un sentido generalizado y polivalente es una contradicción en los términos. Hoy, cualquiera es encuadrado en la categoría «élite», sea un famoso de la televisión (con alto nivel de audiencia), sea un político de moda (ha recibido muchos votos), sea un influencer (con cientos de miles de followers), sea un deportista, cantante, artista/activista (millones de fans), etcétera. Christopher Lasch en el ensayo The Revolt of the Elites an the Betrayal of Democracry (La rebelión de las élites, 1996), entre otros errores de bulto, incluye en la categoría «élites directivas y profesionales» a «agentes de negocios, banqueros, promotores y explotadores de bienes raíces, consultores de todas las especies, analistas de sistemas, científicos, médicos, publicistas, editores, redactores, ejecutivos de publicidad, directores artísticos, cineastas, actores, periodistas, productores y directores de televisión, artistas, escritores, profesores universitarios». ¿Quién da más?

Se trata de una añagaza, de una trampa tan vieja como el timo de la estampita, que sólo engaña a incautos y gente mal informada, a fanáticos y a convencidos de antemano. Procedimiento habitual en el manual de contracultura y deconstrucción, consiste, simplemente, en darle la vuelta al significado de un término o frase, agitarlo hasta que se disuelva el contenido, y devaluarlo por medio de la generalización, de modo que pierda así su sentido originario y estricto. Para demoler o deshacer aquello sentenciado como eliminable, los deconstruccionistas posmodernos comienzan por mezclarlo y confundirlo con otros elementos, más o menos afines, hasta hacerlo irreconocible.

El inventario de «élites» enunciado por Lasch, caprichoso y arbitrario donde los haya, aspira a desmontar toda sombra de elitismo, actitud no sorprendente en un severo partidario de la igualdad social y, por tanto, contrario a la diferencia de clases. Si acaso, los aludidos en ese listado de listos podrían ser encasillados en la «comunidad de gestores» que uso en este ensayo. Pero, un gestor, según vengo manteniendo, no remite necesariamente a la «élite».

De origen francés (de ahí la mala costumbre de escribir en lengua castellana la palabra sin tilde), según el Diccionario de Uso del Español de María Moliner, el concepto «élite» se usa frecuentemente para designar a la «buena sociedad», otra expresión destinada a ser zarandeada por el deconstruccionismo. «Élite» designa un ámbito de individuos excepcionales y fuera de lo común. El término señala necesariamente a un club reducido, selecto y exclusivo, donde son incluidos aquellos individuos que destacan sobre los demás, poseen más autoridad que poder, además de influencia real, no medida en cantidades ni guarismos (votos, likes, seguidores anónimos…), sino en prestigio y valor, en atribuciones adquiridas, no concedidas.

Fusionar (vivimos en tiempos de fussion; es decir, en tiempos confusos) el significado y valor de «élite» con una celebridad mediática, un demagogo, una estrella fugaz o un oportunista en época de rebajas es técnica maliciosa que funciona con la gasolina que impulsa la hábil propaganda y las emociones del receptor, movidas según la dirección del viento. La energía ahí consumida nos sale muy cara, pues la verbena acaba pagándola el contribuyente, el cliente, un suscriptor, el pagano, al abajo firmante, un servidor...

La revolución de los managers y el desplazamiento de los propietarios por los gestores coinciden con la traición de gran parte de la casta (otro término bastardeado, pero noble) de los mandamases (y las mandamasas), situada en despachos, departamentos, instituciones y organismos con poder sobre los ciudadanos (sobre la vida, libertad y propiedad de éstos), lo cual imprime un carácter más lúgubre y dramático al fenómeno que analizamos.

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Fragmento de mi último ensayo publicado: Dinero S.L. De la sociedad de propietarios a la comunidad de gestores (2020)

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