“Este libro [Rebelión en la granja, 1945) fue pensado hace bastante tiempo. Su
idea central data de 1937, pero su redacción no quedó terminada hasta finales
de 1943. En la época en que se escribió, era obvio que encontraría grandes
dificultades para editarse (a pesar de que la escasez de libros existentes
garantizaba que cualquier volumen impreso se vendería) y, efectivamente, el
libro fue rechazado por cuatro editores. Tan sólo uno de ellos lo hizo por
motivos ideológicos; otros dos habían publicado libros antirrusos durante años
y el cuarto carecía de ideas políticas definidas. Uno de ellos estaba decidido
a lanzarlo pero, después de un primer momento de acuerdo, prefirió consultar
con el Ministerio de Información que, al parecer, le había avisado y hasta
advertido severamente sobre su publicación. He aquí un extracto de una carta
del editor, en relación con la consulta hecha: «Me refiero a la reacción que he
observado en un importante funcionario del Ministerio de Información con
respecto a Rebelión en la granja. Tengo que confesar que su opinión me ha dado
mucho que pensar...
Ahora me doy cuenta de cuán peligroso
puede ser el publicarlo en estos momentos porque, si la fábula estuviera
dedicada a todos los dictadores y a todas las dictaduras en general, su
publicación no estaría mal vista, pero la trama sigue tan fielmente el curso
histórico de la Rusia de los Soviets y de sus dos dictadores que sólo puede
aplicarse a aquel país, con exclusión de cualquier otro régimen dictatorial. Y
otra cosa: sería menos ofensiva si la casta dominante que aparece en la fábula
no fuera la de los cerdos. Creo que la elección de estos animales puede ser
ofensiva y de modo especial para quienes sean un poco susceptibles, como es el
caso de los rusos.» Asuntos de esta clase son siempre un mal síntoma. Como es
obvio, nada es menos deseable que un departamento ministerial tenga facultades
para censurar libros (excepción hecha de aquellos que afecten a la seguridad
nacional, cosa que, en tiempo de guerra, no puede merecer objeción alguna) que
no estén patrocinados oficialmente. Pero el mayor peligro para la libertad de
expresión y de pensamiento no proviene de la intromisión directa del Ministerio
de Información o de cualquier organismo oficial. Si los editores y los
directores de los periódicos se esfuerzan en eludir ciertos temas no es por
miedo a una denuncia: es porque le temen a la opinión pública. En este país, la
cobardía intelectual es el peor enemigo al que han de hacer frente periodistas
y escritores en general. Es éste un hecho grave que, en mi opinión, no ha sido
discutido con la amplitud que merece. Cualquier persona cabal y con experiencia
periodística tendrá que admitir que, durante esta guerra, la censura oficial no
ha sido particularmente enojosa. No hemos estado sometidos a ningún tipo de
«orientación» o «coordinación» de carácter totalitario, cosa que hasta hubiera
sido razonable admitir, dadas las circunstancias. Tal vez la prensa tenga
algunos motivos de queja justificados pero, en conjunto, la actuación del
gobierno ha sido correcta y de una clara tolerancia para las opiniones
minoritarias. El hecho más lamentable en relación con la censura literaria en
nuestro país ha sido principalmente de carácter voluntario. Las ideas
impopulares, según se ha visto, pueden ser silenciadas y los hechos desagradables
ocultarse sin necesidad de ninguna prohibición oficial.
Cualquiera que haya vivido largo tiempo
en un país extranjero podrá contar casos de noticias sensacionalistas que
ocupaban titulares y acaparaban espacios incluso excesivos para sus méritos.
Pues bien, estas mismas noticias son eludidas por la prensa británica, no
porque el gobierno las prohíba, sino porque existe un acuerdo general y tácito
sobre ciertos hechos que «no deben» mencionarse. Esto es fácil de entender
mientras la prensa británica siga tal como está: muy centralizada y propiedad,
en su mayor parte, de unos pocos hombres adinerados que tienen muchos motivos
para no ser demasiado honestos al tratar ciertos temas importantes. Pero esta
misma clase de censura velada actúa también sobre los libros y las
publicaciones en general, así como sobre el cine, el teatro y la radio.
Su origen está claro: en un momento dado
se crea una ortodoxia, una serie de ideas que son asumidas por las personas
biempensantes y aceptadas sin discusión alguna. No es que se prohíba
concretamente decir «esto» o «aquello», es que «no está bien» decir ciertas
cosas, del mismo modo que en la época victoriana no se aludía a los pantalones
en presencia de una señorita. Y cualquiera que ose desafiar aquella ortodoxia
se encontrará silenciado con sorprendente eficacia. De ahí que casi nunca se
haga caso a una opinión realmente independiente ni en la prensa popular ni en
las publicaciones minoritarias e intelectuales. En este instante, la ortodoxia dominante exige una admiración hacia
Rusia sin asomo de crítica. Todo el mundo está al cabo de la calle de este
hecho y, por consiguiente, todo el mundo actúa en consonancia. Cualquier
crítica seria al régimen soviético, cualquier revelación de hechos que el
gobierno ruso prefiera mantener ocultos, no saldrá a la luz. Y lo peor es que
esta conspiración nacional para adular a nuestro aliado se produce a pesar de
unos probados antecedentes de tolerancia intelectual muy arraigados entre
nosotros.
Y
así vemos, paradójicamente, que no se permite criticar al gobierno soviético,
mientras se es libre de hacerlo con el nuestro. Será raro que alguien pueda
publicar un ataque contra Stalin, pero es muy socorrido atacar a Churchill
desde cualquier clase de libro o periódico. Y en cinco años de guerra —durante dos o tres de los cuales luchamos
por nuestra propia supervivencia— se escribieron incontables libros, artículos
y panfletos que abogaban, sin cortapisa alguna, por llegar a una paz de
compromiso, y todos ellos aparecieron sin provocar ningún tipo de crítica o
censura. Mientras no se tratase de comprometer el prestigio de la Unión
Soviética, el principio de libertad de expresión ha podido mantenerse
vigorosamente. Es cierto que existen otros temas proscritos, pero la actitud
hacia la URSS es el síntoma más significativo. Y tiene unas características
completamente espontáneas, libres de la influencia de cualquier grupo de
presión. El servilismo con el que la mayor parte de la intelligentsia británica se ha tragado y repetido los tópicos de la
propaganda rusa desde 1941 sería sorprendente, si no fuera porque el hecho no
es nuevo y ha ocurrido ya en otras ocasiones.
Publicación tras publicación, sin
controversia alguna, se han ido aceptando y divulgando los puntos de vista
soviéticos con un desprecio absoluto hacia la verdad histórica y hacia la
seriedad intelectual. Por citar sólo un ejemplo: la BBC celebró el XXV
aniversario de la creación del Ejército Rojo sin citar para nada a Trotsky, lo
cual fue algo así como conmemorar la batalla de Trafalgar sin hablar de Nelson.
Y, sin embargo, el hecho no provocó la más mínima protesta por parte de
nuestros intelectuales. En las luchas de la Resistencia de los países ocupados
por los alemanes, la prensa inglesa tomó siempre partido al lado de los grupos
apoyados por Rusia, en tanto que las otras facciones eran silenciadas (a veces
con omisión de hechos probados) con vistas a justificar esta postura. Un caso
particularmente demostrativo fue el del coronel Mijáilovich, líder de los chetniks yugoslavos. Los rusos tenían su
propio protegido en la persona del mariscal Tito y acusaron a Mijáilovich de
colaboración con los alemanes. Esta acusación fue inmediatamente repetida por
la prensa británica. A los partidarios de Mijáilovich no se les dio oportunidad
alguna para responder a estas acusaciones e incluso fueron silenciados hechos
que las rebatían, impidiendo su publicación. En julio de 1943 los alemanes
ofrecieron una recompensa de 100.000 coronas de oro por la captura de Tito y
otra igual por la de Mijáilovich. La prensa inglesa resaltó mucho lo ofrecido
por Tito, mientras sólo un periódico (y en letra menuda) citaba la ofrecida por
Mijáilovich. Y, entre tanto, las acusaciones por colaboracionismo eran
incesantes...
Hechos muy similares ocurrieron en
España durante la Guerra Civil. También entonces los grupos republicanos a
quienes los rusos habían decidido eliminar fueron acusados entre la
indiferencia de nuestra prensa de izquierdas; y cualquier escrito en su
defensa, aunque fuera una simple carta al director, vio rechazada su
publicación. En aquellos momentos no sólo se consideraba reprobable cualquier
tipo de crítica hacia la URSS, sino que incluso se mantenía secreta. Por
ejemplo: Trotsky había escrito poco antes de morir una biografía de Stalin. Es
de suponer que, si bien no era una obra totalmente imparcial, debía ser
publicable y, en consecuencia, vendible. Un editor americano se había hecho
cargo de su publicación y el libro estaba ya en prensa.
Creo que habían sido ya corregidas las
pruebas, cuando la URSS entró en la guerra mundial. El libro fue inmediatamente
retirado. Del asunto no se dijo ni una sola palabra en la prensa británica,
aunque la misma existencia del libro y su supresión eran hechos dignos de ser
noticia. Creo que es importante distinguir entre el tipo de censura que se
imponen voluntariamente los intelectuales ingleses y la que proviene de los
grupos de presión. Como es obvio, existen ciertos temas que no deben ponerse en
tela de juicio a causa de los intereses creados que los rodean. Un caso bien
conocido es el tocante a los médicos sin escrúpulos. También la Iglesia
Católica tiene considerable influencia en la prensa, una influencia capaz de
silenciar muchas críticas. Un escándalo en el que se vea mezclado un sacerdote
católico es algo a lo que nunca se dará publicidad, mientras que si el mismo
caso ocurre con uno anglicano, es muy probable que se publique en primera
página, como ocurrió con el caso del rector de Stiffkey. Asimismo, es muy raro que un espectáculo de tendencia
anticatólica aparezca en nuestros escenarios o en nuestras pantallas. Cualquier
actor puede atestiguar que una obra de teatro o una película que se burle de la
Iglesia Católica se exponen a ser boicoteados desde los periódicos y condenados
al fracaso. Pero esta clase de hechos son comprensibles y además inofensivos.
Toda gran organización cuida de sus intereses lo mejor que puede y, si ello se
hace a través de una propaganda descubierta, nada hay que objetar. Uno no debe
esperar que el Daily Worker publique
algo desfavorable para la URSS, ni que el Catholic
Herald hable mal del Papa. Esto no puede extrañar a nadie, pero lo que sí
es inquietante es que, dondequiera que influya la URSS con sus especiales
maneras de actuar, sea imposible esperar cualquier forma de crítica inteligente
ni honesta por parte de escritores de signo liberal inmunes a todo tipo de
presión directa que pudiera hacerles falsear sus opiniones.
Stalin es sacrosanto y muchos aspectos
de su política están por encima de toda discusión. Es una norma que ha sido
mantenida casi universalmente desde 1941 pero que estaba orquestada hasta tal
punto, que su origen parecía remontarse a diez años antes. En todo aquel tiempo
las críticas hacia el régimen soviético ejercidas desde la izquierda tenían muy
escasa audiencia. Había, sí, una gran cantidad de literatura antisoviética,
pero casi toda procedía de zonas conservadoras y era claramente tendenciosa,
fuera de lugar e inspirada por sórdidos motivos. Por el lado contrario hubo una
producción igualmente abundante, y casi igualmente tendenciosa, en sentido pro
ruso, que comportaba un boicot a todo el que tratara de discutir en profundidad
cualquier cuestión importante. Desde luego que era posible publicar libros
antirrusos, pero hacerlo equivalía a condenarse a ser ignorado por la mayoría
de los periódicos importantes. Tanto pública como privadamente se vivía
consciente de que aquello «no debía» hacerse y, aunque se arguyera que lo que
se decía era cierto, la respuesta era tildarlo de «inoportuno» y «al servicio
de» intereses reaccionarios. Esta actitud fue mantenida apoyándose en la
situación internacional y en la urgente necesidad de sostener la alianza
anglorrusa; pero estaba claro que se trataba de una pura racionalización. La
gran mayoría de los intelectuales británicos había estimulado una lealtad de
tipo nacionalista hacia la Unión Soviética y, llevados por su devoción hacia
ella, sentían que sembrar la duda sobre la sabiduría de Stalin era casi una
blasfemia.
Acontecimientos similares ocurridos en
Rusia y en otros países se juzgaban según distintos criterios. Las
interminables ejecuciones llevadas a cabo durante las purgas de 1936 a 1938
eran aprobadas por hombres que se habían pasado su vida oponiéndose a la pena
capital, del mismo modo que, si bien no había reparo alguno en hablar del
hambre en la India, se silenciaba la que padecía Ucrania. Y si todo esto era
evidente antes de la guerra, esta atmósfera intelectual no es, ahora,
ciertamente mejor.
Volviendo a mi libro, estoy seguro de
que la reacción que provocará en la mayoría de los intelectuales ingleses será
muy simple: «No debió ser publicado». Naturalmente, estos críticos, muy
expertos en el arte de difamar, no lo atacarán en —el terreno político, sino en
el intelectual. Dirán que es un libro estúpido y tonto y que su edición no ha
sido más que un despilfarro de papel. Y yo digo que esto puede ser verdad, pero
no «toda la verdad» del asunto. No se puede afirmar que un libro no debe ser
editado tan sólo porque sea malo. Después de todo, cada día se imprimen cientos
de páginas de basura y nadie le da importancia. La intelligentsia británica, al menos en su mayor parte, criticará
este libro porque en él se calumnia a su líder y con ello se perjudica la causa
del progreso. Si se tratara del caso inverso, nada tendrían que decir aunque
sus defectos literarios fueran diez veces más patentes. Por ejemplo, el éxito
de las ediciones del Left Book Club
durante cinco años demuestra cuán tolerante se puede llegar a ser en cuanto a
la chabacanería y a la mala literatura que se edita, siempre y cuando diga lo
que ellos quieren oír.
El
tema que se debate aquí es muy sencillo: ¿Merece ser escuchado todo tipo de
opinión, por impopular que sea?
Plantead esta pregunta en estos términos y casi todos los ingleses sentirán que
su deber es responder: «Sí». Pero dadle una forma concreta y preguntad: ¿Qué os
parece si atacamos a Stalin? ¿Tenemos derecho a ser oídos? Y la respuesta más
natural será: «No». En este caso, la pregunta representa un desafío a la
opinión ortodoxa reinante y, en consecuencia, el principio de libertad de
expresión entra en crisis. De todo ello resulta que, cuando en estos momentos
se pide libertad de expresión, de hecho no se pide auténtica libertad. Estoy de
acuerdo en que siempre habrá o deberá haber un cierto grado de censura mientras
perduren las sociedades organizadas. Pero «libertad», como dice Rosa Luxemburg,
es «libertad para los demás». Idéntico principio contienen las palabras de
Voltaire: «Detesto lo que dices, pero defendería hasta la muerte tu derecho a
decirlo». Si la libertad intelectual ha sido sin duda alguna uno de los
principios básicos de la civilización occidental, o no significa nada o
significa que cada uno debe tener pleno derecho a decir y a imprimir lo que él
cree que es la verdad, siempre que ello no impida que el resto de la comunidad
tenga la posibilidad de expresarse por los mismos inequívocos caminos. Tanto la
democracia capitalista como las versiones occidentales del socialismo han
garantizado hasta hace poco aquellos principios. Nuestro gobierno hace grandes
demostraciones de ello. La gente de la calle —en parte quizá porque no está
suficientemente imbuida de estas ideas hasta el punto de hacerse intolerante en
su defensa— sigue pensando vagamente en aquello de: «Supongo que cada cual
tiene derecho a exponer su propia opinión». Por ello incumbe principalmente a
la intelectualidad científica y literaria el papel de guardián de esa libertad
que está empezando a ser menospreciada en la teoría y en la práctica.
Uno de los fenómenos más peculiares de
nuestro tiempo es el que ofrece el liberal renegado. Los marxistas claman a los
cuatro vientos que la «libertad burguesa» es una ilusión, mientras una creencia
muy extendida actualmente argumenta diciendo que la única manera de defender la
libertad es por medio de métodos totalitarios. Si uno ama la democracia,
prosigue esta argumentación, hay que aplastar a los enemigos sin que importen
los medios utilizados. ¿Y quiénes son estos enemigos? Parece que no sólo son
quienes la atacan abierta y concienzudamente, sino también aquellos que
«objetivamente» la perjudican propalando doctrinas erróneas. En otras palabras:
defendiendo la democracia acarrean la destrucción de todo pensamiento
independiente. Éste fue el caso de los que pretendieron justificar las purgas
rusas. Hasta el más ardiente rusófilo tuvo dificultades para creer que todas
las víctimas fueran culpables de los cargos que se les imputaban. Pero el hecho
de haber sostenido opiniones heterodoxas representaba un perjuicio para el
régimen y, por consiguiente, la masacre fue un hecho tan normal como las falsas
acusaciones de que fueron víctimas.
Estos mismos argumentos se esgrimieron
para justificar las falsedades lanzadas por la prensa de izquierdas acerca de
los trotskistas y otros grupos republicanos durante la Guerra Civil española. Y
la misma historia se repitió para criticar abiertamente el hábeas corpus
concedido a Mosley cuando fue puesto en libertad en 1943. Todos los que
sostienen esta postura no se dan cuenta de que, al apoyar los métodos
totalitarios, llegará un momento en que estos métodos serán usados «contra»
ellos y río «por» ellos. Haced una costumbre del encarcelamiento de fascistas
sin juicio previo y tal vez este proceso no se limite sólo a los fascistas.
Poco después de que al Daily Worker
le fuera levantada la suspensión, hablé en un College del sur de Londres. El auditorio estaba formado por
trabajadores y profesionales de la baja clase media, poco más o menos el mismo
tipo de público que frecuentaba las reuniones del Left Book Club. Mi conferencia trataba de la libertad de prensa y,
al término de la misma y ante mi asombro, se levantaron varios espectadores
para preguntarme «si en mi opinión había sido un error levantar la prohibición
que impedía la publicación del Daily Worker». Hube de preguntarles el porqué y
todos dijeron que «era un periódico de dudosa lealtad y por tanto no debía
tolerarse su publicación en tiempo de guerra». El caso es que me encontré
defendiendo al periódico que más de una vez se había salido de sus casillas
para atacarme. ¿Dónde habían aprendido aquellas gentes puntos de vista tan
totalitarios? Con toda seguridad debieron aprenderlos de los mismos comunistas.
La tolerancia y la honradez intelectual están muy arraigadas en Inglaterra, pero no son indestructibles y si siguen manteniéndose es, en buena parte, con gran esfuerzo. El resultado de predicar doctrinas totalitarias es que lleva a los pueblos libres a confundir lo que es peligroso y lo que no lo es. El caso de Mosley es, a este efecto, muy ilustrativo. En 1940 era totalmente lógico internarlo, tanto si era culpable como si no lo era. Estábamos entonces luchando por nuestra propia existencia y no podíamos tolerar que un posible colaboracionista anduviera suelto. En cambio, mantenerlo encarcelado en 1943, sin que mediara proceso alguno, era un verdadero ultraje. La aquiescencia general al aceptar este hecho fue un mal síntoma, aunque es cierto que la agitación contra la liberación de Mosley fue en gran parte ficticia y, en menor parte, manifestación de otros motivos de descontento. ¡Sin embargo, cuán evidente resulta, en el actual deslizamiento hacia los sistemas fascistas, la huella de los antifascismos de los últimos diez años y la falta de escrúpulos por ellos acuñada! Es importante constatar que la corriente rusófila es sólo un síntoma del debilitamiento general de la tradición liberal. Si el Ministerio de Información hubiera vetado definitivamente la publicación de este libro, la mayoría de los intelectuales no hubiera visto nada inquietante en todo ello.
La lealtad exenta de toda crítica hacia la URSS pasa
a convertirse en ortodoxia, y, dondequiera que estén en juego los intereses
soviéticos, están dispuestos no sólo a tolerar la censura sino a falsificar
deliberadamente la Historia. Por citar sólo un caso. A la muerte de John Reed,
el autor de Diez días que conmovieron al
mundo —un relato de primera mano de las jornadas claves de la Revolución
rusa —, los derechos del libro pasaron a poder del Partido Comunista británico,
a quien el autor, según creo, los había legado. Algunos años más tarde, los
comunistas ingleses destruyeron en gran parte la edición original, lanzando
después una versión amañada en la que omitieron las menciones a Trotsky así
como la introducción escrita por el propio Lenin. Si hubiera existido una
auténtica intelectualidad liberal en Gran Bretaña, este acto de piratería
hubiera sido expuesto y denunciado en todos los periódicos del país. La
realidad es que las protestas fueron escasas o nulas. A muchos, aquello les
pareció la cosa más natural. Esta tolerancia que llega a lo indecoroso es más
significativa aún que la corriente de admiración hacia Rusia que se ha impuesto
en estos días. Pero probablemente esta moda no durará.
Preveo
que, cuando este libro se publique, mi visión del régimen soviético será la más
comúnmente aceptada. ¿Qué puede esto significar? Cambiar una ortodoxia por otra
no supone necesariamente un progreso, porque el verdadero enemigo está en la
creación de una mentalidad «gramofónica» repetitiva, tanto si se está como si
no de acuerdo con el disco que suena en aquel momento. Conozco todos los argumentos que se esgrimen contra
la libertad de expresión y de pensamiento, argumentos que sostienen que no
«debe» o que no «puede» existir. Yo, sencillamente, respondo a todos ellos
diciéndoles que no me convencen y que nuestra civilización está basada en la
coexistencia de criterios opuestos desde hace más de 400 años. Durante una
década he creído que el régimen existente en Rusia era una cosa perversa y he
reivindicado mi derecho a decirlo, a pesar de que seamos aliados de los rusos
en una guerra que deseo ver ganada.
Si yo tuviera que escoger un texto para
justificarme a mí mismo elegiría una frase de Milton que dice así: «Por las
conocidas normas de la vieja libertad». La palabra vieja subraya el hecho de
que la libertad intelectual es una tradición profundamente arraigada sin la
cual nuestra cultura occidental dudosamente podría existir. Muchos
intelectuales han dado la espalda a esta tradición, aceptando el principio de
que una obra deberá ser publicada o prohibida, loada o condenada, no por sus
méritos sino según su oportunidad ideológica o política. Y otros, que no
comparten este punto de vista, lo aceptan, sin embargo, por cobardía. Un buen
ejemplo de esto lo constituye el fracaso de muchos pacifistas incapaces de
elevar sus voces contra el militarismo ruso. De acuerdo con estos pacifistas,
toda violencia debe ser condenada, y ellos mismos no han vacilado en pedir una
paz negociada en los más duros momentos de la guerra. Pero, ¿cuándo han
declarado que la guerra también es censurable aunque la haga el Ejército Rojo?
Aparentemente, los rusos tienen todo su derecho a defenderse, mientras
nosotros, si lo hacemos, caemos en pecado mortal. Esta contradicción sólo puede
explicarse por la cobardía de una gran parte de los intelectuales ingleses cuyo
patriotismo, al parecer, está más orientado hacia la URSS que hacia la Gran
Bretaña.
Conozco muy bien las razones por las que
los intelectuales de nuestro país demuestran su pusilanimidad y su
deshonestidad; conozco por experiencia los argumentos con los que pretenden
justificarse a sí mismos. Pero, por eso mismo, sería mejor que cesaran en sus
desatinos intentando defender la libertad contra el fascismo. Si la libertad significa algo, es el
derecho de decirles a los demás lo que no quieren oír. La gente sigue
vagamente adscrita a esta doctrina y actúa según ella le dicta. En la
actualidad, en nuestro país —y no ha sido así en otros, como en la republicana
Francia o en los Estados Unidos de hoy— los liberales le tienen miedo a la
libertad y los intelectuales no vacilan en mancillar la inteligencia: es para
llamar la atención sobre estos hechos por lo que he escrito este prólogo.”
***
Sobre las vicisitudes de redacción e inclusión del Prólogo de George Orwell en la novela Rebelión en la granja, puede consultarse el estudio «Cómo fue escrito el prólogo», por Bernard Crick, en la edición que se indica abajo, disponible para la descarga en PDF.
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