miércoles, 29 de septiembre de 2010

ENTRE PILLOS ANDA EL PAÍS (HUELGA DECIRLO)


Sin pretender practicar la profecía ni inclinarme por la crítica costumbrista, barrunto que España va por la senda de convertirse en un país donde la pillería sumará cada día más adeptos. En un horizonte nacional de ruina, empezando por la propia Nación, y con las fuerzas vivaces y vivarachas de la cosa haciendo balance de resultados —y caja—, no es raro que se extiendan las consignas de «sálvese quien pueda» y «tonto el último». El esquema de valores de la población, sencillamente, está adaptándose a las circunstancias. A río revuelto cada uno intenta pescar lo que puede, y la supervivencia llega a erigirse en la máxima superior de acción. Lo que señalo, debo aclarar, apunta tanto a las altas instancias del Estado como a los estamentos más humildes de la sociedad. En esto sí funcionamos como un solo país, y en el país de los ciegos, el tuerto es rey.
Lo escuché hace días por la radio. Una ciudadana española, testigo de los efectos devastadores del reciente terremoto en  Chile, denunciaba la presencia de la policía vigilando los comercios para evitar el pillaje, con el argumento de que los guardias eran más útiles en las labores de localización y rescate de víctimas, y que, después de todo, algo tenían que comer los pobres… Se empieza por justificar el robo y el saqueo, por relativizar la inviolabilidad de la propiedad privada, y acaba uno proclamando, como en la ópera Wozzeck de Alban Berg, que los pobres no tienen moral.
La gente tiende a reproducir las conductas que observa. En particular, si provienen de personas influyentes y poderosas. Y al Gobierno, a los políticos y a las autoridades públicas se les ve mucho, alardeando, por lo general, de comportamientos poco ejemplarizantes. Sobre todo, en estos últimos años. Crisis y depresión económica, deriva y corrupción política, junto al descrédito y desconfianza en las instituciones judiciales, forman una combinación explosiva que necesariamente afecta a la integridad de las costumbres.
No se trata sólo de que la «economía sumergida» esté incorporada de  facto al sistema de producción o que el 10 % de paro sea asumido como un suelo fosilizado —¡y aun esperanzador!— en la estadística del empleo, por apuntar sólo dos «indicadores» de la situación realmente existente. Lo más grave del caso es que en España crece alarmantemente la desconfianza, la desmoralización y hasta la intemperancia general. Muchos jóvenes se conforman con un horizonte mileurista «haciendo lo que sea» y la mayoría vendería su alma al diablo por llegar a ser funcionario, teniendo así la vida resuelta.
No puede sorprender que, a la vista de la situación reinante, progrese adecuadamente la creencia de que la honestidad, la eficiencia o el ánimo emprendedor son lujos que uno, hoy por hoy, no puede permitirse. Y así, entre pillos y pillajes, un país no puede andar.

La presente columna, firmada por mí bajo el título «Entre pillos anda el juego», se publicó en el diario Factual.es, hoy desaparecido de la Red, el 5 de marzo de 2010

viernes, 24 de septiembre de 2010

NO RELACIONARSE NUNCA CON NECIOS


«No relacionarse nunca con necios. Quien no los reconoce lo es [necio], especialmente si, una vez conocidos, no los rechaza. Para un trato superficial son peligrosos y para las confidencias, dañinos. Siempre cometen la necedad o la dicen, aunque su recelo y el cuidado de los demás los contengan un tiempo; si tardan es para que la necedad sea mayor. Quien no tiene reputación no puede mejorar la ajena. La necedad lleva aparejada la suma infelicidad. Ambas son contagiosas. Tienen una solo cosa menos mala: aunque los prudentes no les sirven a ellos de nada, ellos son muy útiles a los sabios como aviso y escarmiento.» (Baltasar Gracián, Oráculo manual y arte de prudencia).

El refranero popular, la sabiduría de la vida vivida, reproducida de generación en generación, transmitida de padres a hijos, de mayores a jóvenes, así como la  filosofía contenida y práctica, suelen coincidir en el precepto: evita las malas compañías, y puesto que cambiar a las personas necias es tarea imposible, al menos aléjate de ellas.
Actitud juiciosa es, en efecto, guardarse de la carga material y espiritual que siempre comporta la presencia del tipo pesado, del terco, del insensato, del zopenco, del majadero, del mastuerzo. Proceder justo y equilibrado es librarse de la malasombra que siempre proyecta el cretino, sin olvidarse del pernicioso efecto que inevitablemente produce en el entendimiento y la voluntad del hombre prudente y discreto.
Porque cambiar, lo que se dice cambiar, a los necios, es sueño de una noche en vela, una cavilación retorcida y loca. Insensata ilusión, en verdad. Cuando no villana, por lo que contiene de mala idea.
¿Y enseñar al necio? Dícese del necio que es sujeto que no aprende. Más que nada porque no quiere aprender.

martes, 21 de septiembre de 2010

"CAPE COD" de HENRY DAVID THOREAU



El nombre del escritor, pensador, naturalista y gran caminante norteamericano Henry David Thoreau (1817-1862) es comúnmente asociado a Nueva Inglaterra, y, en particular, a la ciudad de Concord, condado de Middlesex, Estado de Massachussets. En la pequeña villa de Concord está ambientada la famosa novela Mujercitas (Little Women), escrita por Louisa May Alcott en 1868, hecho éste que ha dado a la población gran celebridad, siendo todavía hoy muy visitada por los turistas y el gran público. No resulta, sin embargo, tan popular el dato de que en esta recoleta localidad cercana a Boston, y en este mismo periodo, residieron magníficos intelectuales y admirables personalidades a partir de los cuales fraguó el núcleo de lo que ha llegado a denominarse el Renacimiento Americano.

Además de la saga de los Alcott, celebridades de la talla del filósofo y ensayista Ralph Waldo Emerson, el poeta Walt Whitman, el narrador Nathaniel Hawthorne, la periodista y activista por los derechos de la mujer Margaret Fuller, el abolicionista y aguerrido John Brown…, todos ellos dieron brillo y color a Concord, aunque no todos nacieron allí. Sí era natural de Concord otro de sus más afamados residentes: Henry Thoreau. Nacido en 1817, Thoreau cursa estudios en la Universidad de Harvard, lo cual supone sólo el primer escalón de la sólida formación humanista e intelectual de la que se beneficia, y que le conduce, en primera instancia, a ejercer de profesor en distintos centros de enseñanza de Nueva Inglaterra, para dedicarse posteriormente a la práctica de oficios menos rutinarios y sedentarios, y más de acuerdo con su naturaleza errabunda y, ciertamente, inclinada a lo silvestre. 

 Liberado de la disciplina del aula, fija su residencia en una cabaña de Concord (que no quiere decir que se asiente en ella), cercana al lago Walden Pond. Desde allí, al tiempo que sigue leyendo a los clásicos y a sus contemporáneos, da los primeros pasos de una singular existencia errante, sin alejarse nunca de su poblado natal: tal era el poder de atracción que aquél terruño ejerce en su cuerpo y su mente. Posteriormente, pasa una temporada en la casa de Emerson, para acabar retirándose en la de su familia.

Trabaja en la fábrica de lapiceros de grafito propiedad de su padre, ejerce muchos otros oficios, algunos de los cuales —topógrafo y agrimensor— le resultan muy útiles para la verdadera pasión que anida en su alma, o mejor, en sus pies: el oficio de cronista experto en marchas y caminos. Thoreau es, en efecto, autor de muy celebrados ensayos de naturaleza política y filosófica, como Thomas Carlyle y su obra (1847) y, sobre todo, Desobediencia civil, escrito en 1849 (prefirió ir a la cárcel, aunque sólo fuese una noche, a tener que pagar impuestos). Pero, por encima de todo, Thoreau es un apasionado de la naturaleza, de los paisajes de su distrito natal, sus dintornos y algunos contornos.

Thoreau ama caminar, estar en movimiento, vadear ríos, coronar colinas, hablar con los lugareños que encuentra al paso, preguntarles por sus profesiones, costumbres y cuitas. Pero no le gusta salir de viaje. Para dar cuenta de sus excursiones y vagabundeos (verdadero espíritu, este último, del auténtico caminante), escribe una larga serie de relatos y crónicas de paseos, que pueden considerarse, al mismo tiempo, brillantes ensayos de geografía física y humana, de historia social y antropología cultural. Walden (1854) es acaso el libro más conocido de esta serie, junto a Una Semana en los Ríos Concord y Merrimac (1849), Caminar (1861) y Cape Cod (1865), texto que ahora paso a comentar.



Cape Cod fue de los primeros lugares colonizados por europeos en Norteamérica, además de Barnstable (1639), Sandwich (1637) y Yarmouth (1639). Descubierta en 1602, constituye el primer intento de los ingleses recién llegados al nuevo continente de fundar allí un asentamiento más o menos estable, desde el que avanzar en la colonización del país. Así pues, tocamos aquí una tierra que registra la huella del origen de la nación norteamericana. Una tierra, por lo demás, física y geográficamente muy inestable y poco firme. El Cape, como suele conocerse uno de los «cabos» por excelencia de EEUU, es un depósito glaciar en forma de hoz que experimenta cambios naturales constantes. Aquí más que tierra firme hay que hablar de «tierras movedizas», de suelo de arena, de lagunas, playas y aguas oceánicas por todos los costados. Más que tierra, desierto, Cape Cod es territorio de arenales con pocas rocas y piedras, en medio de agua de mar y bajo una pertinaz lluvia. Un territorio, en fin, que existe, a pesar de todo, empapado de su propia naturaleza con voluntad de permanencia.

Cape Cod recoge distintas estancias de Thoreau en este enclave extraordinario, aunque el detalle de sus notas remite a una visita en particular realizada en octubre de 1849, coincidiendo con el verano indio, la mejor época del año para recorrerlo a pie, como tiene que ser. Caminante, por lo general, solitario, en esta ocasión está acompañado por su amigo Ellery Channing, con cuya hermana se ocupó, tras la muerte del autor, de la edición del manuscrito. Así relata Thoreau el propósito del texto en sus primeras líneas:

«Con el deseo de obtener un panorama mejor del que ya había tenido del océano, que —dicen— cubre más de dos tercios del globo, pero del cual quien viva a algunas millas tierra adentro puede que nunca tenga más indicios que sobre otro mundo, realicé una visita a Cape Cod en octubre de 1849, otra en junio siguiente, y otra más a Truro en julio de 1855; la primera y la última con un acompañante, la segunda, solo. En total, he pasado unas tres semanas en el Cape; dos veces caminando por el lado del Atlántico desde Eastham hasta Provincetown, y otra por el lado de la Bahía, exceptuando cuatro o cinco millas, y en mi andadura he atravesado la península media docena de veces; pero habiendo arribado tan fresco al mar, me he salado apenas.» (pág. 11).

Con la caminata a cuestas, Thoreau pinta un retrato narrativo rico en marinas y playas, islas y penínsulas, amplias bahías y breves llanuras, un relato de naufragios y de pescadores, de hombre curtidos por el aire marino y el trabajo duro. Los personajes del Cape aquí descritos viven del mar y para el mar. De sus aguas profundas recogen el fruto del trabajo, e incluso en las orillas hacen acopio de los restos que vomita el océano tras hacer la digestión de los barcos que ha devorado: pecios, maderos, ropas, objetos y aun cuerpos humanos que la mar devuelve al lugar de donde un día partieron.



Para proteger la navegación de los hombres de la mar, vigilan la costa los faros del Cape. Uno destaca especialmente, cerca de Truro:
«Temprano llegamos al Highland Light, faro cuya blanca torre habíamos visto elevándose delante de nosotros sobre la playa durante el último par de millas.» (pág. 122).

Escenario de fábula, las rompientes laderas del faro principal de Cape Cod fue denominada «Land’s End Light» en la romántica y evocadora película de William Dieterle, Retrato de Jennie (1948), historia, en verdad, fantástica, poblada de fantasmas, sobre amores eternos e inmortalidad.

Cape Cod, conocido en el pasado como Cabo del Bacalao (Codfish) y Cabo de Massachussets; para sus habitantes y visitantes, sencillamente el Cape: «Aquí está el manantial de manantiales, la cascada de las cascadas. Una tormenta en otoño o invierno es el momento de visitarlo; un faro o la choza de un pescador, el verdadero hotel. Un hombre puede estar allí de pie y tener toda América detrás de él.» (pág. 226).

Libro de infatigables caminatas y serenas contemplaciones, de sensaciones no exentas de apacibles reflexiones, diríase que desprende olor a salitre, bacalao seco y arándanos y que suena a rumor de olas desparramándose en las amplias playas de Cape Cod.


CAPE COD, Henry David Thoreau
Introducción de Clifton Johnson de 1908
Traducción de Héctor Silva
Ediciones Baile del Sol, Tenerife, 2009

viernes, 17 de septiembre de 2010

SI QUIERES HACERTE RICO


«Si quieres hacerte rico —como dice [Poor Richard] en otro almanaque— presta la misma atención al ahorro que a la ganancia. Las Indias no han hecho rica a España porque sus gastos han superado sus ingresos. Elimina tus costosas locuras, y no tendrás motivos para quejarte de lo mal que andan los tiempos, de los gravosos impuestos y de las cargas familiares».
En 1758, Benjamin Franklin recopila en un breve texto algunos pasajes y proverbios de su célebre Poor Richard’s Almanack (Almanaque del pobre Ricardo) al que da el título de «The Way of Wealth», volumen del que extraigo el párrafo anterior.  En este genuino manual de prudencia y de supervivencia espiritual y material, halla el lector sencillos y saludables consejos con los que poder salir adelante en la vida; en particular, si ese lector ha decidido fijar su residencia en el Nuevo Mundo. Tanto ayer como hoy.
Ocurre que residiendo en América, uno, sencillamente — ¿por qué no? —, puede hacerse rico, si se lo propone en serio. No dice Franklin que el camino a la riqueza resulte tarea fácil. Señala que se trata de un empeño del que no cabe renunciar de antemano; tampoco excusarse por pretenderlo ni avergonzarse por conseguirlo. Los pioneros y los sucesivos colonizadores de EEUU, hasta el presente, anhelan prosperar y hacer fortuna en el Big Country. Al Nuevo Mundo se va para iniciar una nueva vida, no para perseverar en el modo de existencia dejado atrás.
En la tierra de las oportunidades, buscan los peregrinos de antaño y hogaño desprenderse de complejos y prejuicios, del poder autoritario, burocrático y vertical, característicos de los antiguos regímenes. La riqueza y la posición social, según la democracia en América, no brotan necesariamente del árbol genealógico ni de las prebendas logradas a la sombra del Estado. Surgen del trabajo, el talento y el esfuerzo personal, en un marco de seguridad jurídica.
Estas ideas proclama Richard Sanders, heterónimo empleado por Franklin para dirigirse a la gente común y, más en particular, a los inmigrantes llegados a Pensilvania, a Nueva Inglaterra, para fijar allí la residencia, o continuar la ruta hacia el Oeste. Las recomendaciones de Richard/Benjamin están inspiradas en el espíritu austero y emprendedor, propios del colono, jamás del ya situado. Como lo cortés no quita lo valiente, sólo bajo un ánimo afanoso, a la vez que templado, puede cimentarse una sociedad en la que hacerse rico no suponga un motivo de vergüenza moral, de persecución fiscal o de escándalo social, sino todo lo contrario: un modelo a seguir y hasta de intentar emular.
Dice Sanders/Franklin en 1758: «Las Indias no han hecho rica a España porque sus gastos han superado sus ingresos». ¿De qué Indias habría que hablar en la España de 2010? En los últimos años, España ha cometido la costosa locura de elegir a unos gobernantes que, en lugar de permitir, y aun estimular, la libertad y la prosperidad de los ciudadanos, tienen el país en un puño. De cuya apretura urge liberarse antes que sea demasiado tarde.
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Reproduzco aquí el primer post del blog residente «DE-LIBERACIONES» que me propuso llevar adelante el diario digital Factual. Trayecto breve el de este blog, de sólo dos entradas de vida, pues la publicación, también de efímera existencia, cerró poco después, en la primavera de 2010.

sábado, 11 de septiembre de 2010

LA CRISIS ESTALLÓ EL 11-S



1

Una mañana clara de final de verano, 2001, el cielo de Nueva York quedó seccionado
por unos aceros flamígeros, unas espadas de fuego que decapitaron las cumbres de cristal, dejando la borrasca en el asfalto y en el alma.

Tras el tajo criminal, una nube de polvo y ceniza dejó oscurecida la línea del horizonte, huérfana la línea del cielo, envolviéndola hasta casi borrarla del paisaje.

Cuando se disipó la niebla, un nimbo infinito seguía coronando la ciudad víctima de la fechoría.

La ciudad, herida, continuaba viva, pero el mundo había cambiado la faz y probablemente su destino.

Había entrado en un tiempo de vesania.

Dies irae, dies ille...

2

Nadie en el mundo civilizado podía esperar ni prever el ataque sufrido en la mañana del 11 de septiembre sobre Estados Unidos, la ofensiva terrorista que ha alterado bruscamente nuestras vidas, irremediablemente abocadas a un futuro de siniestra incertidumbre. ¿Cómo pudo pasar?

viernes, 3 de septiembre de 2010

ALIANZA DE TOTALITARISMOS

«El post-socialismo, deprimido y noqueado tras la caída del Muro de Berlín en 1989, y el islamismo reconquistador, revitalizado en gran medida tras la ascensión del ayatolá Jomeini en Irán, han acabado con el tiempo por encontrarse y formar pareja de hecho. Ciertamente, la política, el odio y el resentimiento hacen muy extraños compañeros de trama… El movimiento internacional socialista y comunista, republicano hasta la muerte (nunca de la propia: no les va lo kamikaze), ya celebró el declive de la monarquía del Shah de Persia de forma alborozada, viendo allí una oportunidad feliz y viable de golpear con dureza a sus principales enemigos: América e Israel. Los países islámicos habían aprendido, por su cuenta, a sacar provecho de los pactos y alianzas con Moscú en su larga yihad contra Occidente. Esto supuso sólo un primer acto de este singular matrimonio de conveniencia.
En septiembre del año 2001, el socialismo realmente inexistente en la escena internacional del momento, no estaba en condiciones de contraatacar ni de recuperar las posiciones perdidas. Los programas revolucionarios estaban en franca retirada; sus líderes, humillados. Los comparsas y habituales compañeros del viaje que le hacían de corte buscaban nuevos horizontes más prósperos, menos contaminados y gastados, por lo común un puesto de funcionario y una plaza en propiedad. El horror y la miseria resultantes de la utopía socialista, impuesta durante tantas décadas en el Este de Europa, llegó a su fin por la acción resolutiva de las sociedades afectadas.
Las ayudas prestadas por mediación de la labor de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y el papa Karol Wojtila fueron nada más (¡y nada menos!) que eso, ayuda y cooperación del mundo civilizado en favor de la liberación y democratización de los condenados a la condición de parias de la Tierra. Ganando la libertad la Guerra Fría, se cerraba en positivo lo que la Conferencia de Yalta dejó solucionado sólo a medias: para bastantes naciones, el fin del fascismo y del nazismo, significó poco más que la sustitución de un tipo de totalitarismo por otro.
Pero, el islamismo de la media luna creciente y sedicente, sí estaba en 2001 bien preparado y dispuesto para el ataque. El «progresismo» no tardó mucho en comprender las inmensas posibilidades de resurrección (aunque no de regeneración) que se le abría al ver arder y derrumbarse las Torres Gemelas de Nueva York y al quedar arañado el Pentágono en Washington. El socialismo reconstituido (aunque no reformado), la izquierda vencida por las sociedades libres varios años atrás, no aceptó el «fin de la historia» ni se resignó a su severo dictamen. Presentándose con denominación ocultadora del origen, el autodenominado «progresismo» entiende que por la brecha practicada por el islamismo en el corazón del Imperio era fácil introducirse para hurgar en la herida y planificar el resurgimiento.
Mientras tanto, los cuarteles de invierno y los restos del socialismo ya no estaban domiciliados en las Casas del Pueblo ni en los sindicatos de clase. Resistían activos principalmente en despachos, universidades y medios de comunicación, donde, por lo visto, nadie limpia el polvo ni recoge la basura. En condiciones tan poco higiénicas, se cocinaban nuevos manifiestos post-socialistas y se recalentaban viejas doctrinas con los que mantener viva la vieja esperanza desbaratada, la utopía. En el momento propicio, nutrirían de contenidos vitamínicos los programas electorales de los partidos de la izquierda desempolvada, todavía oliendo a antipolilla de armario, a alcanfor de vitrinas de museos, a tiza de aulas de colegio de letras, a alcohol de facultad de ciencias.
En barbecho, entre manuscritos, tubos, matraces, agitadores y demás materiales de ensayo y laboratorio, se ensaya, se experimenta y se hacen prácticas de multiculturalismo y relativismo cultural (cultural studies); posmodernismo y emancipación de minorías sexuales, étnicas y raciales; ecologismo y vegetarianismo; comunitarismo y republicanismo; terrorismo y movimientos de liberación nacional; guerrilla e indigenismo; antiimperialismo y anticolonialismo; dominación de las multinacionales y comercio justo; renta básica y redistribución de la riqueza; antiglobalización y anticapitalismo.
La democracia liberal, el American way of life, el sionismo e Israel, la libre empresa y el libre comercio, el neoliberalismo y el pensamiento burgués, el bienestar y el crecimiento económico, sencillamente han sido suspendidos y apartados de los programas progresistas, hasta el punto de no encontrar apenas sitio, foro o tribuna en estos cuarteles generales del incipiente pensamiento único.
La alianza, si no de civilizaciones, sí de «culturas», «sensibilidades» y «programas», estaba en marcha, y muchos no sólo no se daban cuenta del trance, sino que además subvencionaban tontamente semejante precipitado de extremos y extremismos. Nada más extraño que, de manera tácita o explícita, el «progresismo islamista» (o «islamismo progresista») saliese a la superficie para dar el golpe. Cuando algunos se han dado cuenta, casi, casi, ya es demasiado tarde.»
Fernando Rodríguez Genovés, «Al final, por una utopia», recensión del libro de Rosa María Rodríguez Magda, Inexistente Al-Andalus. De cómo los intelectuales reinventan el Islam, Nobel, Oviedo, 2008, Cuadernos de Pensamiento Político, Fundación FAES, Madrid, nº 19, Julio/Septiembre 2008, pp.250-252.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

BERLIN SOBRE BERLIN

1
Verano de 1997. Me dispongo a desplazarme por vez primera a Berlín, destino presente en mi agenda de viajes desde hace años, pero permanentemente postergado en la lista de itinerarios prioritarios. Desde los estudios universitarios, y a través de mil lecturas, «Berlín» y «Alemania» han representado dos categorías de fuste, casi comparables a las que ostentan en mi olimpo filosófico particular Atenas y Grecia, sin olvidar Roma e Italia, ni Nueva York y EEUU. Lo alemán ha atraído siempre mi interés en el plano intelectual, artístico y literario, pero, por lo visto, no lo suficiente como para haberme animado a verlo de cerca. Francamente, el alemán no lo hablo ni entiendo. Yo me lo pierdo, lo sé. Tenía, pues, que hacer algo al respecto, a fin de que dicha carencia confesa no adoptase la forma de un resabio prejuicioso ni una emoción paralizante.
Los tiempos, dicen y cantan, cambiando están. Y hacia Berlín me encamino, para así no encamarme demasiado en los sofocantes, y forzosamente sesteros, estíos en los reales sitios sureños de la Europa mediterránea en que resido habitualmente. Busco respirar aires septentrionales y, de paso, ser participe de la transformación que la ciudad alemana lleva a cabo en la actualidad.
Los alemanes ya han derribado el Muro, aunque aún queda algo en pie del pasado. Será por el peso del pasado. Yo tenía ahora, por mi parte, que romper también el hielo y volar hacia Berlín, por fin. Como nunca es tarde para celebrar efemérides de esta naturaleza, vamos allá.

2
Con gran presencia y relevancia en la Historia, Berlín y Alemania se asocian en mi mente, respectivamente, como corazón y epidermis, alma y cuerpo, espíritu y tierra, de una nación con tendencia a desbordarse con facilidad, igual que un río agitado por aguas impetuosas. Los pueblos germánicos, comúnmente, han mostrado una cierta inclinación a la demasía y el descomedimiento, a la opción extrema y rotunda: por arriba y por abajo, por el este y el oeste.
Arriba o abajo. O están arriba y por encima de todos (Deustchland über alles), fundando imperios y reinos (Reich), en marcha triunfal, luciendo en la testa cascos coronados por picachos y penachos que apuntan al cielo. O, por el contrario, están hundidos y derrotados, deprimidos, en retroceso, declinando la cerviz, esperando una posterior reparación, una nueva oportunidad.
Este u oeste. Gira el alemán la cabeza hacia el este, justamente hacia donde dirige la diosa Victoria la cuadriga desde la cima de la Puerta de Brandenburgo, con la prevención que siempre presagia la estepa rusa, allá a lo lejos, pasando por Polonia. O bien voltea el germano la mano y señala con el dedo el oeste, hacia donde extiende su brazo la Dorada Else, en la cresta de la columna de la (otra; y van dos) Victoria (Siegessäule), con una corona de laurel en la mano, presta a ser ofrecida a los vecinos, mientras con la otra sostiene la pica aureolada junto a la inefable cruz de hierro —¡qué fe tan maciza la alemana!—, con Francia y Gran Bretaña en el punto de mira.
Allá donde mire, Berlín se descubre unas veces entera y otras, cuarteada. Ayer, capital de un Imperio y hoy [verano 1997], futura capital de la moderna y reunificada Alemania en el seno de la Unión Europea. Berlín, uno o fragmentado, arrastra a lo largo de la Historia un destino de dualidad y de derramamiento. De tal carácter poderoso le viene su poder de atracción, pero también el drama de su existencia. Berlín no sólo ha sabido hacer durante siglos de tripas corazón, resistiendo y manteniendo la compostura tras ser sangrada tantas veces, perdiendo la honra cuando es derrotada, mas el honor, nunca. De voraz apetito, el alemán que lleva dentro el berlinés hace, asimismo, de tripas hamburguesas, albóndigas y salchichas, para comerte mejor.
Transformando con facilidad la desgracia en burla, el horror en sátira y el infortunio en divertimento, la salobridad de las lágrimas que vierte el alemán se diluyen pronto entre el mar de espuma amarga de la cerveza. Sea como fuere, Berlín no pierde jamás el humor, bronco y bruto como es el suyo, de aristas duras, provocadoras de carcajadas estrepitosas. Y es que, tras centurias viviendo los germánicos bajo un régimen alimenticio tan formidable, no debe uno esperarse en este pueblo demasiado refinamiento en las costumbres. Quede la politesse para el francés, la ópera bufa para el italiano, el esnobismo para el inglés, y déjese el natural, expansivo y orgánico ademán para el alemán.
3

Verano de 1997. Berlín se prepara para recuperar la capitalidad de Alemania, prevista para el cambio de milenio. Que se prepare, pues. A mí me espera una ciudad en frenética reconstrucción (de nuevo), con obras por doquier, grúas amenazando las cabezas y zanjas invitando al traspié: una ciudad, en consecuencia, poco turística, a la sazón. ¿Por qué emprender, entonces, el viaje justamente en este momento? Pues justamente por eso mismo. Con menos turistas por las calles (al menos, con eso contaba), deseaba enfrentarme con lo que queda del «viejo» Berlín, según la imaginaria memoria de la ciudad construida por mí, antes de ser remozado —confío en que no remodelado— con vistas a los fastos oficiales que lo elevarán (otra vez) a la cabeza política del Estado alemán.
De Berlín me interesan más sus huellas y cicatrices que su maquillaje y galas. Mis andanzas de aficionado vagamundo están tan llenas de fantasías como las de cualquier otro viajero, aun con más horas de vuelo, camino y posada que yo. De mi persona podría decirse, ciertamente que con mucho menos mérito, lo que Cervantes aplicó a Don Quijote en el instante previo de partir, enfilando la senda con lanza en astillero y adarga antigua, dejando el hogar tras de sí: «Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles.»
De esta guisa bullía mi mente inflamada por los libros, también por el cine, todavía desierta de imágenes berlinesas en directo, de primera mano. Sabía, asimismo, que un Berlín a primera vista, es decir, de estancia fugaz, tampoco puede conformar la sensación completa del Berlín «real». Toda ciudad que visitamos es, sin remisión, una ciudad imaginada, tanto a la ida como a la vuelta del viaje. Entonces, ¿no nos enseñan nada las ciudades que recorremos? Claro que sí, pero sólo aquello que ellas han querido enseñarnos o que nosotros hemos sido capaces de captar con nuestros sentidos y nuestro entendimiento. Entre lo nunca visto y lo que hay que ver para creer existe el territorio de la experiencia viajera, un mundo de percepciones e ideas que, probablemente, no coincidan con la realidad total, pero que nos pertenecen tanto o más como el resto de nuestras vivencias cotidianas personales.

4
Berlín, capital del Imperio y del Reich, cuna de museos, universidades y bibliotecas admirables, urbe con paseos y avenidas ideales que hacen las delicias del flâneur, villa de la vida golfa y el cabaret, ciudad del Muro y la división, de rasgos orientales y alma occidental, con un cuerpo social cuya mano derecha no siempre sabe lo que hace la mano izquierda. ¿Cómo será Berlín el año 2000, cuando vuelva a ser capital de Alemania, habida cuenta de que en Berlín la excentricidad le ha reportado más virtud que demérito, y en cuyos momentos políticos en quiebra, más que en los de esplendor y pujanza, ha acontecido en su seno un florecimiento de la cultura y las artes? ¿Cómo le sentará a Berlín en un futuro próximo ser nuevamente el foco y el eje de Alemania, el corazón de Europa? Tengo para mí que el poder y la gloria no le han sentado muy bien a Berlín. Veamos, entonces, los restos de esta ciudad memorable antes de que llegue a ser otra capital más, de nuevo, otra vez.
El genio y la sabiduría en Berlín han brillado, como nunca, en momentos de ruina y mudanza. En las primeras décadas del siglo XIX, bajo los efectos de la derrota de Prusia a manos de Napoleón, Berlín experimenta uno de los periodos de mayor pujanza cultural de su historia. Wilhelm von Humboldt funda la Universidad berlinesa en 1810, y en 1830 se erige el Altes Museum. Mientras tanto, el gran arquitecto Schinkel define el carácter arquitectónico, urbanístico y escultural de la urbe, a la que le imprime con sumo talento la traza neoclásica y monumental que la hará célebre.
Transcurrida la Gran Guerra, ya en el siglo XX, no ganada por Alemania, les faltó tiempo a pintores, escritores y artistas de todo el mundo para buscar refugio e inspiración en Berlín, sea a la sombra de los edificios derruidos del centro de la villa o en medio de los húmedos patios de las casas en las barriadas de Kreuzberg y NeuKölln. La excitación que provoca la vida bohemia y la escasez, socavadas todavía más por la rampante inflación de los precios durante los «locos años veinte», alimentó la imaginación de aquellos creadores en busca de lo bello y lo sublime.
El resultado fue, sin duda, una producción artística de primer nivel, que registró con fidelidad tortuosa aquella época enloquecida, aquel agregado explosivo de industrialización y proletarización creciente, enriquecimiento rápido, estabilización política lenta, depauperación imparable, crisis política e inestabilidad monetaria. Eros y Thanatos convergían en un escenario muy agitado en el que ya habían tomado posiciones el espíritu de lo faústico y el aliento de lo mefistofélico.
Las vanguardias artísticas y las formas estéticas del expresionismo cinematográfico reflejaron con precisión el universo de luces y sombras reinante. Los claroscuros y la pesadilla brumosa de El gabinete del doctor Caligari, dirigida por Robert Wiene en 1919, la sinfonía de grises y horrores del Nosferatu de F.W. Murnau de 1922 y el sórdido futurismo de la Metrópolis de Fritz Lang, estrenada el año 1926, son perfectos ejemplos cinematográficos de este movimiento artístico y del tiempo que lo acogió. Mientras los artistas imaginaban, las fuerzas pardas comenzaban a tramar sus delirios tendentes a convertir la fecundidad y la magnificencia en miseria, destrucción y barbarie.

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Berlín sobrevivía entonces bajo un clima brumoso. Si el aire de las calles estaba ya suficientemente cargado, los berlineses y visitantes buscaban en los sótanos de los inmuebles de la ciudad un espacio todavía más irrespirable, rebosante de humo de cigarrillos, de vapores de alcohol, de irrealidad y farsa, de espectáculo y risa fácil. En el año 1919, Berlín contaba con cincuenta teatros, tres óperas, trescientos sesenta y tres salas de cine, quinientos cincuenta cafés, alrededor de trescientos bares y cerca de un centenar de cabarets. La pasión berlinesa por el disfraz, la máscara, el transformismo, la mojiganga y la francachela carnavalesca, necesitaban mucho espacio para mostrarse, para hacerse ver.
Josef von Sternberg rueda en 1929 El ángel azul con Marlene Dietrich. En el film no sólo reproduce el ambiente y el estado de ánimo de aquellos años temblorosos, sino que crea, al mismo tiempo, un mito iconográfico. El cabaret cumplía así el papel de síntoma de una decadencia y expresión de un miedo escénico profundo que iban oprimiendo el corazón del berlinés. El actor Joel Grey caricaturizó con sumo acierto ese rostro de rabioso colorete en las mejillas y mueca de la risa sardónica en los labios que quedaba reflejado en los espejos deformadores —reflejo, a su vez, de la sociedad de la época—y que sirvieron de prólogo del film Cabaret (1972. Bob Fosse), otro notable icono del género musical.
En este mes de julio, Berlín vibra un año más con la Love Parade, una exhibición desenvuelta y desvergonzada de travestidos, locazas y simples amantes de la jarana. Daba gloria ver a los participantes de la marcha desfilar en carrozas con gran desparpajo y desenfreno. Todavía hoy, en Berlín no hay penas ni preocupaciones que no puedan disimularse con un embozo o un toque arrebolado en las mejillas. Y es que, ¿qué otra cosa sino un grandísimo maquillaje de la ciudad, una millonaria operación cosmética para actuar ante el mundo como capital de la Alemania reunificada, es lo que está escenificándose desde hace meses en Berlín? Los berlineses se disfrazan en las calles, y al Reichstag lo cubren con una gran sábana blanca ideada por el artista Christo, mientras avanza la remodelación del parlamento alemán, magnificando todavía más su contorno fantasmagórico.

Cuando París era una fiesta, muchos vividores y gentes con ganas de vivir se mudaron a la capital de Francia; por entonces, del mundo. Hoy, Berlín es otra fiesta: ¿por qué privarnos de ella ahora mismo, antes de que desembarquen en la ciudad miles de políticos y funcionarios, haciéndola más intrigante y más aburrida? ¿Por qué perder la ocasión para contemplar todavía en pie las ruinas de una ciudad abierta en canal, visibles todavía las tripas y las vísceras, antes de ser reconstituida? Al hacerme estas preguntas, guardaba en la retina las impresionantes fotografías que tomó Frank Capa en 1945 del Berlín derruido tras la segunda gran guerra. La terrible y sobrecogedora frescura de las instantáneas tomadas, la realidad berlinesa en carne viva, reventada, sólo pudo captarla en los precisos momentos posteriores al hundimiento, antes de que los cascotes fueran recogidos con celeridad y presteza, para comenzar una nueva etapa mirando al futuro. ¿Por qué no intentar, por mi cuenta, en este momento, recoger algunas impresiones de lo que queda hoy de Berlín?

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Berlín es una ciudad con una gran fuerza vital, rasgo que probablemente le viene del aire innovador y renovador que le proporciona su constante determinación a volver a empezar desde cero cuando es necesario, pasando con gran coraje de la gloria a la infamia, de la abundancia a la carestía, de estar en la vanguardia del mundo a depender para sobrevivir de la cartilla de racionamiento. En la metrópolis berlinesa de nuestros días, cerca del 27 por ciento de la población tiene menos de veinticinco años. Para una ciudad que celebró su 750 aniversario en 1987, para un país, como Alemania, de media de edad muy elevada, el dato resulta bastante revelador. Pero, miremos más hacia atrás.
Los orígenes de Berlín se remontan al año 1200, ya desde sus inicios comprobamos que el cuerpo y el alma de la ciudad han estado marcados por el signo de la dualidad. El mismo nombre, Berlín, procede presuntamente de raíces eslavas, de la palabra bar (que algunos han querido relacionar con el término alemán bär —que quiere decir «oso», el símbolo de la ciudad, aunque significa, en rigor, «bosque de pinos»—, y de la voz rolina, esto es, «tierra arable».
Ber-lín. Voz melódica, seductora, evocadora, aunque denote una apreciable ronquera. Lo mismo que se ha dicho del nombre de la actriz y cantante berlinesa Marlene Dietrich, podría aplicarse a la palabra «Berlín»: comienza con una caricia para terminar en un latigazo. He aquí, tal vez, el misterio de Berlín.
Según Franz Hessel en sus Paseos por Berlín, el significado del término sería «barrera»: «Y esta barrera o presa de agua —explica Hessel— unía, en los tiempos de los antiguos eslavos occidentales, la ribera derecha e izquierda del Spree». No sólo el nombre del burgo remite al sentido de dualidad. El cimiento tradicional, geográfico e histórico sobre el que se asienta convoca a su vez el número par. La ciudad de Berlín nació del primitivo encuentro de dos poblados —Berlín y Cölln—situados en los márgenes del río Spree, al incorporarse como una única municipio en la Hansa. En 1961, un ignominioso Muro volvió a dividir la ciudad en dos segmentos.
La vida de Berlín ha estado marcada por el signo de un pas â deux —o tal vez una folie à deux entre la noción de materialidad y la de idealidad. ¿Siendo de raíz tan material, de dónde le viene a Alemania esa tendencia a la espiritualidad, que incluso le lleva hasta la apoteosis de afirmarse en el idealismo absoluto? Probablemente, de la pesada digestión que el régimen alimenticio germánico impone a sus habitantes. Y es que no les falta razón a aquellos antropólogos que sostienen que en la evolución humana, más que otro rasgo diferencial, fue la cocina, en realidad, lo que hizo al hombre.

El humanismo renacentista, por ejemplo, nació de espíritus alojados en cuerpos ligeros y excelsos, como los de Erasmo de Rotterdam o Luis Vives. Frente a estos espíritus livianos y viajeros, por las mismas fechas, vibraba la corpulencia catequística de Martin Lutero, quien mascullaba rezos con el mismo fervor con el que masticaba embutidos de su Sajonia natal. Como bien señaló Stefan Zweig en el magnífico contraste que hace de ambos personajes en la biografía dedicada al sabio de Rotterdam, más allá de desavenencias teológicas, «sus diferencias eran orgánicas».
Gran parte de las diferencias de carácter entre los individuos proceden, en verdad, del régimen alimenticio que practican. Sabemos que las creencias religiosas de Erasmo no diferían en el fondo de las de Lutero. Sentían similar abominación por los excesos personales y teologales del papa de Roma y pareja esperanza de reforma en la Iglesia. Pero, el sentido de sus respectivas espiritualidades, tan orgánicamente diferentes, no era ajeno a las prácticas alimenticias y vitales de cada uno de ellos. Erasmo practicaba una dieta ligera muy conveniente para un cuerpo como el suyo, menudo y quebradizo, lo cual facilitó la consumación de una obra moderada y mesurada, plena de humanismo y templanza. Las «dietas» de Lutero tenían distinto signo. Comenzaban con un plato principal de pecho de buey y terminaban, inevitablemente, en broncas disputas de sobremesa. La ferviente religiosidad de Lutero, de pesada digestión, acababa siendo proclamada, pues, bien a golpe de puño sobre las mesas de las tabernas, bien en la Dieta de Worms, en la que el emperador Carlos V le dio un enérgico ultimátum, para que se sometiera y cesara en el belicoso enfrentamiento que mantenía con las autoridades terrenales. El ultimátum sonaba a extremaunción.
Sin embargo, el poderoso Lutero, quien todavía daría guerra, acabó imponiéndose en Alemania, y no tanto el débil Erasmo. Desde entonces, los destinos de la nación alemana se han decidido en las cervecerías tanto como en las cancillerías. Desde la Reforma protestante hasta la facinerosa asonada de Hitler del año 1923 que pretendía derribar la República de Weimar —el llamado «putsch» de la Cervecería de Munich—, la institución de la Männerbund germánica resulta decisiva en la historia del país. Bajo la llamada de la Männerbund, los alemanes se reúnen en fraternales veladas alrededor de una larga mesa con el fin de comer y, sobre todo, de beber. La congregación allí materializada, alimentada con albóndigas de hígado de cerdo, bañado por litros de cerveza y acompañada por cánticos que aúnan el ardor nacionalista con el de estómago y el etílico, acaba tan reconfortada que, en lugar de saciar el apetito, abandona el figón con ganas de comerse el mundo. ¡Qué distinto modelo de festín el representado por el simposium griego o banquete, o el ágape renacentista en la Florencia medicea, o la refinada soirée en un salón ilustrado de París!

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Las costumbres hoy en Berlín difieren en buena medida de este canon germánico tradicional, para acercarse a estilos más comedidos. Le ocurre lo mismo que a las demás ciudades cosmopolitas: su modelo de vida apunta más al orbe que a la nación particular a la que remiten. Nueva York es la menos americana de las ciudades de USA. Londres, la menos inglesa de Inglaterra (el gentleman británico fetén, de hecho, detesta la ciudad del Támesis). París, la menos gala de las villas francesas. Bruselas, lo mismo, ciudad donde el residente de la capital es belga, pero belga de donde venga: la mayoría, de fuera del país. Y así sucesivamente. La excepción tal vez la encontremos en Madrid, la más española de las ciudades de España. Pero esa es otra historia…
Berlín tampoco es excepción a la muestra expuesta. Berlín es, diría yo, ciudad más hermosa, libre y habitable como cosmópolis que como metrópolis.
En Berlín, el paisaje y el paisanaje difieren mucho del resto de Alemania. En la ciudad han tomado medidas, y los hábitos alimenticios hoy no declaran la guerra a las dietas mediterráneas, ni aun a las vegetarianas (será, ay, por la influencia y la sana fibra de los partidos políticos «verdes»). Esta circunstancia permite contabilizar en las calles y avenidas berlinesas más restaurantes de cocina francesa, italiana, hindú, turca y aun judía (pocos restaurantes chinos pude ver; en Berlín, la cina non è vicina) que de comida «típicamente alemana». Busque el visitante, al azar, en el menú de los cafés y restaurantes especialidades de salchichas con sauerkraut, y encontrará, más que eso, un amplio surtido de platos guarnecidos de verduras, de ensaladas frescas u queso. El resultado inmediato de tal tendencia culinaria salta a la vista. Basta contemplar a la estilizada y soberbia fräulein berlinesa, manteniendo el tipo sobre zapatos de aguja con ligereza de gacela para comprobar, por su talle y complexión, hasta qué punto están alejadas de las recetas de la gastronomía nacional. Basta verlas, pero ello no es suficiente.
Hábitos alimenticios, aunque también gusto por la tertulia y la conversación en cafés y en la misma vía pública, paseos por los bulevares de la ciudad, horarios comerciales de 24 horas, vida al aire libre y sano sentido del humor, confieren a Berlín un notorio carácter cosmopolita, que adquiere incluso un leve aire mediterráneo de lebeche, especialmente en estos días de caluroso y luminoso verano, donde los habitantes y visitantes abarrotan las terrazas de las cafeterías de Ku´damm, y se refocilan tumbados en el césped o refrescándose los pies en las fuentes del Tiergarten.
Me cuentan que uno de los rituales nocturnos de la juerga berlinesa consiste en completar la jornada, a la hora en que el resto de parroquianos comienzan una nueva, regalándose un típico desayuno berlinés a base de rollmpos (arenques enrollados), embutidos y ensalada de patatas, acompañado de una copita de champaña: todo un auténtico Sektfrühstüsck berlinés. Por lo visto, nobleza obliga, y aquí vuelve uno a las raíces (y a las andadas) a la menor oportunidad. Aquí y también allá, no nos vayamos a engañar.

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No hay un Berlín, sino varios. Al menos, dos. Un Berlín monumental y majestuoso, el Berlín de los mil museos y monumentos, de largas calles y anchas avenidas, el Berlín histórico y grandioso. Y otro Berlín recoleto e intimista, casi bohemio, cobijado en los patios traseros de las casas de Kreuzberg, al sur de la ciudad, o de Hackesche Höfe, al norte de MitteSavignyplatz (núcleo antiguo de Berlín), el Berlín de los cafés literarios y los pequeños restaurantes de , con mesas de mantel a cuadros y vela en el centro. 

Una tarde veraniega durante mi estancia en la ciudad, sentado ante una mesa del frondoso jardín de la cafetería Opernpalais en Unter den Linden sobre la que reposaba una espumosa y refrescante Berliner Weisse, meditaba yo en torno a esta dualidad y sobre otros desdoblamientos berlineses. Pensaba yo en la tradicional división de Berlín.
Tal vez influido por la maciza presencia de la Universidad von Humboldt que se alzaba frente a mí en la avenida berlinesa por excelencia, allí mismo, bajo los tilos, la idea de la bisección permanente de la ciudad no me parecía un casual tipismo sino una intuición que ocultaba alguna razón profunda, todavía inaccesible a mi entendimiento. Sentí, entonces, en el oído interno de mi memoria el eco lejano de una lección de filosofía de la historia impartida por Hegel, reverberando con fuerza en aquel entorno de sabiduría. Permanecí atento por ver de recoger al detalle el argumento del sabio de la dialéctica y, en su caso, de poder desentrañar aquel enigma urbano, demasiado urbano, sobre escisiones, dualidades y conciencias desgarradas por el peso de lo real.
Quizá fuese la palabra de Hegel la que consumaba la revelación, o quizá el efecto tonificante de la cerveza alemana sobre mi ánimo, el caso es que empecé a barruntar, con bastante claridad, que lo que más pesa sobre Berlín es su propio ser. Peso de la historia, aquí significa «Historia», y «pesada carga», carga del pasado, que en Berlín se concreta en un fulminante combinado de gloria y destrucción, construcción y reconstrucción, marca y demarcación, sueño y pesadilla. Berlín sobre Berlín
Mis ensoñaciones de paseante berlinés me llevan ahora a la espléndida y elegante Friedrichstrasse, hoy refugio dorado de lujosas tiendas, galerías comerciales y hoteles de cinco estrellas. Seguí en dirección al Gendarmenmarkt, extraordinaria plaza donde se alza el Konzerthaus, diseñado en 1821 por el omnipresente Schinkel, y custodiado al frente por el monumento a Schiller. A ambos lados de la plaza, enfrentadas y encaradas, pueden admirarse las dos catedrales gemelas, dos, la francesa y la alemana, la Französischer Dom y la Deustcher Dom, que aportan al lugar un aire de armonía y de belleza muy inspirador.
Tan sugerente era la escena que a la sombra del gran dramaturgo alemán, bajo una fina lluvia, y con los costados cubiertos por ambos edificios sagrados, sinteticé la idea, pudiendo ver confirmada ante mis ojos la tesis de esa unidad de contrarios que es Berlín. En medio de explanada tan majestuosa, entre Escila y Caribdis, percibo de pronto en aquellos dos templos hermanos, el francés y el alemán, el espectro de Caín y Abel condenados a contemplarse cara a cara, hasta que, sin poder soportarlo más, tienen que hacer frente a la situación en las trincheras. Alemania y Francia, a veces hacen las paces. Todavía recuerdo la entrañable imagen de Mitterand y Kohl cogidos de la mano, como amartelada pareja, fotografiados hace unos años frente al monumento conmemorativo de las víctimas de las guerras europeas. Este amor no es eterno.
El lastre de la Historia suele llevar al desastre. En el año 1648, la población de Berlín, diezmada por la Guerra de los Treinta Años (1616-1648), no superaba los seis mil habitantes. Fue entonces cuando Federico Guillermo promulga el Edicto de Potsdam, a resultas del cual los hugonotes franceses son invitados a instalarse en tierra germánica. En poco tiempo, casi veinte mil personas de esta procedencia repueblan Berlín y Brandenburgo, fundan colegios y Academias que muy pronto producen beneficio y provecho a la ciudad, tanto en crecimiento físico como intelectual (en esta misma línea favorecedora de la hospitalidad de Berlín, en 1671 se autorizó a los judíos el retorno a la ciudad de la que fueron expulsados en el año 1510). Sea como fuere, a finales de siglo XVII, uno de cada tres habitantes de la villa era francés. Asimismo, el siglo XVIII estuvo marcado en Alemania por la huella de la Ilustración francesa en la lengua, las costumbres, los modales, el pensamiento y las artes, fundamentalmente bajo los auspicios de su principal mentor, Federico II el Grande.
El siglo XIX inicia los pasos con unos hechos que invierten este proceso y conducen el futuro de Alemania hacia un destino muy distinto. En el año 1806, las tropas prusianas son derrotadas por el ejército de Napoleón en Jena, quien mantiene la ocupación militar durante años. De esta capitulación nacen nuevos sentimientos en pro de una satisfacción postrera que sepa a gloria y victoria. A mediados del siglo, el rey Guillermo I es elevado al rango de Káiser de toda Alemania y Bismarck, nombrado canciller. Este periodo se conoce como los «años fundacionales». Al mismo tiempo, Berlín adquiere el título de capital imperial. Los sentimientos nacionalistas comienzan a alborotarse en las cabezas germanas con unas consecuencias que todos conocemos. Vuelve a torcerse el fuste de la humanidad…, de la cual la Historia se ocupa con detalle. A ella remito al lector para mayor información, que yo vuelvo a mis andanzas berlinesas.
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La andanza en cuestión me lleva a retomar el hilo conductor de la crónica por ver de orientarme, de una vez por todas, en el laberinto mental que es esta ciudad. Así la entiende también Walter Benjamín, según leemos en su Crónica de Berlín, donde pondera los parentescos de su ciudad natal justamente con París. Mas dejemos el asunto ahí. Digo yo que Berlín manifiesta la dualidad como una marca registrada, como una caracterización que produce perplejidad. Será por su esencia misma o por las incidencias del transcurrir del tiempo, pero no deja de llamar la atención que, desde los orígenes hasta el presente inmediato, la realidad berlinesa tiende a la duplicidad.
Citaré unos pocos ejemplos más de esta circunstancia extraordinaria. Tiene Berlín una Ópera Alemana (Deustsche Oper Berlin) y además la Ópera Estatal Alemana (Deustche Staatsoper) —amén de la Komische Oper más informal e innovadora—. Hay un jardín zoológico (Zoologischer Garten), más un parque zoológico (Tiergarten), aunque éste último es en realidad un gran bosque y lugar de esparcimiento desde hace décadas y no superficie para caza de fieras como antaño. Mantiene en forma dos Orquestas Sinfónicas (la Philharmonie y la Kammermusiksaal der Philarmonie), dos planetarios, dos observatorios espaciales, dos edificios de ayuntamiento —el Ayuntamiento Rojo (Rotes Rathaus, actual consistorio) y el Schöneberg Rathaus—. Está el Antiguo Museo (Altes Museum) y la Antigua Galería Nacional (Alte Nationalgalerie); una «colección» de esculturas y una «galería» de esculturas. Cuento un museo de la ciudad (Berlin-Museum) y otro museo de la «historia local» (Heitmatsmuseum Mitte). Visito dos Bibliotecas Nacionales (Staatsbibliothek), una de ellas ubicada en Unter den Linden y otra en Postdamerstrasse. En fin, en Berlín, hasta los cafés se duplican, para confusión de visitantes y de taxistas, a quienes uno debe dar mil explicaciones tras darle la dirección a seguir, como ocurre con el/los café/cafés Möhring, Dressler o Einstein, en versión este y en versión oeste. Cuando los folletos turísticos afirman que Berlín es una metrópolis que ofrece mucha variedad, aseguro que, en este punto, no mienten en absoluto.
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En Berlín todo es posible. Es un espacio, un círculo, con dos centros distintos separados entre sí por varios kilómetros. No confundir con el distrito Centro, que es el gran barrio de Mitte. Como en casi todas las ciudades europeas, en Berlín, no carece de centro urbano, punto de referencia y kilómetro cero de la visita a la villa. Dicho centro suele albergar, asimismo, una iglesia o catedral, la cual indica a vecinos y visitantes que desde allí parten todos los caminos y hacia allí retornan.
Pues bien, Berlín no es, ya digo, una completa excepción a esta pauta, aunque tampoco se ajuste exactamente al modelo descrito. Sucede que Berlín posee no uno, sino dos centros: uno en el oeste, en la Breitscheidplatz, donde se localizan ¡dos iglesias! Está la Kaiser-Wilhelm-Gedächtniskirche, esa ruina imperial con el «diente careado» o torre mellada y, a su costado, la iglesia nueva, con su fantasía mural de colores azulados producidos por miles de vidrios fabricados en Chartres. El otro núcleo de la villa se localiza en la legendaria Alexanderplatz, al este, la cual posee su propio templo, emblema y meca de las telecomunicaciones de la ciudad, la torre de la televisión (Fernsehturm), descomunal atalaya de muy mal gusto, que los berlineses denominan con sarcasmo el «teleespárrago» y que recuerda, a lo bruto, el madrileño «Pirulí».
Dos centros, pues, separados en la distancia, pero unidos por similar ambiente, bullicioso, más bochinchero que trepidante, lugar de asamblea de patinadores sin rumbo ni recto juicio, de turistas mochileros, de parientes cercanos de la banda de John Silver o de Charles Manson, también de sencillos transeúntes indecisos, dudando entre tumbarse en el suelo y adaptarse al medio o quedarse de piedra, a modo de estatua, contemplando la flora y la fauna del lugar, con riesgo de ser municipalizado y pasar a convertirse en nuevo mobiliario urbano de la villa.
Berlín, grande en su micromundo, es alma de mercadillo, de regateo, de improvisación, de caos urbano y de mezcla dispar. De su aislamiento y su excentricidad, tanto en lo geopolítico como en lo cultural, han brotado inspiración y mucha libertad creativa. No puedo adivinar la fortuna de esta ciudad desnortada y un tanto trágica, aunque siempre bromista, ante el próximo infortunio a padecer. Por ejemplo, cuando sus partes sean unidas de nuevo en un «Uno» capitalino. Ya la paridad monetaria del marco después de la reunificación dejó en situación muy precaria a la nación. Ahora se avecina otra paridad inquietante. Pero, ¡qué sé yo de economía, de Historia y de otras ciencias! Yo sólo cuento lo que he visto y lo que preveo.
Sólo diré una cosa más y termino: que Berlín es una ciudad que toca la memoria más que el corazón. Impresiona y seduce, pero no enamora. He aquí mi impresión. Berlín necesita aligerarse de gravedad y de poder —ya ha soportado demasiadas cargas — para quererla. Me gustaría verla con energía propia, pero sin ejercer fuerza sobre nadie, y menos aún, sobre sí misma. Me gustaría verla divisando la libertad sin nubes. Y el cielo azul sobre Berlín. Y no Berlín sobre Berlín.
Verano 1997

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