Sin pretender practicar la profecía ni inclinarme por la crítica costumbrista, barrunto que España va por la senda de convertirse en un país donde la pillería sumará cada día más adeptos. En un horizonte nacional de ruina, empezando por la propia Nación, y con las fuerzas vivaces y vivarachas de la cosa haciendo balance de resultados —y caja—, no es raro que se extiendan las consignas de «sálvese quien pueda» y «tonto el último». El esquema de valores de la población, sencillamente, está adaptándose a las circunstancias. A río revuelto cada uno intenta pescar lo que puede, y la supervivencia llega a erigirse en la máxima superior de acción. Lo que señalo, debo aclarar, apunta tanto a las altas instancias del Estado como a los estamentos más humildes de la sociedad. En esto sí funcionamos como un solo país, y en el país de los ciegos, el tuerto es rey.
Lo escuché hace días por la radio. Una ciudadana española, testigo de los efectos devastadores del reciente terremoto en Chile, denunciaba la presencia de la policía vigilando los comercios para evitar el pillaje, con el argumento de que los guardias eran más útiles en las labores de localización y rescate de víctimas, y que, después de todo, algo tenían que comer los pobres… Se empieza por justificar el robo y el saqueo, por relativizar la inviolabilidad de la propiedad privada, y acaba uno proclamando, como en la ópera Wozzeck de Alban Berg, que los pobres no tienen moral.
La gente tiende a reproducir las conductas que observa. En particular, si provienen de personas influyentes y poderosas. Y al Gobierno, a los políticos y a las autoridades públicas se les ve mucho, alardeando, por lo general, de comportamientos poco ejemplarizantes. Sobre todo, en estos últimos años. Crisis y depresión económica, deriva y corrupción política, junto al descrédito y desconfianza en las instituciones judiciales, forman una combinación explosiva que necesariamente afecta a la integridad de las costumbres.
No se trata sólo de que la «economía sumergida» esté incorporada de facto al sistema de producción o que el 10 % de paro sea asumido como un suelo fosilizado —¡y aun esperanzador!— en la estadística del empleo, por apuntar sólo dos «indicadores» de la situación realmente existente. Lo más grave del caso es que en España crece alarmantemente la desconfianza, la desmoralización y hasta la intemperancia general. Muchos jóvenes se conforman con un horizonte mileurista «haciendo lo que sea» y la mayoría vendería su alma al diablo por llegar a ser funcionario, teniendo así la vida resuelta.
No puede sorprender que, a la vista de la situación reinante, progrese adecuadamente la creencia de que la honestidad, la eficiencia o el ánimo emprendedor son lujos que uno, hoy por hoy, no puede permitirse. Y así, entre pillos y pillajes, un país no puede andar.
La presente columna, firmada por mí bajo el título «Entre pillos anda el juego», se publicó en el diario Factual.es, hoy desaparecido de la Red, el 5 de marzo de 2010
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