«No relacionarse nunca con necios. Quien no los reconoce lo es [necio], especialmente si, una vez conocidos, no los rechaza. Para un trato superficial son peligrosos y para las confidencias, dañinos. Siempre cometen la necedad o la dicen, aunque su recelo y el cuidado de los demás los contengan un tiempo; si tardan es para que la necedad sea mayor. Quien no tiene reputación no puede mejorar la ajena. La necedad lleva aparejada la suma infelicidad. Ambas son contagiosas. Tienen una solo cosa menos mala: aunque los prudentes no les sirven a ellos de nada, ellos son muy útiles a los sabios como aviso y escarmiento.» (Baltasar Gracián, Oráculo manual y arte de prudencia).
El refranero popular, la sabiduría de la vida vivida, reproducida de generación en generación, transmitida de padres a hijos, de mayores a jóvenes, así como la filosofía contenida y práctica, suelen coincidir en el precepto: evita las malas compañías, y puesto que cambiar a las personas necias es tarea imposible, al menos aléjate de ellas.
Actitud juiciosa es, en efecto, guardarse de la carga material y espiritual que siempre comporta la presencia del tipo pesado, del terco, del insensato, del zopenco, del majadero, del mastuerzo. Proceder justo y equilibrado es librarse de la malasombra que siempre proyecta el cretino, sin olvidarse del pernicioso efecto que inevitablemente produce en el entendimiento y la voluntad del hombre prudente y discreto.
Porque cambiar, lo que se dice cambiar, a los necios, es sueño de una noche en vela, una cavilación retorcida y loca. Insensata ilusión, en verdad. Cuando no villana, por lo que contiene de mala idea.
¿Y enseñar al necio? Dícese del necio que es sujeto que no aprende. Más que nada porque no quiere aprender.
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