martes, 15 de febrero de 2011

LUCERNA, UNA CIUDAD CON VISTAS (Y NO VISTAS)



Noventa kilómetros y cerca de una hora en tren separan Basilea de Lucerna. El cambio de escenario es, sin embargo, muy considerable. A un marco eminentemente urbano, universitario y cultural, pleno de museos y vitalidad ciudadana, como es Basilea le sucede, sin apenas tiempo para disponer el ánimo adecuadamente, una estampa magnífica en el que la Madre Naturaleza domina sobre la hija ciudad. Porque Lucerna no es exactamente una ciudad sino el pequeño reducto de un espléndido y bellísimo villorio medieval a la sombra de magníficas masas montañosas y del inmenso lago de Los Cuatro Cantones que lo encierran en un escenario de fábula. Una villa con vistas.
Dice la tradición que no pueden ponerse puertas al campo. Pues bien, Lucerna demuestra lo erróneo del aserto. Pues ¿qué es Lucerna? Una puerta para adentrarse en el paisaje. Pueblo de pescadores en sus orígenes, con el transcurrir del tiempo ha llegado a lo que es hoy: un balneario para turistas y visitantes de paso, un baño público rodeado de una docena de callejuelas y dos puentes muy originales, uno de ellos, el más conocido, el Kapell-Brücke, completamente reconstruido tras el aparatoso incendio de 1993 que lo redujo cenizas. ¿Qué es Lucerna reconstruida? Una parada y fonda en el camino desde donde emprender excursiones por los alrededores. Una ciudad que puede recorrerse en un visto y no visto.
El trayecto desde la estación hasta el céntrico albergue (aquí todo es céntrico) en que me hospedaba —a pie por supuesto, el taxi es innecesario— se completa en pocos minutos. Los suficientes para descubrir gran parte de la población en un golpe de vista. A las puertas del hotel Wilden Mann no me esperaba un salvaje. Todo lo contrario, fui acogido por los empleados de la posada de la manera más calurosa, una recepción casi diría que innecesaria, porque en el exterior la temperatura no bajaba de los treinta grados centígrados. La mayoría de establecimientos de hostelería en Suiza no disponen de aire acondicionado. Éste tampoco. 

Mientras subían las maletas a la habitación, la mano hospitalaria de la recepcionista me alargaba el plano de la ciudad, limitando con la línea del lápiz un conciso círculo que abrazaba el perímetro genuino de Lucerna. Aunque no solicité la información, escribió en el margen los horarios de salidas de los barcos en circuito por el lago, así como los que trasladaban (día completo, almuerzo a bordo) al Pilatus, macizo montañoso imponente a 15 kilómetros del centro, es decir, desde donde uno esté en cualquier lugar de Lucerna. Ambas excursiones, me indica, son inexcusables. ¿Para qué viene uno, si no, a este lugar? Pregunta lógica, hecha desde detrás del mostrador. Yo, al otro lado del espejo, aunque tenía planes bien distintos, acepté agradecido folleto y folletín, por no contrariarla ni generar una disputa diplomática.
Antes de la comida, decido a dar un breve paseo para tomarle las medidas al terreno y así preparar los itinerarios a cubrir durante mi estancia en el poblado. En Lucerna, toman el almuerzo muy pronto, según la costumbre centroeuropea y el criterio del comensal mediterráneo. Pues bien, no llegué tarde a la cita reservada en el restaurante. En una hora milimetrada, tenía prácticamente completada la visita a la localidad. El maître (de nombre Enrico, según informaba su tarjeta de identificación) tomó nota de mi pedido, el cual lo juzgó bellisimo.
Hablamos, pues, en italiano. Tras alabar mi dominio de la lengua de Dante (viejo zalamero) e interesarse por mi nacionalidad y estar al corriente de cuántos días pensaba permanecer en la villa, Enrico me exhortó encarecidamente, con datos y cifras (veterano detallista), a recorrer el maravilloso lago de Lucerna a bordo de un confortable barco, con un delicioso menú servido en la popa, ascenso el Pilatus hasta alcanzar la cima, a 2.132 metros del suelo, unas vistas maravillosas: todo ello, en seis horas.
Escuchaba yo estos registros tan formidables, que casi me producían vértigo (y todavía no había hablado de precios), preguntándome al mismo tiempo cómo explicarle a Enrico que yo no era turista ni rico, y que lo que me interesa primordialmente de los viajes son las ciudades. No se lo pregunté directamente al atento comisionista de aire puro porque intuía la respuesta: «Si lo que le interesan son las ciudades, permítame que le pregunte: ¿qué hace en Lucerna?». Tampoco, en esta ocasión, quise quitarle la ilusión a ningún lugareño.
¿Qué hacer en Lucerna, en efecto, buena pregunta, si no me moría de ganas por encerrarme en un paquebote durante seis horas, en trance de sufrir penoso mareo ante el presumible movimiento de la nave y el amenazante perfume de una fondue para el almuerzo? ¿Qué hacer en Lucerna si no ardía en deseos de tomar la cumbre del Pilatus, cuyo sólo nombre ya se me antojaba amenazador?
En Lucerna, puedes callejear por el casco viejo, tan lindo como una cáscara de nuez. Las calles son angostas y estrechas, las plazas ricamente dispuestas, custodiadas por elegantes edificios de atractivos miradores con saledizo y hermosas pinturas en la fachada. Las fuentes no pueden compararse a las de Basilea, pero merecen asimismo no pasar de largo ante ellas. Caminando a tu aire, en Lucerna no puedes perderte, porque, por donde quiera que vayas, inevitablemente, en pocos minutos, vuelves al punto de salida.
Es imposible, asimismo, extraviarse, porque el caudaloso e impetuoso curso del río Reuss, que atraviesa la ciudad, ruge con tal fuerza que el fragor de la corriente orienta y atrae como un imán. Por las noches, el rumor del Reuss arrullaba mis sueños en la habitación del hotel, desde cuya ventana podía contemplar sus aguas presurosas. Por las mañanas, tras descorrer las cortinas, me daba los buenos días, junto al coro torrencial, el extremo sur del Spreuer-Brücke, uno de los dos encantadores puentes de madera que permiten cruzar el río. 

El otro puente (de fantasía) de Lucerna es el famosísimo Kapell-Brücke, verdadera imagen de la villa. El ídolo, sigue siendo el Wildenn Mann, presidiendo la pasarela en lo alto de los retablos triangulares con motivos de la historia de la villa que fijan la techumbre de madera. El puente sufrió un incendio la noche del 17 al 18 de agosto de 1993, en plena temporada turística, si bien esta calamidad no supuso una tragedia irreversible para la ciudad, al ser reconstruido íntegramente en brevísimo tiempo. La disposición de la construcción volante, de orilla a orilla, es oblicua. Observando las pinturas de la época en que fue construido el puente (siglo XIV), comprendemos la razón: sigue el trazado de la ensenada original, sirviendo de puente/fortaleza protector de la entrada de la ciudad.
Acogedora ciudad, hoy el entrante tiene un gran apéndice, ganado al lago, que lo hace más amplio. Allí se localizan las modernas estaciones de ferrocarril y autobuses, el KunstMuseum y las instalaciones fenomenales del puerto de Lucerna. Desde el muelle parten los barcos hacia la aventura de seis horas con guía, como oferta estrella.
Cuando uno quiere dar un largo paseo, un paseo de verdad, hay que cruzar el moderno See-Brücke, dejando a nuestras espaldas la Bahnhof, y atravesando la concurrida Schwanenplatz, y tomar la avenida arbolada que recorre el National-Quai. En su primer trecho, hallamos el Schweizerhof-Quai, y en lugar preferente el gran hotel Schweizerhof, para público no menos preferente. La vista del lago, poderosamente expandido entre montañas, no nos abandona durante todo el recorrido. La caminata alcanza una primera etapa en las inmediaciones del Casino, ambientado por elegantes terrazas que invitan en ellas frente a la magnífica laguna. Continuando el recorrido puede uno llegarse hasta la más lejana Lidostrasse, detrás del General-Guisan-Quai, alcanzando allí el Museo del Transporte y el Planetario. En esta ocasión, opté por la primera opción y confieso que disfruté de una sabrosa cena, mientras veía caer la noche sobre Lucerna del lago. Una suave brisa aportaba a la jornada un ambiente fresco y muy agradable, dejando atrás el asfixiante calor de la mañana.
El verano en Lucerna es bastante caluroso y húmedo, especialmente, en las horas que luce el sol. Ante la ausencia de locales refrigerados, y haciendo frente a la tentación de encaramarse hacia las alturas del Pilatus donde encontrar un alivio termométrico, hasta la hora del atardecer, pocas defensas me quedaban. Una de ellas era dirigirme al Glestschergarten, o Jardín de los Glaciares, de prometedora denominación, y buscar allí refugio durante las horas más severas de la canícula. 

El enclave tiene, en efecto, gran interés. Sorprende encontrar en pleno ensanche de la ciudad este fósil, esta huella del pasado lejano, de cuando el Reuss era un glaciar. Pozos y ollas de gran abertura y profundidad, relieves con reveladoras marcas del tiempo remoto, conservan el tiempo bajo una inmensa carpa que imprime al espacio un ambiente evocador. La entrada del parque está custodiada por la figura yaciente de un león herido, el famoso Löwendenkmal (Monumento del León), de gran tamaño y muy conmovedor. Tallado en la roca viva de la montaña, transmite con sumo realismo la tristeza y agonía del animal rey atravesado por una flecha fatal que destrona a cualquiera. El monumento simboliza la entrega heroica de la guardia suiza que murió defendiendo a la familia real francesa durante la Revolución.
Desde la colina que acoge estas piedras preciosas, contemplo la silueta fenomenal del Pilatus, que parece llamarme, atraerme a las alturas, sin remisión. He aquí el dilema: o me echaba al monte o abandonaba la villa. Pues bien, el cielo puede esperar.
Sin afán de conquista y sin ánimo de derrota partí de Lucerna en dirección a Zúrich, que ésta sí es una ciudad con todas las de la ley.


1 comentario:

  1. Fernando muy bueno tu relato, estare por la zona en 60 dias y seguire tus pasos. Mucha suerte desde Buenos Aires. Eva

    ResponderEliminar