Podría
hablarse sin exageración de la pujanza en la historia de las ideas, la
metafilosofía y la sociología del conocimiento de una especie de género, o
subgénero, temático ocupado del controvertido asunto conocido como «compromiso
de los intelectuales»: o de por qué los escritores, pensadores y artistas han
tenido desde antiguo la funesta manía de pretender cambiar el mundo en lugar de
limitarse a comprenderlo, de aspirar a influir poderosa y visiblemente en la
siempre voluble opinión pública, de dictaminar sobre aquello que ni sienten
verdadera vocación ni demuestran suficiente capacidad. De meterse, en fin, allí
donde nadie les ha llamado: en la política.
Sea
por exceso o por defecto, la irrupción de los maestros, los oradores y los
bardos en la res publica parece no
haber encontrado nunca su ejercicio idóneo, y el balance de su reflexión,
acción u omisión invitan más a la decepción, cuando no al espanto, que a la
satisfacción y a la complacencia.
Julien
Benda escribía a finales de los años veinte del siglo XX de la «trahison des clercs», cuando aún no podía
prever plenamente el impacto en Europa de una sección considerable de la intelligentsia a favor de posiciones
totalitarias, sea el comunismo, el fascismo y el nazismo, sean las variadas
modalidades del nacionalismo. El fenómeno de la influencia de los intelectuales
en la sociedad fue ganando en importancia a medida que ésta iba amalgamándose,
como consecuencia de su continua transformación en sociedad de masas, y
creciendo en vulnerabilidad perceptiva, como efecto de su conversión en
sociedad de la comunicación y de la información (a menudo, mal tildada «del
conocimiento», como si fuesen conceptos sinónimos).
Más
al tanto de la situación y con mayor noticia de cómo avanzaba la función,
Robert Nozick, a mediados de los años ochenta, define la casta de los
intelectuales en términos de «anomalía», por cuanto constituye una
congregación, que a diferencia de la moderación y compensación presentes en los
demás grupos socioeconómicos, exhibe una desinhibida oposición al capitalismo,
rayana en la obsesión paranoica, desde una sospechosa fraternidad corporativa.
Para tratarse de un colectivo privilegiado llamado a aportar luz y saber al resto
de los mortales, no son pocos los misterios, artificios y estafas que tienden a
progresar en su seno, hasta que tarde o temprano salen finalmente a la
superficie. A finales de los años noventa, Alan Sokal y Jean Bricmont publican
un ensayo ejemplar, Imposturas
intelectuales, que pone al descubierto la pícara astucia de la antirazón
postmoderna, pero también la blanca palidez de muchas encendidas figuras
públicas. Hoy seguimos hablando de otra clase de miserias intelectuales. O
acaso de las mismas.
En
el libro Pensadores temerarios, el
profesor de Pensamiento Social de la Universidad de Chicago, Mark Lilla, ofrece
un sugerente trabajo que, en la línea ya señalada del desvelamiento de la
auténtica médula de los intelectuales, significa una decidida indagación sobre
la tentación política que impulsa a tantos pensadores a abrazar esa perversión
moral y mental que denomina «filotiranía», esto es: la fascinación por los
despotismos y totalitarismos políticos, así como la seducción por los
personajes que los acaudillan y guían.
Por esta galería de retratos pasan seis
estampas representativas, las cuales tras su correspondiente semblanza se
tornan casos a tomar en serio: Martin
Heidegger, Carl Schmitt, Walter Benjamín, Alexandre Kojève, Michel Foucault y
Jacques Derrida. Seis personajes prominentes en sus áreas de saber que han
creado, cuando no escuela, sí una destacable corriente de simpatizantes.
También ellos tuvieron sus ídolos y fetiches, casi sin excepción alentadores de
extremismos de izquierda o de derecha, paladines de la tiranía y la dominación.
Bajo su sombra afilaban los lápices, y no es raro verlos oscilar
caprichosamente de un lado al otro del arco ideológico, deambulando desde los
espectros de Marx a las iluminaciones de cualquier otro faro visionario o
quimérico.
Repárese
bien en la selección de autores: todos europeos y procuradores del «eje
franco-alemán», o, en palabras del autor, «ejemplos de las dos orillas del
Rin». Cada uno con sus particulares demonios interiores y obsesiones
personales, sus biografías y bibliografías, sus vacilaciones, conversiones y
fluctuaciones, pero todos participando de una misma ofuscación esclarecedora de
la naturaleza de la filotiranía que los cegó, a saber, un antiliberalismo
contumaz forjado en un contexto propenso al desafuero: «La tradición filosófica
europea hace difícil pensar en la tolerancia, por ejemplo, salvo en los
términos antiliberales de la teoría del espíritu nacional del romanticismo de
Herder o el rígido modelo francés de ciudadanía republicana uniforme o,
actualmente, el idiosincrásico mesianismo de la deconstrucción de Jacques
Derrida».
¿Qué
profundo impulso interior excita la atracción de tantos intelectuales por la tiranía? En el
epílogo del ensayo, Lilla compone un inteligente esbozo de respuesta a este interrogante
definido como «la seducción de Siracusa», en referencia a los tres
desplazamientos de Platón a la isla regida por el tirano Dionisio a fin de
hacer que entrara en razón y adoptara la perspectiva justa del Filósofo. O sea:
el sueño de Platón y de Dión. Es sabido que ambos fracasaron, pero no menos que
los filotiránicos europeos del siglo XX.
A unos más que a otros, a todos les perdió la falta de autoconocimiento, la vanidad, el ansia por realizar la Idea, la pulsión interior de proyectar hacia fuera sus propias miserias, su arrogancia y su irresponsabilidad.
A unos más que a otros, a todos les perdió la falta de autoconocimiento, la vanidad, el ansia por realizar la Idea, la pulsión interior de proyectar hacia fuera sus propias miserias, su arrogancia y su irresponsabilidad.
A
menudo, el célebre compromiso intelectual, la filantropía y la utopía conducen
a estas cosas. Aunque, también existen otros ejemplos de actuación contenida y
responsable en política que con demasiada ligereza, cuando no confabulación
académica y mediática, son simplemente ignorados u omitidos, y que Enrique
Krauze hace bien consignándolos en la introducción del libro. Se trata de la
menos ruidosa, pero mucho más fructuosa, trayectoria fijada por creadores de
«diseños e ideas» como Bertrand Russell, Ortega y Gasset, George Orwell, Isaiah
Berlin, Karl Popper, Octavio Paz.
Este texto corresponde a la reseña, titulada «La seducción de Siracusa», del libro Pensadores temerarios. Los intelectuales en la política de Mark Lilla. Traducción de Nora
Catelli. Prólogo de Enrique Krauze.
Debate, Barcelona, 2004, 190 páginas. La escribí para Blanco y Negro
Cultural, suplemento cultural del diario ABC. Fue publicada en el nº 671 del
mismo (4 de diciembre de 2004).
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