La empatía,
constructo ilusorio concebido con un propósito primariamente promocional
—simplificado en el postulado idealizador de ponerse en el lugar del otro—,
tenía que entrar, más tarde o más temprano, por la puerta grande o pequeña, en
política. Son muchos los atractivos que contiene este imaginario para atrapar a
un público, o electorado, propicio y especialmente sensibilizado, previamente
macerado por la ideología políticamente correcta y que no contradiga el pensamiento único.
Para empezar se trata de una proposición netamente «buenista»: rebosa buenas intenciones por babor y estribor, de
manera que aquel que se atreva a cuestionar, aun tímidamente, las bondades
inherentes a la empatía, queda situado inmediatamente en el pelotón de los insensibles y
despiadados, y de ahí al pelotón de fusilamiento moral. Por lo demás, la empatía rezuma sociabilidad (también
socialización) por todos los poros de su epidermis doctrinal. Va sobrada de
solidaridad, de modo que quien es acusado de falta de empatía inmediatamente
pasa a engrosar las listas de los seres antisociales y egoístas sin corazón.
De entre los dirigentes políticos a escala mundial, Barack Hussein Obama, actual Presidente de
los Estados Unidos de América, es quien
de manera más explícita ha enarbolado la bandera de la empatía como arma
política y partidista. Así lo hace saber en muchas de sus intervenciones
públicas y así lo tiene expuesto en su libro de memorias políticas, La
audacia de la esperanza (The Audacity of Hope: Thoughts on Reclaiming the
American Dream (2006). El ascenso que protagonizó en el año 2009 a la
cima de poder en Washington se revistió desde el
primer momento de un mensaje regeneracionista, casi diríase también, mesiánico.
Tanto durante la campaña electoral como en sus primeros acciones presidenciales
dejó claro que su programa político era
ambicioso: cambiar América.
Señalaré a continuación sólo
dos muestras de este proyecto
transformador, directamente relacionados con el tema de la empatía. El primero tiene que ver con uno de los
pilares de las sociedades abiertas y que ha sido, hasta este momento, una de
las garantías de la calidad de la democracia estadounidense: la independencia del poder judicial
respecto al poder político y a las cámaras legislativas. Pues bien, he aquí
uno de los elementos idiosincrásicos de la vida americana prestos a ser revolucionados por la Administración Obama. En un acto público dirigido al proyecto Planned Parenthood [Planificación
familiar], 17 de julio de 2007), declaró el actual Presidente:
«necesitamos a alguien que
tenga el corazón necesario para reconocer –la empatía para reconocer– lo que es
ser madre adolescente; la empatía para entender lo que significa ser pobre,
afroamericano, gay, discapacitado o viejo. Ésos son los criterios por los que
me voy a guiar a la hora de elegir a los jueces».
Enumerados quedan aquí los
colectivos a los que preferentemente hay que hacer justicia. Un doctrina política
que choca frontalmente con el juramento del cargo que
deben realizar los jueces de la Corte Suprema en el país:
«Yo, [NOMBRE], juro solemnemente
que administraré justicia sin hacer distinción entre las personas y reconoceré
los mismos derechos a pobres y ricos, y que cumpliré y desempeñaré todas las
obligaciones que me correspondan como [CARGO], de conformidad con la
Constitución y las leyes de Estados Unidos, con la ayuda de Dios».
United
States Code, Título 28, Capítulo I, Parte 453
El segundo asunto interesa a la primacía de los valores que deben
orientar la actividad política, la cual en manos de Obama adquiere inevitablemente
un sesgo partidista. El prontuario que define sus actuaciones en la acción de
gobierno se ha esforzado en todo momento en distanciarse de las políticas
anteriores a su llegada a la Casa Blanca, en concreto, las puestas en marcha
por el demonizado George W. Bush (por ejemplo, en materia de lucha contraterrorista), pero también por Bill Clinton, miembro del Partido Demócrata, pero de raza blanca.
La política patrocinada por el Partido Republicano durante las legislaturas comandadas por Bush recibió el apelativo
de «conservadurismo compasivo». He aquí el valor moral —la compasión— que debe compensar o
suavizar la frialdad de la acción política y el estricto respeto a las leyes. Según Obama, el grupo dirigente que le
arropa y la corriente hoy vigente en el Partido Demócrata, puestos a alterar tajantemente las cosas también
en este punto, el valor tradicional de la compasión debe ceder
el paso a una nueva, moderna y
progresista virtud: la empatía.
Para muchos
medios, políticos y periodísticos, afines a las políticas de Barack Hussein Obama, el actual presidente de
los Estados Unidos de América es sencillamente, simplemente, el Presidente de la empatía. Y en esa ilusión de la empatía viven millones de personas, dentro y fuera del país.
Me siento en deuda con
Clifford Orwin y su artículo «¿Qué haría Obama si fuera profesor de empatía?» (Cuadernos de Pensamiento Político, nº 29,
Enero / Marzo 2011, págs. 51-74), de donde he extraído las citas del libro de
Barack Obama, así como algunas ideas inspiradoras para componer el presente texto.
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