Para Elias Canetti, existe un impulso
originario e incontenible de la masa, en verdad una de las primeras
características que más impresionan, su instinto de destrucción: «Preferiblemente,
la masa destruye casas y cosas.» (Masa y
poder) Como animal pesado y sobrecargado que es, la masa avasalla y somete
todo lo que encuentra a su paso, todo lo engulle y metaboliza, hasta el punto
de formar en su interior una pasta compacta, concentrada y reducida a su mínima
expresión: un conjunto de objetos empequeñecidos. La masa se agranda en proporción directa a la mengua de sus
componentes; la masa, vale decir, se hace masilla, con la que tapa agujeros y
aberturas que impidan fugas. Y es que como apuntó Ortega y Gasset: «Hay una
delicia epidémica en sentirse masa, en no tener destino exclusivo. El hombre se
socializa.»
Pues bien,
los individuos que se resisten a ser integrados en la masa –lo que no significa
que lo logren– buscan su propio espacio donde resistir y sobrevivir, quedando
así en el límite de la masa: uno de esos
espacios protectores es la casa, refugio de la intimidad y símbolo superior de
la propiedad y de la privacidad. Los límites y las demarcaciones de la casa
son las ventanas y las puertas, desde ellas guardan el espacio interior y lo
separan de lo exterior. No extraña, pues, que la masa se esfuerce en destruir
este bastión, porque destruyendo estas imágenes, quebrantan los fortines de la
individualidad, la jerarquía y las distancias.
Ventanas y puertas pertenecen a
casas, son la parte más delicada de su delimitación hacia el exterior. Destrozadas las puertas y las
ventanas, la casa ha perdido su individualidad. Entonces, cualquiera puede
entrar a su gusto, nada ni nadie está protegido dentro de ellas. Por lo común,
en las casas están metidos los hombres para excluirse de la masa, sus enemigos;
lo que no significa, necesariamente, «recluirse». El derribo, el asalto, la
intromisión o el allanamiento de morada destruyen aquello lo que los separa.
Entre ellos y la masa no hay ahora nada. Pueden salir y sumarse a ella. O
viceversa. ¿Se puede…? Se puede pasar a buscarles.
A la masa le irritan las puertas y
las ventanas, cuando no están rotas. Le disgusta todo signo indicador que marque distancias. Sobre ellas ejerce la masa su presión más
enfurecida. Soplaré, soplaré y la casa derribaré... «A la masa desnuda todo
le parece la Bastilla.»
La capacidad
del hombre para ensimismarse y desprenderse de la carga y del eco fragoroso de
la plaza pública y la tremenda necesidad de residir en uno mismo aun viviendo
en la ciudad, no representan un don natural ni una gracia que nos sobreviene. Se trata de un aprendizaje, de un
ejercitarse en salir de la casa, de atravesar el puente, de entrar en sociedad,
de participar en la vida activa, de encontrarse con la masa, pero también de
encontrar el camino y el destino de vuelta al continente de la ética.
Fragmento de mi artículo «La ética, a las puertas de la ciudad», en El Catoblepas, número 15, mayo 2003, pág. 7.
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