La propia
insatisfacción lleva a comportarnos de las más curiosas maneras. Somos
espectadores de nuestros actos: a veces, como agentes y, en ocasiones, como
pacientes. Hacemos y padecemos todos nuestros momentos. Pero, ay, acabamos por
sentirnos insatisfechos, porque sentirse
satisfechos supone anunciar de alguna manera nuestro acabamiento.
El hombre brota en el mundo, hace su recorrido vital y no termina
de hacerse. Termina siendo un ente inacabado entre muchos otros, sin completar del todo, que
brilla fugazmente pero que ansía dejar una estela.
Hay huellas y hay estelas.
Las huellas son terrosas, de mayor o menor profundidad, más o menos extensas
y de múltiples formas. Todas, no obstante, se hunden en la tierra, penetran el
suelo, se estratifican y pasan definitivamente a formar parte del
sueño de la materia.
Las estelas, por el contrario, son sendas luminosas que se proyectan al cielo estrellado, aunque
no deba confundirse con las estrellas. No profundizan, se elevan. Estelas hay de mayor o menor
longitud y fulgor, pero siempre caminan en dirección astral. Aspiran a ascender
hacia la cumbre cenital y disponer allí de la visión celeste. Suben y suben,
pero no se borran, sino que van difuminando sus restos con sincopados ocultamientos
que anuncian calladamente futuras reapariciones. Tampoco desaparecen del mapa,
siembra espacial, esquirlas de desprendimiento corpóreo. Y es que las huellas o
estelas son presencias muy terrenales.
Fragmento
introductorio (revisado y actualizado) del capítulo VI «El tenue destello de la
fama», incluido en mi libro Razones parala ética. Ensayos de ética autónoma y humanismo racional (Edicions Alfons El
Magnànim – IVEI, Valencia, 1996).
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