Con más
frecuencia que el sol —éste sí, astro necesario y lúcido—, el de las pizarras y curvas, ese tipo a destiempo, ese empleado temporal que busca consolidar
su puesto en la Administración (Ministerio de Ventiscas), ese charlatán que
vende crecepelo en botellas de litro, hace una demostración de los resultados
del mejunje que lleva entre manos ante las cámaras de televisión. Apenas
entiendo lo que dice, quiere decir o le dicen que diga. Una línea del guión sí la he captado: lo peor, asegura, está por
llegar. Hay que salir a la calle con el carnet en la boca, a modo de
mascarilla. Rectifica: no, mejor no salir a la calle. Quedarse en casa. Porque hay estado de alarma, declara el pobre hombre;
“mendigo”, decíamos ayer. Pero no hay que alarmarse...
La tormenta
anunciada, añade para acabar, puede revestir carácter de huracán, aunque este Gobierno está comprometido a limpiar
el espacio de rachas de viento. No ha cambiado de jersey, sólo el color, de
rojo a morado. Tampoco se ha afeitado y tiene pinta de recién levantado de la
cama.
Así pues, el hombre de todas las estaciones se me
antoja un hombre para la eternidad, y yo no tengo tanto tiempo que perder.
Decido dejar de seguirle el rastro, porque la cosa huele mal. Tampoco conecto el
televisor ni la radio ni leo los periódicos, que hablan igual que ese que da
consejos sobre cómo evitar la contaminación. Aunque no se duche, se lava las
manos sobre este asunto.
Todos a coro,
el del pelo alborotado y los media de
color, hacen propuestas de entretenimiento socializador, maniobras de
distracción, a la población reclusa, ahora que ya no hay que ir a trabajar
ni al colegio: ¡estar en casa todo el día, todos los días, disfrutando del
tiempo “libre”! ¿Será esto el fin de la historia o el final de la utopía? Hay que ser muy desalmado y miserable para
denominar tiempo “libre” al tiempo de confinamiento y encierro forzoso.
Quedo recluido en casa, por la
fuerza, como un preso en su celda. Pues el delito mayor del hombre es haber nacido... libre.
Corre una
ligera brisa de levante, pero no llueve. Camiones cisterna riegan las calles,
dando la razón al hombre de hace tiempo. No
se trata de salvar vidas, sino las apariencias. Aunque, qué raro, observo
goteras en el techo de la habitación. ¿Cómo explicarse esto? ¿Cómo se filtra el
agua por las paredes? Brigadistas con la cara tapada, escoba en mano y
chubasquero por si llueve, barren las calles. Otros, van blindados con chalecos
amarillos. Serán brigadas internacionales que vienen a ayudar al Gobierno a sanear el país.
Tendré que buscar alguna forma de comunicarme con el
exterior que no altere la realidad ni mi estado de ánimo. La calle. Lugar
cada día más tenebroso y extraño. La calle y la habitación terminarán por
confundirse. ¿Oyen? La calle, por lo común, callada, a veces comienza a rugir,
y no son rayos y truenos de tormenta seca.
Algunos vecinos, mientras tanto, no paran de molestar: ponen el volumen de la música muy alto, dan palmas
como animando bulerías y el cotarro y, a la hora de la cena, preparan el festín
de sopa de ajo como si fuese un festival, haciendo sonar sartenes y cacerolas. Para amortiguar el ruido escucho cantatas
de Bach.
Espero una
señal. Y, justamente, esta mañana acaba de llegar. El cielo protector ha atendido mi plegaria. Escucho el
arrullo de una paloma blanca que ha aterrizado en el alfeizar de mi ventana.
Bienvenida. Decido adoptarla. Vuelco copos de maíz en tazón. Desayuno
para dos. Me hará compañía.
Puede ser
también mi Mercurio, llevar y traerme mensajes de acá y de allá, mas no del más
allá. Para eso está la médium y las adivinadoras farsantes de bola de
cristal. Yo necesito un medio de comunicación fiable. La paloma vuela a su aire
y sí conoce el destino, la dirección del remitente, la ventana amiga, allí
donde llevar y traer notas y noticias.
Escribo el
primer mensaje:
Enrollo el
papiro liberador y lo introduzco en un canutillo. Vuela, paloma mensajera,
vuela.
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