Esta pasada noche, he
tenido un dormir agitado, a ratos, golpeados mis oídos por rayos y truenos,
aguijoneada mi mente por sueños sombríos, esos sueños de la sinrazón que crean
monstruos. Los sueños, registros del
pasado, nos retrotraen a aquello que creíamos haber dejado atrás, pero la marea
los hace retornar a la orilla de la almohada, sean flores en el mar o restos de
naufragios. Tienen, asimismo, visos del mañana, perfiles deformados en la
bola de cristal, en forma no de avisos, sino de advertencias.
No sé qué pasa que lo
veo todo negro. ¿Es de día o de noche? Enciendo la lámpara a mano, me levanto
de la cama y voy hacia la ventana. Ante mí reina la oscuridad como telón de fondo,
una niebla espesa y plomiza cada vez más con traza de telón de acero. Miro el
teléfono móvil. Marca las 8 de la mañana. Vuelvo al dormitorio y observo el
reloj despertador sobre la mesilla. Marca una hora distinta. Reparo de nuevo en
el celular. Hay un mensaje. Lo abro:
«Recuerde cambiar la hora. Ministerio de Medios Ambientales y Clima Climático.
Gobierno del Cambio».
Los másteres del espacio son a la vez señores del tiempo.
¡Son tan relativistas, aunque no tengan idea de la teoría de la relatividad! Porfían por ordenar
mi vida hasta el punto de decidir dónde debo estar, fuera o dentro, aquí o allá,
y cuándo, qué hora sea, las 8 o las siete o las nueve, de la mañana o de la
noche.
El tiempo se ha parado en mi existencia desde que comenzó la reclusión forzosa. Es suficiente. ¡Basta! El “hombre del tiempo”, que aparté de mi mente, ha retornado en forma de pesadilla. Tal
vez sea un ardid suyo. Sería capaz, pues es
tipo deslenguado y desinhibido, que no se corta un pelo.
Yo soy el rey de la
casa, la casa es mi cosa, mi caparazón, mi concha. Como Wittgenstein, fabrico mi propio oxígeno para así poder vivir.
Respiro hondo y exclamo: han cambiado
mis horarios, han trastornado mis honorarios, pero, por mi honor, que no
cambiaré la hora.
¿Qué son esto, sueños o revelaciones, que me trae la ola de la noche en vela a la orilla
de la mañana? Intento recordar las pasadas visiones nocturnas.
Soñé que sonaba el teléfono de sobremesa. Al no coger nadie
la llamada, saltaba el contestador: “Ahora
no estoy en casa. Si es tan amable, deje su mensaje en el contestador y le
responderé lo antes posible. Saludos.” Reconocí mi voz, pero yo no tengo
teléfono de sobremesa, fijo.
Soñé también que volvía al trabajo. Un cartel en la
entrada de la oficina informaba que desde el día después, la empresa quedaba bajo administración del Estado como
“bien público”. No estaba el jefe, el
señor Paracuellos, sino un desconocido gerente al mando. Por motivos de
seguridad y salud pública, decía. Para garantizar que las normas de emergencia
sigan aplicándose y pronto volviese a salir el sol en el nuevo mundo; entiendo
que no se refería a América. La nota terminaba indicando que todo el personal, antes de volver a su
puesto anterior, se dirigiese al despacho del nuevo secretario, a fin de
conocer las reubicaciones y los cambios. Y no recuerdo más.
Soñé con mi sobrina pequeña, Mari Luz, que volvía de
Nuestra Señora de la Paloma, donde estudiaba desde que empezó a ir al colegio.
Hablaba con su madre y le decía que había pasado una cosa muy rara. No estaba la directora, ni en clase, la
misma seño (así la llamaba). En
su lugar, estaba un chico con pantalones vaqueros y barba de chivo, quien presentó en el
aula a la nueva profesora, frisando los cincuenta años, vestida con una
camiseta negra, un aro atravesándole la nariz y el flequillo como cortado con un hacha. Decían no sé qué de “la
Privada” y que ahora estaban en la escuela pública, como todos y todas. Sí,
así hablaban, creo recordar…
Soñé que iba al banco a sacar dinero. Un cartel (otro) en
la puerta notificaba al cliente que la entidad adoptaba la condición de banca pública, que antes de realizar
ninguna gestión, comprobara el estado de la cuenta corriente en el cajero
automático y, de estar activa y no bloqueada (bloqueada, ¿por qué?), no podía disponer de más de 10 euros al día.
Me dirigí al interior, pero la puerta de cristal estaba cerrada, aunque dentro varios empleados (nuevos) consultaban papeles y miraban la pantalla
del ordenador.
Soñé que me dirigía al supermercado donde solía reponer
mi despensa.
Estaba cerrado. Un cartel (otro más) en la puerta comunicaba al público que los
productos de alimentación se distribuían en los economatos (¿qué es eso?, ¿un supermercado más barato?). Para más detalles debía ir a los puntos de información, debidamente
señalizados, donde me darían una
cartilla indicando el lugar del centro
social al que dirigirme. Y que no olvidase llevar un documento de
identificación.
Soñé que, asomado a la ventana, un sujeto me observaba
fijamente desde un balcón en el edificio de enfrente.
No recuerdo más.
Estaba todo muy confuso. Tal vez soñé que estaba soñando.
Volví al baño a
lavarme y cara, y despejarme. Entonces, me percaté entre tantos desvaríos de
noche delirante, que había olvidado la visita habitual de la paloma mensajera.
Probablemente, el cambio de hora había alterado también sus vuelos y revuelos.
Transcurría el
tiempo, fuera de horas. Hasta que mi ave mensajera reapareció, finalmente. La
reconocí, a pesar de que presentaba un aspecto distinto. La paloma blanca venía
acalorada y su plumaje era de un color rosa pálido. Llevaba sombra de ojos, y
no era maquillaje, más bien parecían ojeras. Tomé el mensaje y partió volando,
sin esperar a recibir su ración de maíz y agua clara. Quizá había tomado algo
por el camino, porque no la vi desganada.
Desenvolví el pequeño
papel:
Remember The Alamo!¡Recordad El Álamo!
Firmado: David Crockett
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