martes, 24 de marzo de 2020

CUADERNO DE UNA TORMENTA SECA (3). PRIMER MENSAJE


Un nuevo día. ¿O será el mismo día de todos los días, desde aquello? Me he despertado a la hora habitual y reflexiono durante unos minutos, mientras espabilo. Tras las abluciones matinales acostumbradas, me he vestido. De calle, naturalmente. ¿Vas a aventurarte a salir al exterior? No, lo de fuera puede esperar. Yo, como sabes, estoy confinado. Preso, pero no soy prisionero ni todavía un presidiario obligado a ir de uniforme, de mono color naranja, o ataviado de recluido casero concienciado: chándal multicolor y zapatillas ¡de deporte! Mientras tenga fuerzas y no lo impidan, me vestiré yo sólo, a mi gusto, como mandan el orden, la dignidad y el decoro.

Asomado a la ventana. A ver la vida pasar, a ver qué pasa, a ver quién pasa. La gran masa gris sigue ahí, oscureciendo el firmamento. 

Sin noticias del ave viajera. ¿Recuerdas? Emití/remití una llamada por escrito hace días, no de socorro, sino un interrogante abierto, universal. De estar en una isla desierta, lo hubiese lanzado a las aguas en el interior de una botella. Desde mi ático, lo adjunto a mi paloma mensajera. La respuesta llegará. No por parte del Gobierno, uno de los interpelados. Del Gobierno no espero nada bueno. O silencio administrativo o algo todavía peor: cartas certificadas, notificaciones, requerimientos. ¡Basta! ¡Basta!

Hmmm… Creo recordar, en este preciso momento, una cita de H. D. Thoreau, al respecto. Abro el lector Kindle, mi reserva espiritual, biblioteca portátil que me hace sentir caballero andante, y alberga cientos de libros, la mayor parte leídos, otros todavía por leer, aunque, en este momento de mi vida, más que nada, prefiero releer.

Veamos. Buscar… Sí, aquí está: Esclavitud en Massachussets.

«Nunca he respetado el Gobierno que tenía cerca, pero pensaba absurdamente que me las arreglaría para vivir aquí mientras me ocupaba de mis propios asuntos, hasta olvidarme de él. […] Tal vez vivía con la ilusión de que mi vida transcurría en algún lugar entre el cielo y el infierno, pero ahora no acabo de convencerme a mí mismo de no vivir completamente dentro del infierno. […] Tengo la impresión de que, de algún modo, el Estado ha interferido fatalmente en mis legítimas ocupaciones.»

Reanimado por tan saludables palabras, continúo ojeando el libro que incluye el texto citado: Desobediencia civil y otros escritos. Si no me equivoco, decía algo en otro ensayo acerca de esperar correspondencia.

Veamos. Buscar… Sí, aquí está, en Vida sin principios:

«A medida que nuestra vida interior se marchita, vamos más incesantemente y desesperadamente a la oficina de correos. Puede dar por seguro el pobre hombre que se aleja con el mayor número de cartas, orgulloso de su abultada correspondencia, que no ha tenido noticias de sí mismo en mucho tiempo.»

Quedo pensativo. Paseo junto a Thoreau por el pasillo, que recorro a diario una y otra vez como monje de clausura, de cabo a rabo. Ahora con el príncipe de Concord al lado, huelo a bosque de encinas.

Al arribar a la entrada de mi morada aislada, observo que por debajo de la puerta han introducido varios sobres y cartas. Facturas y publicidad, o sea, propaganda. Los papeles impresos vienen a decir lo mismo: esto pasará, estamos para ayudarte y…  no salgas de casa. Una editorial incluye una consigna jacarandosa: “Abre la puerta a la lectura. Lee en casa”. Yo leo donde quiero, caballero. Por eso, de momento, no abro la puerta a nada ni a nadie.

El portero de la casa, distribuye por las viviendas el correo depositado en los buzones, y al atardecer, retira la bolsa de basura que dejo en la puerta (lado exterior que da al rellano). Más que al dios Mercurio, sus movimientos de subir y bajar la colina —lo mismo que mis andanzas por el corredor— evocan en mí el destino del rey Sísifo, otro condenado sin proceso, sin apelación, sin remedio; destronado mas no destrozado. Albert Camus escribió en El mito de Sísifo: «Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. […] Hay que imaginarse a Sísifo dichoso».

Un gorjeo en la ventana me hace volver a la habitación. Ah, ha llegado mi esperanza blanca. La paloma mensajera resplandece delante del cortinaje nublado de la lejanía. Mueve la cabeza de un lado a otro, deambula sin parar sobre su pista de aterrizaje y despegue. No está inquieta ni nerviosa. Es su naturaleza. Sabe que está en casa, en buenas manos. Yo sí, excitado, me hago con su equipaje, que es para mí. Antes de desplegarlo, corro hacia la cocina y le traigo un tazón con copos de maíz (mis provisiones no dan para más) y otro con agua. Un mensaje. ¿Ves Thoreau, amigo mío, con paloma mensajera no hay abultada correspondencia? El papel envuelve una fotografía:

El colaboracionismo con las fuerzas de ocupación tiene su castigo. Que lo sepan. Lo pagarán.
Firmado: V de Vendetta



Elevo la mirada al cielo. No estoy solo. El ave mensajera emprende el vuelo a cumplir su cometido, de ida y vuelta. Columbro también dichosa a la paloma.

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