Un
nuevo día. ¿O será el mismo día de todos los días, desde aquello? Me
he despertado a la hora habitual y reflexiono durante unos minutos, mientras espabilo. Tras las abluciones matinales acostumbradas, me he vestido. De calle,
naturalmente. ¿Vas a aventurarte a salir al exterior? No,
lo de fuera puede esperar. Yo, como sabes,
estoy confinado. Preso, pero no soy prisionero ni todavía un presidiario
obligado a ir de uniforme, de mono color naranja, o ataviado de recluido casero
concienciado: chándal multicolor y zapatillas ¡de deporte! Mientras tenga
fuerzas y no lo impidan, me vestiré yo sólo, a mi gusto, como mandan el
orden, la dignidad y el decoro.
Asomado a la ventana. A ver la vida pasar, a ver qué pasa, a ver quién pasa.
La gran masa gris sigue ahí, oscureciendo el firmamento.
Sin
noticias del ave viajera. ¿Recuerdas? Emití/remití
una llamada por escrito hace días, no de socorro, sino un interrogante abierto,
universal. De estar en una isla desierta, lo hubiese lanzado a las aguas en el
interior de una botella. Desde mi ático, lo adjunto a mi paloma
mensajera. La respuesta llegará. No por parte del Gobierno, uno de los
interpelados. Del Gobierno no espero nada bueno. O silencio administrativo o
algo todavía peor: cartas certificadas, notificaciones, requerimientos. ¡Basta!
¡Basta!
Hmmm…
Creo recordar, en este preciso momento, una cita de H. D.
Thoreau, al respecto. Abro el lector Kindle, mi
reserva espiritual, biblioteca portátil que me hace sentir caballero andante,
y alberga cientos de libros, la mayor parte leídos, otros todavía por leer,
aunque, en este momento de mi vida, más que nada, prefiero releer.
Veamos. Buscar… Sí, aquí
está: Esclavitud en
Massachussets.
«Nunca he respetado el Gobierno que tenía cerca, pero
pensaba absurdamente que me las arreglaría para vivir aquí mientras me ocupaba
de mis propios asuntos, hasta olvidarme de él. […] Tal vez vivía con la ilusión
de que mi vida transcurría en algún lugar entre el cielo y el infierno, pero
ahora no acabo de convencerme a mí mismo de no vivir completamente dentro del
infierno. […] Tengo la impresión de que, de algún modo, el Estado ha
interferido fatalmente en mis legítimas ocupaciones.»
Reanimado
por tan saludables palabras, continúo ojeando el libro que incluye el texto
citado: Desobediencia civil y
otros escritos. Si no me equivoco, decía algo en otro ensayo acerca de
esperar correspondencia.
Veamos. Buscar… Sí, aquí
está, en Vida sin principios:
«A medida que nuestra vida interior se marchita, vamos
más incesantemente y desesperadamente a la oficina de correos. Puede dar por
seguro el pobre hombre que se aleja con el mayor número de cartas, orgulloso de
su abultada correspondencia, que no ha tenido noticias de sí mismo en mucho
tiempo.»
Quedo pensativo. Paseo junto a
Thoreau por el pasillo, que recorro a diario una y otra vez como monje de clausura,
de cabo a rabo. Ahora con el príncipe de Concord al lado, huelo a bosque de
encinas.
Al arribar a la entrada de mi morada aislada,
observo que por debajo de la puerta han introducido varios sobres y cartas. Facturas
y publicidad, o sea, propaganda. Los papeles impresos
vienen a decir lo mismo: esto pasará, estamos para ayudarte y… no salgas de casa. Una editorial
incluye una consigna jacarandosa: “Abre la puerta a la lectura. Lee en casa”. Yo leo donde quiero, caballero. Por eso,
de momento, no abro la puerta a nada ni a nadie.
El portero de la casa, distribuye por las viviendas el correo depositado en los buzones, y al atardecer, retira la bolsa de basura que dejo en la puerta (lado exterior que da al
rellano). Más que al dios
Mercurio, sus movimientos de subir y bajar la colina —lo mismo que mis andanzas
por el corredor— evocan en mí el destino del rey Sísifo, otro condenado sin
proceso, sin apelación, sin remedio; destronado mas no destrozado. Albert Camus
escribió en El mito de Sísifo: «Toda la alegría silenciosa de Sísifo
consiste en eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. […] Hay que imaginarse
a Sísifo dichoso».
Un
gorjeo en la ventana me hace volver a la habitación. Ah, ha llegado mi
esperanza blanca. La paloma mensajera resplandece delante del cortinaje nublado
de la lejanía. Mueve la cabeza de un lado a otro, deambula sin parar
sobre su pista de aterrizaje y despegue. No está inquieta ni nerviosa. Es su
naturaleza. Sabe que está en casa, en buenas manos. Yo sí, excitado, me hago
con su equipaje, que es para mí. Antes de desplegarlo, corro hacia la cocina y
le traigo un tazón con copos de maíz (mis provisiones no dan para más) y otro
con agua. Un mensaje. ¿Ves Thoreau, amigo mío, con paloma mensajera no hay
abultada correspondencia? El papel envuelve una fotografía:
El colaboracionismo con las fuerzas de ocupación tiene su
castigo. Que lo sepan. Lo pagarán.
Firmado: V de Vendetta
Elevo la mirada
al cielo. No estoy solo. El ave mensajera emprende el vuelo a cumplir su cometido,
de ida y vuelta. Columbro también dichosa a la paloma.
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