Los españoles están divididos en dos grupos: los indignados y los cabreados. Un fraccionamiento más. Una
separación visceral y primitiva, inmemorial, de la que resulta difícil acostumbrarse, que emerge a la menor ocasión. Ahí
está el célebre cuadro de Goya, Duelo
a garrotazos, para que no nos olvidemos de la memoria... histórica de
España.
Y
si no, para eso ha pasado José Luis Rodríguez Zapatero por el Gobierno de la
Nación: para alentar todavía más la riña y la lucha fratricida, el
enfrentamiento entre ciudadanos y Comunidades Autónomas, en las propias
familias, entre trabajadores y empresarios, entre el Tribunal Constitucional y
el Tribunal Supremo, entre las regiones secas y las húmedas, entre empleados y
parados, entre la izquierda y la derecha, entre hombres y mujeres, entre
creyentes y no creyentes, entre taurinos y antitaurinos, entre fumadores y no
fumadores, entre los míos y los otros. Para compensar, en
política exterior, se ha impulsado la Alianza de Civilizaciones.
José
Luis Rodríguez no sólo deja una España en quiebra económica, rota y
empobrecida, tercermundista y estancada, desacreditadas las instituciones
públicas, humillada y envilecida, enfangada en la corrupción y la golfería,
noqueada por la desmoralización y la desesperación general. Por si esto fuera
poco, Rodríguez Zapatero ha legado a la
posteridad (que será prolongada...) una nación furibunda y arrebatada.
Soñaba con hacer de España una España roja, y, en efecto, le ha sacado los
colores de la vergüenza a un país inflamado por la ira. Una nación que pugna
entre sí hasta en la forma de estar irritado: la indignación o el cabreo.
Los «indignados»
braman contra el Sistema y el capitalismo, los bancos y los mercados, los
«especuladores» y los inversores en Bolsa, atacan las Administraciones
Autonómicas gobernadas por el Partido Popular, denuncian los ajustes y los
recortes en el gasto público, quieren más funcionarios y más empleo público,
exigen más impuestos, más deuda pública y más déficit público (o sea, más
«políticas sociales» y más políticas ¡públicas, públicas, públicas...!), piden menos
Papa y más patata frita, menos Vaticano romano y más calamares a la romana; no piden, en realidad, un puesto de trabajo sino un
subsidio o, ya puestos, una pensión.
Los «cabreados»,
por su parte, están hartos de socialismo y de corrupción, de mamandurria y
bribonadas, hastiados de pagar impuestos y tasas, colmados de canon y otros arrebatos
recaudatorios, empachados de «brotes verdes» y de la vida cotidiana pintada de color rojo, de Autonomías y separatismos, cegados por la «luz al final del
túnel» y el cuento de nunca acabar, empachados de Ideología de Género, exasperados ante tanto «jeta» y tanta
«ceja», aplastados por la presión de incontables Administraciones y un
inacabable despilfarro con sello oficial.
Los
indignados, añorando la República gritan en la calle «No pasarán»; como además
son muy feministas y odian la economía de mercado, entonan el Himno de la prima de Riego. Los cabreados, antes conocidos como
los «crispados», dudan entre cantar un
Réquiem por España o rezar una Salve. Lo mismo de siempre.
Algún
optimista podría afirmar que siempre nos quedará el consuelo de los éxitos deportivos españoles, y, a la cabeza de
todos ellos, el fútbol y nuestra Selección Nacional.
―¡Nada
de «Nacional»! ¡«La Roja»! ― ruge una voz a la izquierda.
¿Lo
ven? Ya empezamos de nuevo. No nos ponemos de acuerdo ni en darle nombre a esa
fuerza y esa garra con la que nuestros muchachos ganan títulos internacionales espoleados
por la «Furia española».
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