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En aquellos tiempos de la Segunda República, las Cortes españolas
tuvieron a bien alumbrar la conocida como “Ley de vagos y maleantes”, a fin de
poner en cintura, entre otros, a rufianes y proxenetas, mendigos profesionales, borrachos y toxicómanos
habituales, así como a “extranjeros que quebrantaren una orden de expulsión del
territorio nacional”, según rezaba el artículo 2 de la susodicha. Los correajes
sobre el mono miliciano y el pistolón al cinto servían de uniforme para otros
menesteres de clerecía y para salir de paseo con personas indeseables (ricos,
famosos y gente de bien vivir), quienes, según dicta la justicia republicana,
estaban de más. En 1970, mire usted por dónde, en pleno periodo de “régimen
franquista”, fue derogada y sustituida por otra ordenanza de nombre menos
poético y alarmista, aunque más reformista que la previa: “Ley sobre peligrosidad
y rehabilitación social”. Finalmente, en 1995, la ley quedó anulada, ya no
había en el horizonte graves peligros, acaso a la vista de que, con el Partido
Socialista Obrero Español (la PSOE) en el Gobierno, “lo social” rehabilita
(garantiza casa y menú del día) a quinquis y a todo quisqui en la “casa común”
de la España del cambio que te cambio. Así pues, entre la rehabilitación y lo
social, en combinación política, se impuso la corrección y la normalización de
la norma normativa.
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¿Qué ha sido de aquellos vagos y maleantes de antaño? ¿Ya no hay o no quedan? No todos han podido instalarse en las instituciones dependientes del
Gobierno. Les han cambiado el nombre o el significado de lo nombrado (oiga, sin señalar), que en la era posmoderna, en la que todo es
Interpretación, cada cual toma las cosas según su particular percepción.
Por dar una pista, desde que los Ministerios de Gobernación y de
la Guerra pasaron a denominarse “Ministerio de Interior” y “Ministerio de
Defensa”, respectivamente, al maleante ni se le detiene ni encarcela, sino que se
le hace un homenaje público, se le da la bienvenida y también suele recibir
(hay que ser solidario y no egoísta) una “renta básica” para regenerarse,
no estar en riesgo de exclusión (está más de moda la inclusión) y forme parte
de la “realidad social”. Una rentita que si es de baja cuantía (básica en
exceso, podría decirse), no le hará abandonar la actividad tunante callejera,
siendo así que entre lo uno y lo otro (billetero y cartera) consigue unos
ingresos decentes. En la era del Internet social (socialización digital
de los datos personales, glasnost, etcétera) y
de las redes sociales (donde se vive en las nubes), el perfil
que adoptan los vagos y los maleantes les hace irreconocibles en la práctica,
virtuales y desfigurados, multiplicados e indefinidos, o sea, vagos en sentido de “imprecisos”.
El pillastre no asusta a nadie, ahora que triunfa lo supermoderno, lo laico y lo social, y, como digo, el miedo ha cambiado de bandido.
Érase esta vez el mileurismo,
que viene a ser como el milenarismo de bolsillo y a corto plazo. El vago no
trabaja porque no acepta ser explotado ni ser tratado como un esclavo, eso de
ir a trabajar y estar a las órdenes de un jefe por un puñado de dólares. He
aquí un vago que no es vagabundo, porque no se mueve del sofá ni se emancipa de
los padres, aun cumplidos los cuarenta años. Al no someterse tampoco a la
dictadura del antisocial salario y el laboral contrato (“¡Manos arriba, esto es
un atraco!”), como el maleante, al borde de la exclusión social, recibe una
ayuda social por parte del Gobierno, el Ayuntamiento o la Diputación
provincial, o de todas ellas a la vez. Con eso y lo que le sisa al padre de su
pensión, el muy poltrón va tirando. A esto le llama “emancipación social”. He
aquí otro pillo, que no pasa el cepillo pidiendo limosna ni la caridad, por
favor, porque quienes saben le han dicho que ahora tiene “derechos”, concedidos por la gracia del Estado
todopoderoso, también conocido entre el gentío como “Estado del Bienestar”.
El vagabundo de vocación no dispone, por lo general, de medios
económicos, pero tiene mucho mundo y fines que alcanzar. Un vagabundo no es un
mendigo. Por no tener, ni tiene abierta una cuenta corriente en el banco,
difícil es entonces el recibir una transferencia con la parte alícuota de la
redistribución de la riqueza general por parte del Gobierno, ese Robín Hood de moqueta
y gabinete. Porque aquí hablo de vagos de Gobierno.
Al vago, al maleante y al que salta la valla ya no se les pilla ni
incomoda ni priva de libertad. Las fuerzas de orden público protegen más lo
público que el orden: lo que mande el señor ministro. Su función en nuestros
días es la de proteger a humillados y ofendidos, a desvalidos y, en especial, a
las mujeres; admira comprobar cómo pocas de ellas ven como una humillación
y un ultraje ser tratadas, en bloque, como un colectivo de desamparadas. Hoy,
el “sexo débil” se siente fuerte e inmune (lo siguiente es impune) a la
violencia porque la autoridad (políticos, policías, jueces, procuradores de
todas clases) le auxilia y está de su parte. Mañana, ya veremos. El miedo ha cambiado de bando, la
vuelta de la tortilla, y ya afirmó Lenin: para hacer una tortilla
hay que romper huevos. La violencia legítima (que, palabra de Max Weber, es
monopolio del Estado) va contra los hombres que les dicen a las mujeres una palabra más alta
que otra o les tocan un pelo. A continuación añaden éstas, para más inri, que aquéllos, los muy
insensibles, no les hacen caso. Ah, pero, como es cosa sabida: La donne è mobile / qual piuma al vento/
Muta d'accento e di pensiero.
Al criminal, al ladrón, al violador y al degenerado callejero se
les regenera en dos tardes, matriculándolos (matrícula gratuita) en un cursillo
de civismo, solidaridad, ideología de género y empatía (hay más cursillos que pillos) impartido por gente muy preparada, voluntaria y voluntariosa, orgullosa
de concienciar al ingenuo y al infeliz. Sin olvidar las jornadas de conciliación
familiar, de manera que el truhán (palabra dura, más lo es “ratero”) se
conciencie sobre la no conveniencia de trabajar en el Metro, explorando el
bolsillo ajeno, cuando le toca labores de colada y plancha en casa.
Los anteriormente llamados “vagos, maleantes y gente de
malvivir”, dedican su tiempo libre, que no es poco, a tareas con ánimo de lucro, locución muy fea y
malsonante, pero, bueno, que pase, por esta vez, tratándose de afectados por el
Sistema. Dicha restricción, sinónimo de solidaridad y generosidad, ha quedado
para los organismos y asociaciones que antes les daban la sopa boba. Ya
no, la caridad era cosa de antes, ya digo, de cuando mandaban los curas y las monjas, que
adoctrinaban en abundancia, pero ahorrando en carne que echar al puchero. Ahora está la justicia social. En cualquier
caso, no se confunda “concienciar” con “adoctrinar”, problema conceptual en los
viejos tiempos, transformado de pronto en tema de sensibilidad social que se
adquiere escuchando al comité de expertos en las asambleas populares o en esos
cursillos de los que ya hemos hablado, donde asisten encantados quienes no
tienen nada que hacer ni falta que les hace, a los que igual les da Juana que
su hermana, ocho que ochenta, tan sólo van a echar la tarde, para no estar
solos, hasta la hora de cenar, y así de paso hacen amigos.
El pillastre no asusta a nadie, ahora que triunfa lo supermoderno,
lo laico y lo social, y, como digo, el miedo ha cambiado de bandido. La gente ha comprendido que molestan los sermones
evangélicos y el repicar de las campanas de la iglesia a la hora de la siesta,
pero no la pobre gente y el necesitado, los parias de la Tierra, que bastante
tienen con lo que tienen. El Padrenuestro pocos sabrán recitarlo, pero todos
han aprendido en la escuela pública este refrán tan viejo, y a la vez tan
moderno: “Del santo me espanto, del pillo no tanto”.
Continuará
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