Las letras impresas
en papel, o en cualquier otro soporte material, se nos antojan a veces, más que
ojos que escrutan al lector, agujeros negros que lo atraen, atrapan y engullen
en un fondo abismal del que no siempre ha salido bien librado.
Sea como sea, en la
historia del hombre —en la occidental, para ser más precisos— el cosmos tipográfico no nos ha quitado la
vista de encima. De dicha mirada omnímoda podría decirse lo que Søren Kierkegaard de la culpa, que
tiene sobre los ojos del espíritu el poder que ejerce la mirada de la
serpiente: una fascinación que hechiza
al tiempo que ofusca.
Ocurre, en efecto,
que si rastreamos la experiencia del «lecto-escritor» a través de su contacto
con los legajos y expedientes de todo tipo (gráfico) a lo largo de los siglos,
constatamos un escenario con tantas
luces como sombras. Por una parte, en el archivo enciclopédico se ha
querido percibir la realización de la utopía del saber y la emancipación de los
hombres, la plena consumación del proceso/progreso civilizatorio librario. Detrás de este sueño palpita
el espíritu del Iluminismo y la bibliolatría. Pero, por otra parte,
no han faltado señales «reactivas», de rebeldía crítica, de desobediencia, y
aun de cierta resistencia iconoclasta, ante tanta espesura y hojarasca que,
después de todo, no dejan ver el bosque originario que alberga la verdad
profunda de las cosas. He aquí, en esencia, el discurso hetero-doxo del biblioclasmo.
De la masa vegetal que produce el papel se ha llegado a
la masa literaria, a la logomasa. O por decirlo con
otras palabras: el libro, nacido con vocación de instruir y liberar, y como tal celebrado hasta la
glorificación y el ditirambo, así como la biblioteca, concebida como espacio de
recogimiento material y espiritual del hombre, acaso hayan llegado a ofrecer lo
contrario de lo presumido, hasta el punto de erigirse en poderosos obstáculos y
frenos para la realización personal de los individuos.
Walter Benjamin ya advirtió en su día de la lógica de la
reproducibilidad técnica infinita (aunque sin finalidad) que termina dominando
todo y sometiéndolo a su dictado. Hoy, hemos llegado al imperio de la
«xerocopia», donde desaparece la magia de la inicial edición y estampación; diríase que tanta impresión ya no impresiona, sino que aturde, confunde y
aburre. En nuestros días, arrolla el renovado pergamino del «hipertexto»,
ese inacabable e invisible (inabarcable) receptáculo
letrístico en el que no rige la extensión natural del espacio sino el plano
intensional, casi sobrenatural, del
tiempo ocupado en la búsqueda y localización de datos. En el ciberespacio, pero también en las
modernísimas bibliotecas y «libródromos»
(Mario Vargas Llosa), ni siquiera se
hojean libros, simplemente se ojea y se echa un vistazo en derredor. No se lee, se consulta. […]
Las bibliotecas se van convirtiendo cada día más en bibliotafios, inmensos e
impersonales edificios que simulan sepulcros de memoria tipográfica, pétreas y
laberínticas pirámides que acogen el legado de los muertos. A costa de
«abstractalizarse», estas descomunales sepulturas corren el riesgo de sumarse,
junto a aeropuertos, cárceles y centros comerciales, a la lista de los «no lugares» (Marc Augé),
paradójicamente, espacios de anonimato. Junto con las bibliotecas virtuales,
las bibliotecas físicas amenazan con
perder pie y disolverse en un espacio
aéreo, en una suerte de «grafósfera» evanescente y parpadeante. En estos
ámbitos públicos, pero también en los privados de las atestadas guaridas de
recolectores y lectores compulsivos —quienes ebrios de saber, leen para olvidar— no tiene sitio el lector metabolizante, el lector que vive
la lectura como ejercicio somático y único.
¿Es posible
deslegitimar la hybris del ámbito
tipográfico, denunciar la expansión ilimitada de lo escrito, sin pasar por un
inquisidor, un bibliocida, un fahrenheit, un incinerador o un mero
provocador intelectual posmoderno a la
moda? El principal agente que aviva
la flama destructora del libro no es otro que el propio entramado establecido
por la cultura: ella es la que tapia las librerías y las convierte en
inmensas cavidades de la repetición y lo superfluo, en imponentes bibliotecas
públicas (nacionales) de puertas y ventanas abiertas, por las que penetra el
oxígeno que acelera la combustión.
Se impone, entonces, la desmitificación de que todo está en los libros, superstición
tan hueca como la que sostiene que «todo está en Internet». La presente
conmemoración de las andanzas del Quijote permite recordar la historia con
especial relieve: el ama y la sobrina del hidalgo caballero descomponen la
ratonera de su señor a fin de despejar el seso y hacer que despierte su alma
sojuzgada y enloquecida por la lectura apremiante y obsesiva. Sólo de esta
forma es capaz de descubrirse a sí mismo y salir al mundo exterior para
tenérselas directa y personalmente con lo real, y conocer de primera mano la
aventura de la vida.
El presente texto es una adaptación
de la reseña, titulada «El
libro entre los muertos», del libro de Fernando R. de la Flor, Biblioclasmo.
Una historia perversa de la literatura, que escribí para Blanco y Negro Cultural, suplemento cultural del diario ABC, Madrid, nº 689, 2 de abril de
2005, p. 18.
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