En el año 1952, dicta Raymond Aron su célebre curso sobre teoría política y democracia en la École Nationale d´Administration de París, uno de cuyos episodios más valiosos gira sobre el conflicto entre los conceptos anteriormente confrontados. Porque, en efecto, Aron no duda en recalcar la contraposición sustancial que presentan las categorías de democracia y revolución, dejando en un segundo plano accidental las circunstancias históricas que hayan podido forzar su aproximación, en todo caso siempre puntual y transitoria.
La democracia moderna se expresa básicamente en dos formulaciones: pluralidad de partidos y procedimiento electoral; es decir, aceptación del otro y admisión de las reglas de juego en un proceso que requiere tiempo y compromisos. La democracia define en este horizonte una nítida vocación pactista y reformista.
La revolución, en cambio, implica la negativa a aceptar al otro en tanto que piensa distinto de uno (o sencillamente es distinto) y la ruptura de la legalidad para someterse a un proceso de violencia con vistas a la toma del poder.
Los tiempos y las circunstancias cambian, pero las esencias, donde las haya, permanecen. Partidos revolucionarios son hoy (siguen siéndolo) el partido comunista, que dice encarnar al Proletariado, y los nacionalistas, que están empeñados en materializar en cada terruño el espíritu del Pueblo. Y lo es, asimismo, el partido socialista cuando, desde postulados de la nueva/vieja izquierda, se erige en portavoz de la Opinión Pública, de la Calle y la Gente. Un mismo impulso totalitario se oculta, en todos estos casos, aunque a nadie engaña ya en sus manifestaciones presentes (tan poco contemporáneas ellas).
Afirman representar la «totalidad» o la «voluntad general», aunque pasan por encima (o adelantan por la izquierda) del significado preciso que identifica a la democracia representativa; intentan sacar materialmente del juego político al «otro político»; y se niegan a discutir aquello que consideran innegociable: su derecho a estar al mando de la sociedad, declarada patrimonio nacional (o nacionalizada). La negación fáctica del real pluralismo político y la prisa por tomar el poder los delata sin remedio. […]
Sépase que en España tal cosa —un golpe de Estado civil coincidente con una cita electoral— tuvo lugar en los primeros meses de 2004, y que sus promotores y comparsas no han respondido de ello todavía. Ni se han enmendado. ¿No es esto bastante para un tiempo de radicalismo?
Estos extractos corresponden a un artículo que, bajo el
título de «Tiempo
de radicalismo», publiqué ¡el 24 de Octubre de 2003! en el diario Libertad Digital. He introducido en la presente edición algunos pequeños cambios de carácter gramatical y de estilo. En cuanto al contenido del mismo, como puede
comprobarse, en España alargamos mucho los tiempos…
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