«Corría el mes de junio del año 1580 cuando Michel de Montaigne, dejando tras de sí su castillo, en la comarca del Périgeux, próximo a Burdeos, inicia un viaje por Europa. El itinerario cubre Francia, Alemania, Suiza e Italia, y le ocupa diecisiete meses. Habiendo abandonado las obligaciones públicas hacía casi diez años, escribía en la torre-biblioteca ese libro a través del yo y sus circunstancias que conocemos con el nombre de Ensayos. Igual que una araña teje la tela, en esta obra ejemplar, autor y producto se enredan entre sí, sin llegar por ello a enzarzarse, sólo a envolverse en un mismo destino. A esta labor dedica buena parte de su tiempo tan libre.
Pero, había llegado la hora de tomarse un descanso, de ponerse en movimiento… Montaigne sale de la torre y emprende un largo viaje, antes de que llegue la hora del largo viaje. Sube al caballo y enfila el camino, más que nada por el gusto de viajar, por placer, y de paso para tratarse el «mal de piedra», dolencia que le aquejó durante gran parte de su vida. Cabalgando, según afirma, las molestias físicas disminuían.
Las impresiones de la marcha y las estancias en ruta han quedado anotadas en un cuaderno de viajero, el Diario del viaje a Italia a través de Suiza y Alemania de Michel de Montaigne, cuya primera etapa la redacta su secretario y acaso también, escudero.
A comienzos de octubre, Montaigne arriba a la ciudad de Basilea (en francés Bâle, pero que en aquellos tiempos denominaban Basle). La bitácora recoge unos breves apuntes acerca de las costumbres de las gentes del lugar, de los colores del cuadro urbano que descubre el ensayista. En uno de ellos leemos lo siguiente:
«Tienen una infinita abundancia de fuentes en toda esta región; no hay pueblo ni encrucijada en donde no las haya, y muy hermosas. Dicen que en Basilea hay, contadas, más de trescientas.»
La percepción más poderosa y viva de esta ciudad que ha quedado grabada en mi mente coincide, punto por punto, con la citada estampa. Las fuentes de Basilea. […]
»Ahora bien, lo realmente excitante de estos recorridos por rutas angostas no es tanto admirar lo que uno espera cuanto descubrir lo que irrumpe de modo imprevisto, nos sorprende y conmueve.
A la vuelta de mi viaje por el norte de Italia, volví a leer el diario del filósofo que daba cuenta del suyo, en el que hacía constar el goce que experimentó al contemplar «en los jesuatos [sic], una planta de rosal que da flores todos los meses del año». Acaso hablaba de rosas muy semejantes sobre las que ahora yo me inclinaba, para olerlas mejor.»
Fragmentos de mi libro El alma de las ciudades. Relatos de viajes y estancias (Amazon-Kindle, 2015).
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