domingo, 29 de septiembre de 2019

LA GENERALA


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Mujeres de armas tomar. Dícese de especies del género femenino que son guerreras, batalladoras y luchadoras, que atacan y contraatacan, no se rinden nunca y agotan a cualquiera. Haberlas, haylas, y no pocas juntas, sino revueltas, casi siempre. 

Es cosa curiosa que su incorporación a filas, a la carrera militar, llegase tan tarde (si observamos el fenómeno con mirada histórica), cuando la puntualidad, la puntería y la observancia de las ordenanzas han sido pilares de los ejércitos.

Los tiempos están cambiando, ya lo cantó Bob Dylan. En realidad ontológica, todo es cambio. Ya lo sentenció el filósofo Heráclito de Éfeso, que aun sin tener el Premio Nobel de Literatura merece leerse sus cogitaciones. En el campo de Marte y en cualquier parte, las cosas cambian a su manera, no siempre de cualquier manera. Normalmente, a la moda moderna, que es la que se lleva, no moderada, que suena a modosa. Todo ello sin perder de vista la diversidad de nubosidad variable, la tolerante elasticidad y la interpretación sin fronteras. Ya veremos cómo encaja todo esto con la disciplina castrense, la uniformidad uniformada y la fiel infantería.

El progreso va de modernizar las instituciones, incluso algunas tan trajinadas como la militar. Pero para eso es progreso. O, al menos, de cambiar las apariencias, renovar la fachada, para así cuadrar (¡cuádrese, recluta!) con el desfile de lo cívico y la pasarela (que no parada) de lo social. A casa vieja, puerta nueva. El edificio de la comandancia y la capitanía general ascienden de abajo arriba, desde el mandato de cabo furriel al generalato.

 Generala, pues. Nada de qué asombrarse. En los viejos tiempos, o sea, en la época del Generalísimo, decíase “generala” para nombrar a la mujer de general, sin excepción, un varón, noble o plebeyo

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Ha sido tal la llamada general a formar la tropa, que, según el parte de novedades, ya tenemos nombramientos de generala. Una señora al mando superior, prietas las filas, ¡a formar! Y mucho ojo con el lenguaje cuartelero. No significa esto una conmoción en la profesión armada; todo es cuestión de acostumbrarse. No se trata, pues, de llevarse a las manos a la cabeza y gritar “¡A mí, la Legión”!

Mirado atentamente el proceso, la verdad es que el ascenso por consenso ha tardado en llegar, bastante más que otras promociones de protección oficial. Era patente desde hacía siglos que los acantonamientos y los campamentos estaban hechos un desastre, unos reductos desorganizados como piso de soltero, poco pulidos y aseados, por no hablar de los aseos, que en la jerga castrense suelen denominarse “letrinas”. No se les conoce por ese nombre por amor a las letras ni por aquello de vivir a campo abierto e ir de maniobras, aunque el término no sea ajeno a la etimología. “Letrina” viene de la voz latina “latrina” que significa “retrete”; no sé lo que suena (ni huele) peor.

Ya saben, me refiero a ese espacio retraído, no por acoger a los tipos tímidos, sino por lugar reservado, el “escusado” o el “lavabo”, que dirían los cursis y los finolis, como si la cosa no fuese con ellos. Menos mal que en guarnición se denomina a ello “letrina”, no “retrete”, y no le afecta el síndrome del nombramiento, como le pasó al general. En caso contrario, ahora que manda la generala —corrección política, inclusive—, para cambiar la imagen de la guerra y el talle de la guerrera, “retrete” pasaría a titularse “retreta”, lo cual provocaría un lío fenomenal. Lo digo por los toques de corneta y el lenguaje trompetero, tan afectado como las modificaciones y modas del habla. Hasta nueva orden de la superioridad, “retreta” es la melodía que informa del fin de la jornada militar, función que cumplía la sirena en las fábricas. Pero, no deseo ponerme nostálgico.

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Generala, pues. Nada de qué asombrarse. En los viejos tiempos, o sea, en la época del Generalísimo, decíase “generala” para nombrar a la mujer de general, sin excepción, un varón, noble o plebeyo. Porque, penetrando en el túnel del tiempo, el rango de alta oficialidad estaba reservado a personas con linaje aristocrático, por ejemplo, al barón, raramente, a la baronesa.

No hay soldado sin soldada, todo sea dicho sin ánimo de lucro, pues quien más, quien menos, recibe la paga. Y los efectos que reportará a la ciudadanía serán inmensos; a medio y largo plazo, eso sí. Se dará paso ligero a la revolución lingüística, pero suprimido el pase pernocta. La cantina ganará al bar. Dejar de llamar “novia” al fusil. La juventud ya no irá al frente, que es una afrenta. La Brigada y la División, la misión de paz y la retirada, tendrán más mando en plaza que el ataque y el contraataque. Para identificarse, entre sombras, seguirá usándose la contraseña.

En caso de reposición del servicio militar obligatorio, la cartilla militar volverá, probablemente, a recibir el nombramiento de “la Blanca”, aunque la superioridad ha elevado este asunto, para su detallado estudio, a departamentos universitarios de Estudios Culturales y de Género, no vayan a ofenderse las razas humanas de diferente color y los sexos variados.

Y ahora rompan filas. Que lo manda la generala.  



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