Ando por el pasillo de casa. Muevo las piernas. Ya he
perdido la cuenta de los días que no he podido salir. En arresto domiciliario, como un ex ciudadano
K más, sin proceso, todavía.
“Andar”, he dicho, no “caminar” ni “pasear”, dos
locuciones que significan ir a algún lugar, recrearse, explayarse, sea en
ámbito urbano (flanêur) o andariego
rural por senderos, caminos y bosques. El
pasillo de mi hogar, transformado en un "no lugar", poco tiene de corredor, pues
no da de largo para trotar ni ir a paso ligero; para andar, y ya está.
No debe equipararse “caminar”, noción
próxima a la metafísica (y a la patafísica
también, sí) con hacer ejercicio físico, con estirar las piernas…
Este
pasillo es, en efecto, un "no lugar", porque actúa, según formulación de Marc Augé, como si nada alrededor pasara o le afectara. Tomémoslo, entonces, como sitio, no el de Zaragoza o Numancia
o Sagunto, sólo una zona de paso… a ninguna parte.
Observo que algo se desliza por las baldosas próximas a la
entrada. Si empiezo a ver cucarachas
(vivas y vivarachas o producto de la imaginación), esto ya adquiere tintes kafkianos. Pero no, se trata de algo
todavía peor. Un periódico se cuela por
debajo de la puerta, tanto tiempo cerrada. No quiero abrir y
descubrir al autor del desliz. En realidad, no puedo, no debo hacerlo. Podría
ser el portero del edificio, aunque no es la hora habitual del reparto de
correo en esta casa-cuartel.
Miro el visitante entrometido, sin tocarlo con la mano.
Lo empujo con la punta del zapato para descubrir la cabecera del diario. Sí, claro, ¿cuál iba
a ser? No estoy subscrito, no vaya usted a confundirse y yo a abochornarme. ¡Qué delgado está! Será por la leyenda esa
de que el poder desgasta mucho. Más que una edición diaria y ordinaria,
aparenta boletín o folletín.
Busco unos guantes de goma para cogerlo. No quiero
contaminarme. Estos papeles, prensados
más que pensados, multirreciclados,
que se arrastran, rugosos y pringosos, por los suelos, te dejan las manos hechas
un asco sólo con tocarlos, manos sucias de tinta con mala pinta, negro
murciélago sobre blanco roto o grisáceo, con
olor a gasolina o a las denominadas “vietnamitas”, que estampan panfletos
en ciclostil, los cócteles molotov de
la edición impresa en papel.
¡Cómo
viene la prensa!, que diría el humorista Tip (del dúo Tip y
Coll). Ésta viene reducida, dos hojas dobladas por la mitad, sin ocultar su
doblez. Un presente que yo no he pedido. Prensa
invasiva, repta por el resquicio de la puerta, penetrando en mi ciudadela. El
titular, a cuatro columnas, dice algo sobre un virus letal que recorre Europa y
el mundo entero. Y, a grandes caracteres, leo términos y expresiones como
“pandemia”, “mascarilla”, “¡quédate en casa!”, “cuarentena”, “esta guerra la
ganaremos, finalmente” (entonces, ¿es esto
una guerra?), “todos y todas, unidos y unidas, podemos”.
Pero,
¿esto que es…? Esto era ello, algo así
como el Ello freudiano: “el Ello no es sólo un auxiliar, sino
un sumiso servidor que aspira lograr el amor de su dueño” (Sigmund Freud, El Yo y el Ello, 1923).
El título de una de las columnas llama mi atención y recibo otro pinchazo de alarma: “El virus nos iguala a todos”. Probablemente, pienso, he aquí la clave de la cuestión
De modo que de esta clase era la tormenta anunciada. Por
eso no llovía, haciéndonos creer lo contrario de lo que hay. He vivido este
tiempo de clausura en un engaño escenificado por aquel tipo sospechoso, que,
ahora lo sé, no era el “hombre del tiempo”, sino “el señor de los bichos”, sin
adecentarse al mostrarse en público. Sigamos,
porque sigue el engaño de los sentidos.
Despliego el periódico (o lo que sea), demacrado y
escuálido. Del interior cae un impreso
tamaño cuartilla, con el membrete del periódico y de la entidad colaboradora.
“Sabemos que estás en casa”.
¿Violentar la
esencia del hogar y más engaños? Y ahora esto.
Veo en los papeles muchos anuncios publicitarios, cuyos rótulos remiten a los
lemas anteriormente mencionados. Pocas
noticias. Más que nada, advertencias, cifras de muertos, ex ciudadanos detenidos
por salir a la calle o conducir su vehículo, y en este plan.
Y varias columnas de Opinión. Todos los autores pidiendo
a la población que aguante, no desgastar al Gobierno, que vela por nosotros, y
que cuando esto acabe, veremos un "mundo nuevo", “paradigma” de “igualdad y
justicia social”. El título de una de las columnas llama mi atención y recibo otro pinchazo de alarma: “El virus nos iguala a todos”. Probablemente, pienso, he aquí la clave
de la cuestión.
En la última página, cubriendo gran parte del espacio, otro
letrero: “Edición especial gratuita. Entidad colaboradora: Gobierno de Turno.”
Es suficiente. Redoblo
los papeles que me servirán como zócalo en el interior del cubo de basura. Por lo del
goteo.
Me asomo a la ventana. El exterior. Un páramo, una estepa siberiana, donde antes había calle y
ciudad. Vehículos patrulla de policía, haciendo sonar las sirenas, cortan
el aire a toda velocidad. Helicópteros sobrevuelan azoteas y terrazas de
viviendas. Ningún viandante. Bueno, sí. Una barrendera (antes, en realidad, se decía "barrendero"; ahora, no sé), empuja un carrito de donde sobresale una escoba y un recogedor.
¡Qué raro! Tan sólo transita, embozada con una mascarilla y tocada con una gorra
de béisbol. Con las manos enguantadas habla
por el teléfono móvil, mientras, con actitud vigilante, observa edificios y balcones.
Me retiro del mirador mirado, me sitúo a cierta distancia y medito.
La
paloma mensajera parece haber escuchado nuevamente mi
plegaria. Por fin, un mensaje nuevo. Nos miramos a los ojos y diría que vemos
lo mismo. Esta vez, sí descansa un momento para recobrar fuerzas.
Leo la misiva:
El primer agente letal que aniquiló la libertad en España llegó en tren. El segundo, en ambulancia, custodiada por coches patrulla de la policía y camiones del ejército. El tercero…
Firmado: El que avisa no es traidor
No hay comentarios:
Publicar un comentario