domingo, 19 de abril de 2020

CUADERNO DE UNA TORMENTA SECA (6). “CUANDO ‘ESTO’ ACABE”



Hace más de un mes que no veo el sol. Todos los días lo mismo: una masa gris pintando un horizonte incierto. Silencio exterior clamoroso, de cordero degollado, sólo roto por el ruido de sirenas de coches patrulla, tropas del Ejército, helicópteros de apocalipsis y aviones radar, filmando, todos unidos, a los pocos ciudadanos que se aventuran a salir a la vía pública (¡qué ironía!), para comprar una barra de pan, proeza que les cuesta mucho más que antes, cuando el capitalismo, tanto en el precio de la pieza como en controles policiales: “¿quién es?, ¿de dónde viene?, ¿adónde va?”
Me parece percibir, sin embargo, el rumor de una calle con mal humor, dividida, ay, entre quienes disfrutan de la fiesta nacional, en el tendido de sol que más calienta, esperando la hora de la verdad, la suerte de varas, y, de la otra parte, la mayoría, sentada a la sombra, congestionada entre suspiros de España y la ahogada esperanza: “ver la luz al final del túnel”, “esto no puede durar eternamente”; “cuando esto acabe”…
Tengo que escribir sobre esto, para no olvidarlo. Y si alguien lo lee algún día, sepa qué sucedió. Firmaré con seudónimo, por si acaso:



SUCEDIÓ UN DÍA
1
Esto que sucedió fue un ataque “Made in China”. Un ataque en forma de virus muy contagioso proveniente de la República Popular de China. No sabemos cuándo comenzó la expansión de la ponzoña, ni si fue engendrada en cocinas o en laboratorios, si casual o intencionada. El caso COVID-19 se extendió con la velocidad y la violencia de una inmensa nube radioactiva, con efectos devastadores, como ocurrió en Chernóbil, un aciago mes de abril de 1986, con la fuga de radiación de la central nuclear situada en la actual Ucrania, por entonces perteneciente a la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas).
Por convicción profunda y porque no favorece la racional comprensión de las cosas, no soy adicto a la conspiranoia, ni creo estar afectado de paranoia alguna, de momento. Pero, tampoco creo en las casualidades. Como sentenció el filósofo español Ortega y Gasset: no sabemos lo que nos pasa, y esto es lo que nos pasa. Esto que convulsiona hoy todo el planeta presenta múltiples enigmas, sospechosas concurrencias y reacciones, estas sí, reconocibles por su cariz totalitario, vinculado necesariamente con el agente vírico. Se han reunido el horror y el terror, aprovechando que el río Yangtsé pasa cerca de Wuhan (República Popular de China).
No extraña el alcance global del caso, porque vivimos en la era de la globalización, donde un estornudo en Sídney produce una cadena de resfriados en Nueva York; algo así como el efecto mariposa. Lo que sí parece claro en todo este turbio asunto es la respuesta desmedida y desproporcionada (casi diría próxima al reflejo condicionado), la sobreactuación general, habidas. Lo cual alimenta dudas y desconfianzas respecto a la actuación aparatosa y ruidosa llevada a cabo por los Gobiernos, en términos generales, que en lugar de frenar o aminorar la histeria colectiva, la promueven. Por algo será.
En esta ocasión, la epidemia ha dañado todo el planeta, adquiriendo así carácter de pandemia; tampoco sabemos, a día de hoy, si sólo por efecto de contagio físico entre personas o merced a una feroz ofensiva mediática y política. De países sometidos a regímenes comunistas es imposible conocer la verdad, como en los dos desastres citados. Y en los supremos grupos o clubs de poder y en las logias se impone la regla sagrada del secreto. Sin embargo, o tal vez, a causa de ello, la información emitida por los aparatos de propaganda orientales ha sido reproducida casi literalmente, sin reservas ni medidas de precaución y prevención que eviten transmitir datos contaminados (y contaminantes), por los medios de comunicación de masas, sin apenas excepción. Aunque en el mundo entero haya sido declarado, de hecho, el “estado de alarma”. Con apreciables diferencias en cuanto a grado de fuerza, dureza y prolongación del mismo.
Las diferencias derivan de varias circunstancias: según el impacto del COVID-19 en las diversas áreas geográficas y dependiendo del grado de libertad y de garantías democráticas en cada una de ellas. Ambas circunstancias están estrechamente ligadas. En cualquier caso, el resultado, interactivo y conexo en la aldea global, es que se ha inflado un globo (¿sonda?) descomunal cuyo desinflado resulta complejo: si pausado (apretando con los dedos la boca de la gran bola), muy estridente; si fulminante (pinchando su fina capa y haciéndola estallar), propenso a producir una sacudida fabulosa, por inverosímil, tras tanto ruido (en el sentido semiótico), y por estruendoso, como cuando salta la tapa de una olla a presión.

2
Pero, ¿qué ha pasado, en realidad? El “Estado de Bienestar” ha generalizado un sentimiento por el cual la gente no soporta ni consiente padecer dolor ni sufrimiento alguno, carencias ni caries, recortes ni brechas, ni desigualdad ni libertad, ni suerte ni muerte. Vende su alma al diablo por un abrazo fraternal, por la ilusoria empatía, por recibir un “Me gusta”, por una paguita.
He aquí un sentir sin fin que no escucha la voz de la razón, sino los cantos de sirena, una lírica emocional en la que la necesidad prima sobre la virtud y el azar, y todo está programado, intervenido, planificado, organizado por la “geometría de las pasiones” (Remo Bodei). Por algo dicen que tenemos en España el mejor sistema sanitario del mundo y seguridad social. Y luego añaden que el pescado está caro.
En este mundo feliz, en esta utopía producida a cargo de los Presupuestos Generales del Estado, no hay lugar para la enfermedad, aunque no paran de construir hospitales públicos. Unas décimas de fiebre convierten a un individuo en un enfermo en fase terminal, siendo interpretados dichos síntomas, en primera instancia, como un fallo del sistema general de previsión. Cuando se ha perdido el sentido de la medida y el control de las pasiones, cuando han sido borradas —junto al sentido común— la jerarquía y la taxonomía, cuando manda el igualitarismo universal, cuando una crisis de ansiedad cuenta tanto como un infarto de miocardio; un catarro, como una gripe; una gripe, como la peste; cuando todo cuesta lo mismo, ¿qué nos queda? Nada. Y la nada no es.
Amamantada la gente con este líquido sin cuajar, al menor malestar exige al Gobierno que haga algo, lo que sea, todo lo que esté en su mano hacer a fin de que el miedo y el dolor insoportable paren. Todo significa cualquier cosa.


Desde que el COVID-19 anegó el planeta, sólo se cuentan (¡uno a uno, registro al minuto, a modo de dispensadores de turno en la carnicería!) los fallecidos por el coronavirus, la reina de las enfermedades, eclipsando las demás defunciones, condenadas a la fosa común del abandono y el olvido, bajo la etiqueta “de muerte natural”. Porque el virus chino no es un fenómeno “natural”. Es un caso aparte: la madre de todas las batallas, abrasando cuerpos y encendiendo emociones.
Un ministro socialista de Defensa en España, de cuyo nombre no quiero acordarme, afirmó muy ufano (cuando la “guerra de Irak” y el “No a la guerra”) que para terminar con las guerras había ordenado a los servicios jurídicos del Ministerio del ramo (de olivo) que estudiaran la forma de “borrar” la palabra “guerra” de la Constitución y textos fundamentales de la organización del Estado.
¿Cree usted que porque pague cincuenta tipos de impuesto no acabará pagando sesenta, y de ahí, en adelante? ¿Opina usted, es un suponer, que los “tests de idoneidad” (o como los llamen) que el banco le exige cumplimentar una vez, por su seguridad y tranquilidad (las de usted, digo), no van a repetirse cada pocos meses? ¿Concibe usted la esperanza de que el censo y control (al estilo policial) de infectados por El Virus y ya restablecidos, de los que en pruebas de formación profesional han dado positivo, negativo o ni sí ni no, de los “asintomáticos” que podrían (es otro suponer) contagiar a otros, de quienes pasaban por ahí (por no quedarse en casa, como está mandado), son definitivos, para siempre y el cuento se acabó? ¿Lo mismo que imaginar que el confinamiento o arresto domiciliario acabará un día y ya está, que nunca más se repetirá y tras él nos espera la libertad? Está usted, y perdone la franqueza y la confianza, en un error o algo confuso.
Como ocurre con los impuestos, con los controles bancarios y con la muerte, las medidas especiales son excepcionales. Ahora sabemos lo que esto quiere decir, no extraordinarias ni cual breves intervalos, a modo de recreo escolar, hora del bocadillo o del pitillo, intermedio en los espectáculos. En consecuencia (según dictaminan la inteligencia emocional y el CNI), la gente exige, con rango (de) general, al Gobierno que imponga el uso de mascarillas y la realización de tests masivos, de esos que pueden confinar al examinado en un hospital de campaña, sin fecha de salida. Ah, ¡y vacunación universal y obligatoria, con o sin prescripción médica individualizada! El totalitarismo nunca ha visto más a mano un plan de actuación como éste, ni lo ha tenido más fácil.
¡Despierte usted, caramba! Tras levantar la primera fase de lockdown, vendrá otra más, por lo mismo o por de lo más allá. ¿Por qué un perro va a soltar la pieza cuando ha mordido carne blanda que no se le resiste?
A partir de este momento, cualquier brote epidémico, largo periodo de sequía, crisis sanitaria o catástrofe natural está en condiciones de ser declarado “estado de emergencia”. Según aconseje el momento y la oportunidad, y cuando lo disponga la Autoridad competente. Por dicho edicto, los derechos y libertades de los individuos quedan en suspenso (provisionalidad prorrogable), bajo el estricto control del Estado (o lo que quede de aquéllos), en esta Sociedad Limitada que ha sustituido a la sociedad libre y bien ordenada.

3
Entonces, cuando esto acabe, ¿qué? Para conjeturar acerca de adónde vamos es preciso esclarecer previamente quiénes somos y de dónde venimos. La civilización occidental, por decirlo en pocas palabras, está en plena crisis de identidad, autocuestionada, acomplejada y con sentimiento de culpabilidad, lo cual la coloca frente a un horizonte enigmático de decadencia, deconstrucción y autodestrucción. Una civilización prácticamente irreconocible, trastornada por ideologías que basculan desde el desvarío colectivo hasta los límites de la insania y el totalitarismo. De ahí venimos. De modo que nadie se escandalice ahora ni se rasgue las vestiduras ni se indigne. Este proceso demencial viene de largo, siendo no sólo consentido por gran parte de las sociedades sino incluso celebrado por gran parte de sus integrantes, con una mezcla de descaro, bobería e inconsciencia.
“El día después es algo así como la exacerbación de esa perversión que ya existía el día anterior.” escribe Álvaro Vargas Llosa en el Prólogo del libro Doce de septiembre. La guerra civil occidental (2007), firmado por Martín Alonso. El 11-S (asunto que centra el argumento del ensayo) no cambió el mundo. El día después del “Suceso” es cuando empezamos a darnos cuenta, efectivamente, de lo que, realmente, sucedió aquel día, 11 de septiembre de 2001, de cómo había cambiado el mundo. Entiendo que algo semejante, en cuanto al antes y al después, puede decirse a propósito de lo que ahora nos está pasando.
“Cuando esto acabe” significa, en rigor, que esto ya ha acabado, se acabó cuando las sociedades aceptaron la derrota, la mascarada y el fin de fiesta. Hace tiempo. Sólo faltaba la oportunidad para rematar la faena. ¿Qué paisaje encontraremos después de la batalla? El mismo que el de antes, ausencia de libertad, imperio de los sentimientos, gente muerta de miedo, orgullo del pobre, el espacio y el tiempo detenidos en 1984. Lo anterior, pero desestructurado, robotizado, taimado, un universo matrix donde nada es real ni verdad, sino impostura y “posverdad”, impuesto, imperativo y aceptado, un estado de obediencia en un mundo fenoménico (compuesto de reflejos y sombras), elevado en las redes sociales de Internet a la categoría de fenómeno viral.
Veréis cosas que no creeríais, que no creeréis. Porque ya han pasado.
Navegante genovés



La paloma mensajera, dulce compañía, hoy ha pasado de largo. Tiene muchas entregas en estos tiempos de cerradura, en estos condados de candado. Otro día vendrá.

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