«Si las lenguas persiguen básicamente la libre comunicación entre semejantes, toda tentativa de reglamentación y politización de las mismas provoca necesariamente el efecto contrario: incomunicación y coerción. Entender la lengua como un instrumento cultural patrimonio de los individuos, y no de un determinado territorio o nación, es una reivindicación de libertad y autonomía del hombre. Toda forma de imponer a los individuos una regulación lingüística sin su consentimiento y voluntad representa, sencillamente, una violación de elementales derechos humanos. Desde esta perspectiva, es el hombre el que elige la lengua, desde el libre albedrío, la libre decisión y sus legítimos intereses.
[…] el escenario donde se desarrollan los vínculos entre los hombres es la sociedad civil. En ella confluyen los asuntos públicos y en ella se proponen vías de encuentro y solución. Serán esas relaciones y esos intereses los que decidirán el futuro de los medios que utilizan para tales fines: las lenguas son uno de esos instrumentos. A nadie escandaliza hoy que las lenguas vayan arrinconando (o abandonando) determinadas voces o expresiones por su propia dinámica evolutiva, y que, al mismo tiempo, vayan incorporando otras nuevas, irreconocibles e impensables anteriormente. ¿Por qué tiene que trastornar que se aplique tal descripción a las lenguas mismas? La pragmática del lenguaje, que parece dominar intelectualmente la perspectiva en el tratamiento de la comunicación (desde lo filológico a lo filosófico), considera acertado que el significado y sentido del lenguaje estén definidos en última instancia por su uso real y práctico. ¿Quién teme, entonces, que sean los mismos hombres, con sus usos y decisiones libres, en sus relaciones civiles, quienes definan la propia vida de las lenguas?»
Fernando
Rodríguez Genovés, «¿Quién teme el darwinismo lingüístico? Sobre purezas de la
lengua y otras políticas lingüísticas», en Razones para la ética. Ensayos de ética autónoma y humanismo racional, Valencia, 1996.
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