domingo, 1 de agosto de 2010

LISBOA: VACÍO PERFECTO ENTRE AZULES (y 2)



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La tierra del portugués es el mar porque no tiene otra salida. Materialmente hablando, se encuentra entre la espada y la pared. Portugal, navío de piedra con el mascarón de proa orientado al Oeste, si tiene que elegir entre España y el Atlántico, elige siempre el océano. Y hacia las aguas orienta la proa para buscar nuevas y prometedoras vías de existencia. Cuando a raíz del proceso de descolonización, las colonias dejaron de procurar poder y recursos, en la nación lusa sobrevino la crisis. O, mejor dicho, profundizó en la crisis. La espada seguía enhiesta en su conciencia acosada y la pared de los vientos en contra cerraba el paso a nuevas aventuras y negocios.

Las relaciones entre España y Portugal han sido siempre (siguen siéndolo) de desencuentro, cuando no de ignorancia mutua. Sabido es que la convivencia vecinal entre territorios e individuos crean por lo común más recelos y conflictos que férreas amistades, sobre todo cuando entre ellos existe un notorio contraste en cuanto a extensión y poderío.
En realidad, España no es que se sienta superior a Portugal: su actitud es más bien de desinterés y desconocimiento. Para el español común, Portugal no pasa de ser un apéndice nasal en la geografía peninsular, no imprescindible para poder respirar, invariablemente huidizo y borroso ante la mirada que uno lanza sobre su propio rostro.
Por su parte, para el portugués común, el español —y lo español— provoca cierto recelo y bastante desconfianza. Lo tiene demasiado encima, siente su aliento constante en la nuca, le recibe gustosamente como turista, le ofrece amablemente un menú típico a base de mariscos, bacalao y pasteles de crema con canela, sin estar muy convencido de que todo ello calmará su voracidad, dejándolo satisfecho y sin deseos de ganarse nuevas piezas a su costa.
España, país que rodea Portugal por tres costados, para el portugués, es país a sortear. Hoy cuando el portugués parte con destino a cualquier lugar de Europa o del resto mundo se las ingenia con tal de no pisar suelo español. En primera opción, salir volando, vía Londres (Gran Bretaña ha sido siempre su mejor aliado). Si no queda otro remedio, al volante del automóvil, apuntando hacia la «ruta de los portugueses», pero no descendiendo de él ni para aliviar ciertas necesidades básicas, pues preferible es contraer una cistitis que algo peor… En última instancia, siempre queda echarse al mar.
Una gran parte de los productos que consumen hoy los portugueses son de producción y manufactura Made in Spain. Muchas tiendas que dan luz y color a la lisboeta Avenida da Liberdade, desde la Praça Marqués de Pombal hasta la Praça dos Restauradores, son de marca española. Tamaña afrenta al orgullo portugués es sobrellevada, no obstante, con obligada nobleza. Sentado en una de las terrazas de la plaza —que dice abrirse a la liberdade pero que, en realidad, y para mayor escarnio del portugués, desemboca en los escaparates de Mango, Hermenegildo Zegna y Adolfo Domínguez—, leía yo en el diario lisboeta Público un estudio realizado por un organismo dependiente del Ministerio de Defensa luso, según el cual «el país vecino [o sea, España] es capaz de tomar posesión de Portugal en seis horas». A continuación, tranquilizaba a la población nativa asegurando que, a pesar de todo, nada debía temerse, porque España es nación aliada y no enemiga…
El título del artículo resultaba muy clarificador sobre el estado de ánimo general, decía así: «Ameaça espanhola nao é militar. Altos comandos actualizam Conceito Estratégico Militar e desmentan "inimigo" ibérico». Al día siguiente, advertí en otro periódico de Lisboa, Diario de Noticias, este llamativo titular que encabezaba un reportaje sobre el estado de las relaciones comerciales entre ambos países: «Espanha invade o mercado portugués». Que a menudo determinadas obsesiones ocultan, en el fondo, un oculto deseo es asunto de diván y consulta psicoanalítica, de historia y sociología, o bien de filosofía política, que, sea como fuere, no desarrollaré ahora en esta crónica viajera.

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Por lo que a mí respecta, sin propósito de invasión, me encaminé pacífica y tranquilamente hacia el Chiado. Tenía curiosidad por comprobar el estado de la rehabilitación del célebre barrio lisboeta tras el último incendio sufrido el año 1988. Me lo tomé con calma y emprendí la pronunciada cuesta de la rua do Alecrim, continuando la escalada en la Praça Duque da Terceira, próxima a la estación de Cais do Sodré, hasta coronar el Bairro Alto.

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Desgraciadamente, la obra de restauración de la zona afectada por el fuego estaba todavía a medio terminar, en pleno ajetreo de máquinas y operarios. Desde la Praça de Camoes hasta el Largo do Carmo, pasando por la rua Garrett, todo el entorno transmitía una sensación de gran desconcierto, hasta el punto de que la estatua de Fernando Pessoa, emplazada en la terraza del café A Brasileira, había sido retirada, a fin de no ser dañada, cuidando así de no incrementar, todavía más, el consustancial desasosiego del escritor en el más allá. Comoquiera que el espíritu del poeta lisboeta ya no protegía el territorio bajo su jurisdicción espiritual, yo mismo sentí flaquear mi ánimo, aturdido por el fragor ambiental, desvalido e incapaz de seguir sorteando grúas y adoquines desplazados como en un puzzle sin completar.
Me dirigí, en consecuencia, al eléctrico de la Calçada da Gloria para volver a Restauradores. Mecido por el tranvía que cubre tan corto recorrido, trasbordador que sube y baja desde el cielo a la tierra, y viceversa, vehículo de mecánica y monótona existencia, condenado a un constante descender de la calle para, recogida de nuevo la carga, volver a cubrirla en una infatigable subida sin fin, el trayecto se me hizo infinito. Y es que a lomos de este Sísifo lisboeta sobre raíles, yo no podía dejar de reflexionar sobre el destino mítico de este héroe de la repetición y el eterno retorno que parecía encarnarse en la ciudad, en sus monumentos, en sus gentes, en sus sentimientos, en sus tranvías, una meditación que me perseguía como un fantasma por todos los rincones de la villa. Subir y bajar interminablemente la cuesta, como una condenación mitológica, soportada sin culpa ni remordimiento, pero siempre con suma resignación. Así percibía yo también el ir y venir de los transeúntes por las longitudinales y geométricas arterias de la Baixa: rua Augusta, da Prata, d´Ouro... En lugares como Lisboa el peso del pasado ni tiene precio.
Bajando, bajando, alcanzo el Terreiro do Paço, como los lisboneses prefieren dar nombre la gran plaza que rodea la estatua de Don José I en vez de Praça do Comércio, la denominación oficial. Una predilección que tal vez provenga del hecho de que los lisboetas anteponen, después de todo, el valor de lo nobiliario al comercial, los dos principales baluartes de su historia como nación, ambos fatalmente, desgraciadamente, muy menguados en nuestros días. Sigo a los transeúntes, descendiendo y descendiendo, y me asomo, finalmente, al río Tajo. Contemplo el azul marino fundido con el azul del cielo, y en este punto de fusión creo captar, por fin, el arcano de Lisboa.
Pierdo de nuevo la noción del tiempo. Pero, una vez mi espíritu se ha colmado de calma y de vacío interno, mi cuerpo demanda la correspondiente recompensa por el esfuerzo físico realizado. Me dirijo al restaurante Martinho da Arcada en un extremo de la plaza. Es un mediodía calmoso y húmedo. Los turistas abarrotan la terraza de verano, como no queriendo perderse un sólo rayo de sol. El interior del establecimiento lo juzgo más despejado, apacible y fresco que el tórrido exterior. Me introduzco en el salón y opto por una de las mesas del fondo, en un rincón desde donde domino la panorámica de la estancia, y donde quizás comió y bebió Pessoa en más de una ocasión. Tras consulto la carta, me inclino por un arroz con pulpo con la esperanza de recuperar las energías necesarias con las que poder acometer nuevas caminatas a través de cuestas, travessas, praças y ruas de Lisboa. Si me pierdo en las entrañas de la ciudad, el azul del río y del cielo que acaba de deslumbrarme, y que ya forma parte de mí, me orientará como un faro, la linterna que asegura el retorno al origen. 

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En Lisboa, acaso con más razón que en Venecia, puede uno decir sin metáfora alguna que cuando atraviesa sus calles, en realidad, navega sobre ellas. Nueva versión de la Atlántida, se me antoja una ciudad sumergida luchando por salir a la superficie. Su símbolo más celebrado es la Torre de Belém, singular fortaleza en medio de la desembocadura del Tajo: un pedazo de piedra que materialmente emerge de las aguas como una diosa nacida del mar para regir y circunnavegar el universo.
Los mayores periodos de gloria de Lisboa han ocurrido cuando Portugal ha salido de sí misma para descubrir mundo gobernando las naves. He aquí su gran hazaña. Mas, una vez ganado puertos exóticos y magníficos en la India, en Brasil o en la cuenca del Congo africano para la gloria y las arcas portuguesas, tras haber extraído el mayor número de riquezas posibles, no tarda en retornar a la patria, a la Ítaca atlántica. Allí el alma lusitana se encuentra a sí misma, sin sentirse feliz tampoco, a la vista de semejante redescubrimiento particular. Mirando el horizonte, me la imagino preguntándose para qué demonios ha tenido que salir de casa, por qué dejó atrás su lugar natural, que no es otro que el vacío.
En Lisboa, corazón de Portugal, no hay salida, porque es un vacío perfecto. Por un lado, está el azul de las aguas del río Tajo. Por otro, espejea el azul del azulejo, que fabrican los artesanos del lugar, y donde ve reflejada el lisboeta su mirada azul. En lo alto, dominando el espacio, el límpido azul del cielo. Acaso como reflejo a su vez del mismo azulejo, pues, ya vislumbró con agudeza el gran escritor y caminante H. D. Thoreau: «El azulejo carga el cielo en la espalda.»
Lisboa es el sitio perfecto para perderse en un vacío perfecto entre azules, pero donde uno corre el riesgo de dejarse, como tributo, un fragmento del alma. Y no tanto por mor de un sueño inmortal sino por aspiración de vacío.
Verano 1996

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