En la primavera de 2005, aprovechando una estancia en Nueva York, hice una escapada a Washington D.C. Alrededor de dos horas de tren desde la Gran Manzana hasta la capital de los Estados Unidos de América. Sabía que no podría ver mucho en aquella visita relámpago a la gran ciudad del Estado de Virginia, allí donde la distancia más corta entre dos puntos de interés la definen, en efecto, líneas rectas con forma de largas e inacabables avenidas. Empezaba a hacer el calor húmedo propio de este lugar en las proximidades del verano, de manera que tampoco era cuestión de querer abarcarlo todo, bajo un sol que no sé por qué diantres lo llaman de justicia, en unos pocos días y acabar muriendo en el intento.
Había que acercarse a lo fundamental. Y lo fundamental para mí, lo que tantas veces había soñado con realizar, era, en primer lugar, rendir homenaje al presidente Abraham Lincolnen el monumental Lincoln Memorial situado en uno de los extremos del National Mall. Me expreso como si se tratase de una peregrinación. Así es, en efecto. Este espacio tiene algo de sagrado. ¿Algo? Bueno, bastante, bastante…
Además de la grandiosidad del lugar y la majestuosidad de la efigie central, admiré sobrecogido la inmensa placa fijada a una las paredes que reproduce la Gettysburg Address, declaración en la que Lincoln proclamó la igualdad de todos los seres humanos, no importa dónde hayan nacido, la raza a la que pertenezcan o la religión que profesen. Mientras leía el célebre discurso tallado en la piedra, dos niñas de color se aproximaron a la base de la inscripción. He aquí recogido este momento feliz.
Recorría este lugar sereno, propicio para la meditación, y me conmovía pensar el contraste que producía contemplar la estatua imponente en memoria de un hombre grande, pero a la vez sencillo y aun rústico. Cuando abandoné el templo, recordé de pronto una sabrosa anécdota sobre Lincoln que leí hace mucho tiempo.
El Presidente de los Estados Unidos de América recibe al embajador de Inglaterra en sus aposentos mientras acaba de vestirse:
El embajador de Inglaterra: Los caballeros ingleses nunca lustran sus botas.
Abraham Lincoln: (quien, en efecto, estaba lustrando su calzado, levanta la cabeza y pregunta): ¿Las botas de quién lustran ustedes?
Impone ver la majestuosidad de la estatua de Lincoln. Y los british siempre en su sitio. Muy buena la anécdota. Propia de ellos. Claro, como están acostumbrados a que sus lacayos se las lustren. No me extraña la contestación del presidente, dada su sencillez.
ResponderEliminarGracias, Paco, por tu comentario. Majestuosidad y sencillez: he aquí, ciertamente, la doble sustancia reunida en este espacio sin igual.
EliminarSaludos y buenos viajes