lunes, 8 de noviembre de 2010

EL ORGULLO DE ESTOCOLMO (1)


Cuando en el verano de 1998 el avión que me trasladaba a Estocolmo tomó tierra, llovía a mares sobre la ciudad. El aterrizaje en el aeropuerto de Arlanda adquiría de esta manera la apariencia de un amerizaje, augurio del espacio de extraordinaria naturaleza acuática que me aguardaba. Empecé a concebir mi anclaje en Estocolmo como un fenómeno acuático, un efecto de inmersión en una ciudad sumergida. Mas, de repente, surgió de la espuma azulada la ciudad, sólo un momento, el justo para permitir así el descenso desde las nubes de algodón gris turbio, siempre con ganas de descargar un aguacero, y poder tomar tierra. «Tomar tierra»: una expresión común que en este caso se me antoja harto singular, por no decir, sencillamente, retórica o exagerada.
En un lugar de Escandinavia en maceración recalaba ese marinero de agua dulce que soy yo mismo. Allí justamente iniciaba una travesía por Estocolmo y alrededores, bastante breve para mi desdicha, aunque bien dispuesta a desentrañar algunas interioridades de la complexión de la urbe del norte, superior en latitud geográfica y, al tiempo, abisal en profundidad de amarre.
En el autobús que me trasladaba del aeródromo a la ciudad, de la que dista más de 45 km., me esforzaba por fijar yo mismo la mirada en el horizonte urbano, del que, de momento, sólo obtenía los tenues perfiles de una periferia sólo intuida, los márgenes de una autopista flotante, una línea brumosa de bosques sin fin. La visión resultante estaba tan nublada como mi mirador, la ventanilla del autocar, calada y velada por oblongos goterones que imprimían en ella una textura de visillo. ¿Es esto Estocolmo?
Comencé a meditar en torno al ser, el estar y el viajar, y sobre la manera de sentirse humano atrapado bajo un cielo de plomo y una lluvia impenitente. Había leído en algún lugar que la angustia escandinava suele aliviarse con fiero aguardiente, y cuando la desesperación llega ser insufrible, por sumergimiento bajo las aguas, también. Dos maneras de ahogar las penas, si bien se mira, aunque de distinto calado y corolario.
La zozobra existencial y la vida anegada hacen germinar en esta altiplanicie de la conciencia unas categorías de teodicea que derivan casi inevitablemente en un sentimiento afondado. Un desánimo que no logra aliviar del todo la prosperidad económica ni una recia ración de luteranismo. El nivel de renta de las personas físicas y la firmeza en la fe cristiana son en estas latitudes directamente proporcionales a la disposición al suicidio. Quizá a las gentes que aquí sobreviven (que viven con un permanente sobretodo como segunda piel) no les quede otro remedio que desarrollar pacientemente el orgullo de ser y el saber mantenerse en su lugar. En esto pensaba y esto creía, yo, al otro lado del cristal empañado por la humedad, ante Suecia, sin verla. Aunque, tal vez, estaba adelantando conclusiones.
Probablemente, y de manera muy temprana —una hora sobre superficie, es un decir, escandinava—, estaba siendo penetrado por la esencia nativa, y si no la melancolía, sí cierta cogitación sombría me sobrevino. Librarse de ella resultaba tan ilusorio como escapar del atasco de entrada a la ciudad en el que me encontraba atrapado. Aquella lentitud originada por un tráfico que no rodaba me concedía tiempo de sobra para ligar una cogitación con una abstracción, sin ninguna prisa para sacar conclusiones definitivas. Estas semillas del pensar, junto a la lluvia, proporcionan el humus adecuado para producir, más tarde o más temprano, un fruto metafísico.
Me vi, pues, inducido, con precisión matemática de teorema, a evocar la fatídica experiencia que René Descartes padeció en estas tierras marinadas, y cuyo rastro en Estocolmo constituía, bien es verdad que de manera no apremiante ni prioritaria, uno de los objetos de mi viaje a Estocolmo. No eran necesariamente razones de complicidad racionalista las que me arrimaban en aquel momento al filósofo, sino consideraciones adventicias, de simpatía hacia su persona. Sentí recrear en mí el estado de ánimo que le embargaba cuando en el verano de 1649 llegó a Estocolmo requerido por la inquieta, estudiosa, católica y muy madrugadora reina Cristina. De cinco a seis de la mañana, la gentil monarca mandaba ser aleccionada en los más sublimes conocimientos del cosmos y el alma humana, cuando sus ocupaciones de soberana le dejaban un rato libre para el trato con las letras y las ciencias. A lo lejos, en Holanda, Descartes había dejado, además de viejos amigos, hábitos muy queridos. El mayor de todos ellos consistía en dedicar las mañanas a la meditación filosófica, a una meditación larga y tendida sobre la cama. En tan confortable lugar, Descartes (Casanova de la ciencia y la filosofía) había descubierto el ámbito idóneo en sacar provecho de  su talento, y lograr, de paso, éxito y fama. Todo ello sin urgencias, sin estar sujeto a incorporaciones ni levantamientos tempraneros, que ningún móvil civil o militar debía osar turbar.
Al gran matemático (y filósofo del método), para su desgracia, no le salieron bien las cuentas esta vez. Debido al brusco trastorno de costumbres y clima, y acaso también al cambio de aguas, el caso es que Descartes no pudo soportar los villanos madrugones en los suecos amaneceres de témpano, por muy reales motivos que los impulsaran. Una fatal pulmonía le asaltó cuando no había transcurrido medio año de su estancia en estos parajes, a consecuencia de la cual murió el 11 de febrero de 1650, en la cama. Cruel e irónico desenlace, o quizá todo fuese cosa del destino. En el lecho había incubado, después de todo, en circunstancias y coordenadas espaciales muy acogedoras y cálidas, potentes pensamientos. Durante mi permanencia en Estocolmo, visité la iglesia de Adolfo Federico, situada en la amplia avenida Sveavägen, donde fue inicialmente enterrado el infortunado pensador. Hoy queda en ella el recuerdo de este efímero tránsito por la ciudad en forma de negro epitafio esculpido por el escultor sueco Sergel. Sus restos fueron posteriormente trasladados a Francia y hoy guardan reposo en la iglesia parisina de St-Germain-des-Prés.
En cuanto a mí, partía del litoral mediterráneo en un habitual estío incandescente. No era reclamado por ninguna reina ni por la justicia siquiera. No era atraído por el canto cautivador de las sirenas —esto no es Copenhague—, sino que estaba fondeando en la ciudad de Estocolmo, chapoteando (no es broma) en pleno Festival del Agua. Pausadamente, empecé a distinguir la silueta de la estación término, bajo una tormenta de mil demonios que no cesaba. No había nada que temer, sin embargo. Todo estaba en orden. Simplemente, la ciudad me estaba dando la bienvenida y yo me encontraba en su elemento. Esto es Estocolmo.


Hay en el planeta una enormidad de ciudades marítimas. En algunas, el mar o la laguna se erigen en personajes principales del entorno, como es el caso de Amsterdam y Venecia, ciudades con las que, en muchos sentidos, Estocolmo guarda una afinidad visual muy estrecha. Mas, para mi criterio, la capital sueca merece el galardón de ser reconocida como la ciudad del agua, por antonomasia. Como tal fue concebida y de esta manera surgió de sus líquidos y ancestrales cimientos, emergiendo materialmente de los lagos. Fenómeno muy natural y muy físico, el área donde crecía la villa brotó al iniciarse el deshielo del casquete polar, y la zona entera inició su elevación y alumbramiento entre las brumas del mar Báltico (cuarenta centímetros cada siglo, según cálculos, supongo, que cuidadosamente medidos). Semejante demostración geológica de poderío todavía continúa, lo cual sugiere un acontecimiento materialmente ultraterreno, sazonado con una pizca de magia al baño maría. Esta conjunción milagrosa otorga a la ciudad un halo de espiritualidad y de desvelo ontológico fuera de lo corriente, no sé si fuera de lo normal.
 La emergencia de Estocolmo y su incorporación, sin prisas ni gravedades, a la vida terrestre evocan un despertar acuático, a modo de nacimiento de una Venus nórdica que con su concha forma urbe y bahía, la perla y la pulpa. Rodeada de agua por todas partes, Estocolmo revela una naturaleza anfibia, mitad elemento sólido y mitad líquido. Más que un islote, compone un soberbio archipiélago (el skärgård), resultado del capricho de la naturaleza (o de un incógnito sacrificio ritual) que seccionó su cuerpo naciente en más de veinticuatro mil fragmentos, islas lanzadas al mar como piezas de un mosaico donde domina el color verde de la vegetación sobre un fondo azul marino.
Es costumbre corriente designar a Estocolmo como ciudad-rompecabezas, intentando con ello realzar lo portentoso y abigarrado de su estructura, la diversidad de las piezas que la forman. Por lo que a mí respecta, la expresión, muy acertada, debe tomarse en un sentido literal. El hecho de que el espacio urbano de Estocolmo se concentre, a fin de cuentas, en catorce islas —notable reducción con respecto a las veinticuatro mil consignadas — no facilitó mis movimientos ni orientar mis recorridos de visitante permanentemente extraviado. Los mapas de la ciudad que me agencié se me caían de las manos, no por pesados sino por indiscernibles y prolijos para un desnortado como yo. Su visión me sugería, sin remedio, el juego de la oca o las estampas de Dónde está Wally.
Todavía ahora, mientras escribo esta crónica de viaje, me siento desorientado y un tanto perdido intentando abrirme paso en el recuerdo, ese ente hermano de la imaginación; en mi caso, hermano gemelo monocigótico. Heme aquí, en Estocolmo, en un laberinto de calles, puentes, ínsulas y lagos, sin saber con exactitud dónde estoy. Esta ciudad tan ecléctica y heterogénea, cuya estructura no facilita la tarea del viandante, se conoce perdiéndose en ella. Y digo esto en su sentido menos retórico y más literal, con conocimiento de causa, por propia experiencia.
Si no he perdido el rumbo por completo, y la memoria no me falla más de lo normal, en el verano de 1998, Estocolmo ostentaba la capitalidad cultural de Europa, celebraba el Festival del Agua (festejo creado en 1990 con el fin de celebrar la llegada del verano) y se hallaba tan fresca, bajo un auténtico diluvio.

3
Cuenta la tradición que el núcleo que dio origen a Estocolmo fue fundado por Birger Jarl sobre la isla de Standen, en realidad tres islotes, el mayor, actualmente denominado Gamla Stan, y otros dos pequeños agregados, Helgeansholmen al norte y Diddarholmen al oeste. Un espacio estratégico y una fortificación natural, formada, como una fiel infantería, por miles de isletas, con una patente función de protección, tanto climatológica como militar. En este punto converge el lago Malaren (Mälar) con el mar Báltico a través de la ensenada de Saltsjön, la cual sirvió tradicionalmente de pórtico de comunicación con la Suecia central. Quedaba así defendida la zona ante potenciales penetraciones hostiles en dirección a Uppsala y Sigtuna, centros urbanos de gran importancia política y religiosa. Nos hallamos en Stadsholmen (la ciudad sobre la isla), en el presente, el corazón de Estocolmo, la ciudad vieja y desmembrada que se asemeja a accidente geográfico.
Sobre este material y este destino marcados en las escamas ha crecido la urbe, la cual prácticamente no acaba de constituirse hasta finales del siglo XIX y principios del siglo XX, cuando se amplían los distritos que conforman lo que hoy conocemos como los puntos cardinales de Estocolmo. En el centro del cuerpo marino, el ombligo de la ciudad, Gamla Stan, lo rodean sus restantes miembros, unidos por un galimatías de puentes que semejan tentáculos. Hacia occidente, Kungsholmen, es el foco administrativo de la ciudad, vigilado por el magnífico ayuntamiento de ladrillo rojo, rematado por la majestuosa torre coronada por tres áureas coronas. En el lado septentrional, Norrmalm, barrio comercial y de negocios que se extiende hasta las zonas universitarias de la villa. Al este, Östermalm, zona residencial y recoleta formada por calles y avenidas geométricamente dispuestas que confluyen como agujas de una estrella en la glorieta circular de Karlaplan. Y, finalmente, al sur, Södermalm, distrito elevado sobre un conjunto de colinas, es el barrio más poblado de la ciudad, habitado en su mayor parte por emigrantes, mayoritariamente de origen finlandés, turco y pakistaní, y donde las líneas del metropolitano de Estocolmo se multiplican significativamente en un complejo tejido radial.


Pero es en la isla de Djurgården, al este de Gamla Stan (entre ellas el islote de Skeppsholmen), donde que hay que hallar el alma de Estocolmo: su «naturaleza» en plena naturaleza. Allí encontramos, a mi juicio, los símbolos de Estocolmo, por excelencia. Para empezar, el Museo Vasa, buque insignia de la ciudad, templo donde se celebra el culto a la navegación de un pueblo ebrio de mar, impresionante dique seco en el que yacen los restos del naufragio más famoso de la historia (en dura competencia con el Titanic), el barco real, Vasa. Orgullo de la corona y del pueblo sueco, el navío se hundió en las aguas de la bahía el año 1628 a pocos minutos de su botadura. Rescatado en aceptable estado de conservación (estaba como nuevo) hace cerca de cincuenta años, ha sido reconstruido con gran aplicación y esmero de proa a popa. Todo sea por recuperar, con la osamenta de la nave como pretexto, la autoestima nacional que se fue a pique aquel aciago día de su estreno.
El otro sumo símbolo de Estocolmo se reparte en otros dos museos, uno cerrado: el Museo Nórdico, en realidad, una galería etnológica de los linajes que han poblado Suecia a lo largo de los tiempos; el otro, a la intemperie, el parque de Skansen, el parque zoológico y museo al aire libre más grande del mundo, reproducción de norte a sur de la historia y de la idiosincrasia sueca, de sus bosque y floresta, de sus viviendas, granjas, y sus especies animales. En el apego por las tradiciones más remotas y entrañables, la ciudad de Estocolmo se siente plenamente colmada.
Continuará...
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