A pesar de que la reconstrucción posmoderna de la izquierda comporta, más que nada, una recomposición interna del prontuario y léxico básico de combate, hay términos principales que se mantienen en la cumbre, intocables, acaso porque remiten a la raíz de su misma nomenclatura. Me refiero a «lo social». Mas, si para la nueva/vieja izquierda, todo es social (y « ¿qué hay de lo mío?»), ¿qué queda, en rigor, de lo individual? ¿Qué hay de la propiedad privada?
En el momento presente, ni la izquierda más rancia y apergaminada cae en la tentación de resucitar los añejos vocablos del vademécum marxista-leninista, ofreciendo al electorado de las sociedades modernas especies con olor a naftalina, del tipo «dictadura del proletariado», «revolución», «lucha de clases». Tal vez sí siga fijado, y petrificado, en semejante doctrinario de supervivencia algún canoso veterano de cuando el Mayo del 68, referente histórico que a un joven de hoy le sonará como a los de mi generación el Desastre de Anual, narrado por nuestros abuelos.
A pesar de las apariencias, las nuevas/viejas tribus rurales y urbanas del Progreso no vienen de los fríos Urales, ni de Stalingrado, aunque, como si vinieran. Aspiran a cambiarlo todo y a liquidar todas las tradiciones, menos las suyas. Por donde pasan ya no vuelve a crecer la hierba. Todas las construcciones nacionales y deconstrucciones postnacionales las hacen en nombre de lo patriótico (pero nunca hablan de la «Patria»), del Progreso, todo ello desde una sensibilísima conciencia social.
¿Qué tendrá de mágico y encantador eso de «lo social» que encandila a casi todos por igual? Para mí, que eso de «social» no viene a significar en la práctica otra cosa que «caro», «oneroso» y «tributario», un «valor añadido» que acabamos pagando todos los ciudadanos.
El palabro «social» fascina a muchos, a los socialistas de todos los bandos y doctrinas. Vergonzantes liberales hay que maquillan el propio concepto «liberal», con intención de presentarse ante el público con rostro (humano): “Liberal, pero con preocupaciones sociales”.
Leo en el diario ABC un documento que informa acerca del pensamiento y la sensibilidad del Papa Benedicto XVI, cuyo titular reza: «El socialismo democrático resulta cercano a la doctrina católica». El informe, según confiesan sus autores, entresaca algunos fragmentos de textos y declaraciones de Joseph Ratzinger a fin de salir al paso de las críticas lanzadas por aquellos que denuncian su «uniformismo» y «cerrazón». Por lo visto y leído, la acción de rescatar manifestaciones del nuevo Papa que revelan su «conciencia social», lo exoneraría y libraría de toda sospecha. Más aún, si, completando la mención del titular citado, recuerdan lo que a propósito del socialismo dijo un día la primera autoridad católica: «En todo caso, ha contribuido notablemente a la formación de una conciencia social».
Hace mucho tiempo, probablemente el socialismo fuese cercano al ideario cristiano, antes incluso de principios del siglo pasado, cuando Winston S. Churchill declaró lo siguiente: «Los socialistas, el partido extremo y revolucionario de los socialistas, son muy aficionados a decirnos que están reviviendo en la actualidad los mejores principios de la era cristiana«. Esto decía el gran estratega inglés en un discurso pronunciado en Cheetham (Manchester), año 1908. Mas no se pierda el lector el sutil y refinado «pero» que puntualiza el anterior aserto, como poniendo las cosas en su sitio:
“Pero hay una gran diferencia entre los socialistas de la era cristiana y aquéllos cuyo apóstol es Victor Grayson [célebre orador del laborismo inglés convertido en polémico parlamentario]. El socialismo de la era cristiana se basaba en la idea de que «todo lo mío es tuyo»; en cambio, el socialismo del señor Grayson parte de la idea de que «todo lo tuyo es mío» (Vítores). Incluso me atrevo a afirmar que jamás conseguirá una verdadera ventaja para la masa del pueblo un movimiento que se basa en tanto resentimiento y tanta envidia como el actual movimiento socialista en manos de extremistas.”
(“¡No nos rendiremos jamás!”. Los mejores discursos de Winston S. Churchill).
A José Ortega y Gasset se le antoja, asimismo, pasable ese propósito tan igualitario y solidario de dar uno lo que tiene al otro, y complacerse de los bienes que favorecen la distribución comunitaria de lo bueno, sobre todo, de procedencia espiritual: no otra cosa significan la cultura y la comunicación humana trasmitidas de generación en generación por medio del trato humano y la educación entre semejantes. Ahora bien, lo que no tiene pase, lo que se le antoja intolerable a nuestro primer filósofo, es verse coaccionado sin remisión a asumir y compartir lo que los demás tienen y degustan.
He aquí, según Ortega, la amenaza última y más severa que acarrea la socialización:
«La socialización del hombre es una tarea pavorosa. Porque no se contenta con exigirme que lo mío sea para los demás —propósito excelente que no me causa enojo alguno—, sino que me obliga a que lo de los demás sea mío. Por ejemplo: a que adopte las ideas y los gustos de los demás, de todos.»
El «interés nacional», el «bien público», el patriotismo, la solidaridad, el «fin social», sólo pueden ser admitidos, si no son utilizados para arremeter (demasiado) contra la real soberanía del individuo, su constitución y libertad de acción, hasta llegar a anularlas. Frente a lo que sostiene cierta escuela absolutista de la alteridad diríase que el Otro no tiene por qué ser necesariamente mejor que uno mismo, aunque sí sea incuestionable que los otros son siempre más que uno.
Esta verdad aritmética, esta certeza estadística, cuando crece, se espesa en la masa y aterriza cómodamente, por ejemplo, en la máxima «Hacienda somos todos», revela sólo preponderancia y prepotencia, pero jamás un valor.
La exaltación de «lo social» nos sale, en suma y a fin de cuentas, muy cara, no sólo para nuestros bolsillos. Teje («tejido social») una profunda animadversión y un agresivo resentimiento contra el individuo y la libertad que acaban por arrollarlos. Tales sentimientos derivan, sin duda, de un estadio anterior al político:
«El odio al liberalismo no procede de otra fuente. Porque el liberalismo antes que una cuestión de más o menos en política, es una idea radical sobre la vida: es creer que cada ser humano debe quedar franco para henchir su individual e intransferible destino.»
(J. Ortega y Gasset, «Socialización del hombre»).
Cuando el actual movimiento socialista en manos de extremistas apela a «lo social» con el fin de inmiscuirse en la vida privada de las personas, sus ideas y creencias, sus bienes y propiedades, su ámbito de intimidad, sus silencios, retiros y reservas, hace lo que siempre hacen los enemigos de la libertad: que el todo se entienda como un ente superior a las partes que lo constituyen.
¿Y qué decir del Estado, máxima expresión de «lo social» revestido de política? Responde J. S. Mill: «El valor de un Estado, a la larga, es el valor de los individuos que lo componen» (Sobre la libertad).
¿Socialismo? ¿Social? Por ahí se empieza.
Y es que si todo lo mío es tuyo y lo de los demás ha de ser necesariamente mío, en verdad, me pregunto: ay, ¿qué será de mí?
El presente artículo fue publicado inicialmente en el Suplemento Ideas de Libertad Digital, bajo el título de «Socialismo viene de social» (26 de abril de 2005). Ofrezco ahora una versión resumida del mismo. Para consultar el ensayo en su integridad:
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