Edward Baker, Madrid cosmopolita. La Gran Vía, 1910-1936, Marcial Pons y Fernando Villaverde, Madrid, 2009, 243 páginas.
Edward Baker, nacido en Nueva York en 1945, profesor de la Universidad de Florida e hispanista, es, además de colaborador del diario El País, autor de una considerable obra sobre cultura y urbanismo en España, y muy especialmente en la ciudad de Madrid. Entre sus obras publicadas figuran las siguientes: Materiales para escribir Madrid. Literatura y espacio urbano, Siglo XXI, Madrid, 1991; La biblioteca del Quijote, Marcial Pons, Madrid 1997; Madrid: de Fortunata a la M-40, un siglo de cultura urbana, Alianza Editorial, Madrid, 2003 (en colaboración con M. A. Compitello); Ayer 72: espectáculo y sociedad en la España contemporánea, Marcial Pons, Madrid, 2009. De este último año es el libro que ahora comentamos: Edward Baker, Madrid cosmopolita. La Gran Vía, 1910-1936.
La obra, con unas proporciones adecuadas para la publicación fotográfica o artística, más que para el ensayo o crónica periodística, alberga su mayor interés, justamente, en la rica serie de instantáneas, gráficos e ilustraciones que contiene. El texto, a menudo exhaustivo en datos estadísticos —número de camas en los hoteles de la gran avenida, profesión de los inquilinos año por año y precio de los alquileres, por poner algunos ejemplos—, recoge anécdotas y datos interesantes, pero, con todo, no es lo que concita la principal utilidad del volumen. De hecho, en distintas ocasiones no puede evitar caer en grandes tópicos sobre la realidad madrileña.
El primer capítulo del libro, titulado «Entre el casticismo y la vida cosmopolita» sería un preciso ejemplo de lo que decimos. El autor afirma allí que, a raíz principalmente de la puesta en marcha del gran proyecto urbanístico de la Gran Vía, «la capital de España abandona la secular condición de poblachón manchego para acceder paulatinamente a la de metrópoli» (pág. 19). Seguir evocando un Madrid como antigua capital de la Mancha, tierra de nadie y de todos o paraíso del casticismo, que se ve metamorfoseado por un modelo importado de América que lo desnaturaliza, suena hoy a vieja milonga, que no a chotis. Que dicha interpretación venga de la mano de un americano en Madrid tampoco debe sorprendernos. Quizá ahí tengamos una explicación de la turbación de un neoyorquino como Baker, que deja atrás la Quinta Avenida de Manhattan, para hacer de cronista de la Villa y Corte buscando acaso el tipismo. Como en muchos otros casos de escritores y artistas, la larga sombra de la nostalgia y la bohemia, de la postal y la leyenda, nubla la mirada que lanzan estos observadores con ansía de exotismo sobre la realidad que a menudo visitan más que viven. Pensemos al respecto en Ernest Heminway en Madrid (o en Cuba) y en muchos otros escritores, no necesariamente norteamericanos.
En el segundo capítulo de libro, «Gente de Gran Vía», el autor repara con gran detenimiento en los «desterrados» del área que tuvieron que cambiar de aires cuando se comenzó a «abrir con tiralíneas y piqueta un corredor que atravesara la vieja ciudad» (pág. 26). El retrato de algunas de esas «víctimas» fue, a su vez, pintado por José Gutiérrez Solana, en un cuadro seleccionado por el autor como representativo del mundo perdido, titulado significativamente “Mujeres de la vida”, y que no será necesario describir aquí. Con todo, de «perdido» tal mundo no tiene nada (o lo tiene todo, según se mire). Basta pasearse todavía hoy por la calle Montera para encontrar la pasarela contemporánea del tenido por oficio más antiguo del mundo. Pero, es que, amén de pintor, Solana dejó, asimismo, como escritor, perlas como las que siguen:
«Hay también [en la Gran Vía] bares americanos, en que es necesario encaramarse como un mono sentado en un alto taburete para llegar al mostrador; han tenido poca aceptación; pero no deja de verse en ellos siempre algún idiota vestido de smoking fumando una pipa.» (pág.62). Por otra parte, la música de jazz que animaba en los años 30 la noche madrileña de la Gran Vía, es sencillamente despachada por Solana como «música de negro».
A describir este ambiente renovado del nuevo Madrid están dedicados los capítulos siguientes: «La ceremonia del consumo» (capitulo III) y «Cinelandia» (capítulo IV). El Epílogo («Los límites de la Gran Vía») y el Apéndice («Relación de establecimientos en el plano parcelario») cierran la obra.
Ocurre que Madrid ya era una gran ciudad antes de la construcción de la Gran Vía. No dejó por ello de hablarse el cheli, si es que alguna vez se habló en Madrid tal habla. De hecho, según una veterana explicación del tema, el cheli fue inventado como vehículo interpretativo teatral por el célebre escritor alicantino Carlos Arniches. Por lo demás, el plan urbanístico de la Gran Vía madrileña tiene poco que ver con la monumental transformación experimentada en París con el Plan Haussmann que motivó la migración de millares de residentes del centro de la capital del Sena hacia los suburbios. En Madrid ocurrió, precisamente, el fenómeno contrario: la Gran Vía, y el centro de Madrid en su conjunto, no fue construido para fijar allí las residencias de las clases adineradas —las cuales se establecieron en las zonas más amplias del Ensanche— sino como espacio de ocio y entretenimiento, actividad comercial y turística, de edificios de oficinas y servicios, en Madrid: el lugar material para hacer negocios y despachar gestiones; un lugar ideal para pasear, comprar, divertirse, ver y ser visto.
Más de veinte cines y teatros, docenas de bares y restaurantes, decenas de hoteles y albergues tachonaban la Gran Vía en sus años dorados, desde su inicio, en el año 1910, hasta 1936. Con todo, la gran arteria madrileña, tras el trágico lapso de la Guerra Civil, continuó su cimentación hasta 1954, fecha en que culmina la realización del trazado.
Con una extensión de 1.326 metros y sendas aceras de siete metros en cada lado, la Gran Vía queda dividida en tres tramos perfectamente diferenciados, inicialmente conocidos por los nombres de Conde de Peñalver, Pí y Margall y Eduardo Dato (mirando desde Alcalá hasta Plaza de España). El plan inicial arranca en 1886 a partir del proyecto del arquitecto Carlos Velasco, quién concibió delinear una vía que, arrancando de la calle Alcalá, a la altura de la Iglesia de San José y el final de la calle de San Miguel, desembocase en la confluencia de Leganitos y San Marcial (hoy Plaza de España).
Hoy, claro está, la Gran Vía de Madrid no es lo que fue. Pero ahí quedan sus edificios fastuosos (el edificio Telefónica, el Palacio de la Prensa, el modernista Carrión-Capitol). Aún sigue abierto el bar Chicote. Y en el ambiente todavía flota un pasado de esplendor.
Una obra, en definitiva, bien editada, con fotos inteligentemente seleccionadas y correctamente dispuestas, pero con un texto que no contribuye a hacerse una idea cabal, moderna y fiel, del devenir de la capital de España y del significado auténtica de la Gran Vía. Sin ir más lejos, ya disponíamos en el mercado de muy acertados acercamientos al fenómeno social y urbanístico de primera calle de Madrid con los libros de Pedro Navascués Palacio y José Ramón Alonso Pereira, La Gran Vía de Madrid, Encuentro, Madrid, 2002 y el de José del Corral, La Gran Vía: historia de una calle, Sílex Ediciones, 2002. No brotaron al calor de las conmemoraciones oficiales del centenario, pero su firme en tan sólido como la Gran Vía de Madrid.
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