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En el Reino Unido han recalado tradicionalmente ilustres vieneses, de nacimiento y/o vocación — Ludwig Wittgenstein, Sigmund Freud, Stefan Zweig, Elias Canetti—, unos huyendo del terror nacionalsocialista, otros de sí mismos y de los fantasmas personales. Trátase, en cualquier caso, de sabios cosmopolitas, también, en su mayor parte, de grandes viajeros. A la hora de instalar residencia o refugio, el vienés urgido de mudanza opta con frecuencia por el espacio británico. Acaso sea porque la isla de la ancestral Albión evoca en su mente el alargado espectro de la Austria inmortal, de esa Viena (o Atlántida) sumergida en el tiempo y en el espacio.
Justamente, Stefan Zweig inicia el libro autobiográfico El mundo de ayer con un capítulo dedicado a recrear la Viena de principios de siglo, la Viena anterior a la Primera Guerra Mundial, la cual define como «la era dorada de la seguridad», la Viena que, por fin, se había encontrado a sí misma, ganando confianza y estabilidad en el mundo. Nadie en su sano juicio podía pensar que aquel estatus privilegiado no duraría eternamente. Así debía ser.
Viena se ha jugado su destino en cada instante de su existencia, porque desde el mirador que preside en el centro de Europa ha percibido con persistente pertinacia la presión del límite, la angustia de ser frontera, algo así como una sensación de tornarse fina costura que, en grave riesgo de deshilacharse o destejerse, amenaza con descomponer una inmemorial sociedad, un orden intemporal y una estabilidad largo tiempo cultivada. Sin embargo, es precisamente durante este periodo principiador y principesco cuando experimenta el mayor vértigo existencial de su historia.
La Viena de 1900, en efecto, había sentado las bases, sus reales, para durar. Desde mediados del siglo anterior, había emprendido una magna obra de reconstrucción y reforma arquitectónica del centro histórico, la Inner Stadt, casco antiguo de la ciudad, bordeado al norte por el Danubio y abrazado por la formidable corona urbana del Ring. Como su propio nombre informa, el Ring compone un anillo vial, la primera ronda del núcleo principal de la villa y corte austriaca, bulevar de circunvalación, un largo encadenado de avenidas que acordona el corazón vienés, aderezadas las arterias a ambos lados por monumentales edificios, compitiendo entre sí en belleza y poderío. Construido sobre las antiguas murallas de la ciudad, el Ring nació con la vocación de sustituirlas, no sólo en sentido estructural y arquitectónico sino, sobre todo, simbólico.
Viena, de este modo, persevera en su sino, encerrada en sí misma, protegida del exterior, amparando su interior, girando sobre su eje, igual que hace la noria del Prater, al otro lado del Donaukanal, la Riesenrad (rueda gigante de la fortuna) símbolo de la ciudad, como también lo es el vals, que, ya lo he dicho, ese inagotable danza de giros y círculos. Para no perder el compás de esta ciudad de fábula y parábola, hasta los filósofos de la época (Moritz Schlick, Otto Neurath, Rudolf Carnap, Kurt Gödel, A. J. Ayer) formaron un sólido e influyente grupo que dio en denominarse el Círculo de Viena.
A lo largo y ancho del Ring se alzan los edificios más emblemáticos y vitales de la villa moderna: la Bolsa en SchottenRing; la Universidad; el Ayuntamiento (Rathaus); el Burgtheater; el Parlamento, ya en Dr. K. RennerRing y Dr. Karl LuegerRing; el Volkstheater; el Naturhistorisches Museum y el Kunsthistorisches Museum, donde el bulevar de oro se dice BurgRing, frente a las dependencias del extremo sur del grandioso Hofburg o Palacio Imperial. Al más soberano de los edificios de la zona se accede desde este punto donde nos hallamos, por la Puerta de los Héroes, para penetrar, a continuación, en la plaza del mismo nombre. Más allá ha quedado la Ópera, en OpernRing. Finalmente, el anillo vienés se cierra en StubenRing, donde se yergue el soberbio edificio de Correos, construido por Otto Wagner, y el Regierungsgebäude, antiguo Ministerio de la Guerra, protegido a la entrada por la estatua del mariscal Radetzky.
Una línea del tranvía recorre todo el Ring de punta a cabo. Subes en cualquier parada de la misma y vuelves siempre al punto de salida, al principio. Casi todas las ciudades importantes del mundo poseen semejante servicio de transporte público (un Circular). Pero, en Viena, este tranvía, además de vehículo, es todo un símbolo. Subirse a uno de estos artefactos decimonónicos y dejarse llevar pausadamente, completando una y otra vez el itinerario definido, o montarse en la gran noria del Prater, y girar y girar despaciosamente, mientras contemplas el panorama vienés, crea una sensación intensa que permite penetrar del modo más seguro en la entraña de Viena. Para completar la experiencia hubiese sido perfecto haberme arriesgado a darme un baño de vals al son de El Danubio azul, en alguna elegante sala de baile de la ciudad, pero, lamentablemente, no sé bailar.
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Aquellos viajeros que como yo comparten el placer del viaje con la pasión por el cine, la filosofía, el psicoanálisis, la literatura, la música y la arquitectura, andan en pos de experiencias en las que poder consumar sus afectos, en la medida de lo posible. Es así que mis pasos me condujeron sin mucha espera ni retardo a algunos escenarios naturales de Viena en los que se rodó El tercer hombre, en especial, el palacio Pallavicini y la Josefsplatz (donde también se ubica la extraordinaria Biblioteca Nacional), el hotel Sacher y la noria del Prater.
No dejé tampoco para el final la visita a la casa-museo de Sigmund Freud en la mítica Bergasse, 19, exquisitamente conservada y dispuesta para la visita, no tanto por razón de cortesía, como por devoción intelectual de peregrino. Yo sabía que la mayor parte de las pertenencias personales del padre del psicoanálisis habían sido trasladadas a Londres, cuando partió al exilio, hoy expuestos en la sucursal inglesa de la casa-museo del estudioso de la mente humana. No me importó esta circunstancia. Penetrar en los aposentos vieneses del sabio, en su día privados, reparar en la sala de espera para los pacientes y detenerse en el consultorio del Dr. Freud, contemplando variados y valiosos objetos personales que allí se muestran, otros correctamente reconstruidos, constituye, en verdad, una emoción profunda, como lo es, sin duda, penetrar en los senderos del inconsciente, los cuales, respirando esta atmósfera, se me hacían muy manifiestos y reales.
Seguir el rastro de Stefan Zweig en la ciudad suponía otro de los fines planeados para esta estancia vienesa. Visité la casa natal del escritor, me hospedé, incluso, en una de las viviendas que ocupó en la ciudad, hoy convertida en hotel, el Rathauspark, en Rathausgasse, la misma calle donde instaló Freud su primera consulta médica. Desconozco si la elección domiciliaria de Zweig fue azarosa, un capricho o una irreprimible inclinación. Según el psicoanálisis, ningún acto humano es casual ni gratuito. Si fue, a la postre, resultado de una motivación fetichista o efecto de culto irracional del mismo género, estoy seguro que tal comportamiento sería perfectamente comprendido por el Dr. Freud y aun excusado.
Capítulo aparte es la página musical. La Viena de Mozart, de Beethoven, de Schubert, de Brahms, de los Strauss, de Mahler, de Schönberg, forman una unidad en sí misma, armónica o atonal, según los gustos, pero compone sin ninguna reserva toda una razón de existir y una materia de fe. Los vieneses sienten verdadera devoción por la música, hasta el punto de convertirla en un motivo de culto (¿pagana o religiosa?, ¿racional o no racional?). En este punto, están plenamente seguros: saben componerla, ejecutarla, estimarla y valorarla mejor que ningún otro en el mundo. De los italianos se escucha mucho por aquí la maldad según la cual van a la Ópera más que nada para dejarse ver, y que el espectáculo les entra más por los ojos que por los oídos, habiéndola cultivado, pues, como un simple componente o aderezo de la vida social. Por el contrario, es cosa probada que el vienés asiste a los conciertos y a las representaciones musicales con el fin de dejarse embriagar por la música, un néctar y un constituyente indispensables para la existencia.
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Las controversias o discrepancias de cualquier clase difícilmente excitan las pasiones de los vieneses, quienes, dejando atrás su pasado de nación imperial y guerrera, prefieren los hábitos de la cortesía y los buenos modales a la rudeza de la riña, y optan, sin discusión, por el desenfado antes que por la severidad. Cierto es que la marcha Radetzky todavía agita el cuerpo y el espíritu de estas gentes gentiles, pero ello es debido a la enérgica sucesión de sus compases y no tanto al ardor belicoso. Casi me atrevería a aventurar que esta circunstancia no es sólo de hoy día, y que muchos militares austriacos han desempeñado la profesión castrense atraídos, es verdad, por el sentimiento del honor y el amor a la patria. Pero tan cautivados están por esta leal entrega como rendidos ante la marcialidad de la música militar y la irresistible oportunidad de embutirse dentro de un uniforme rojo y blanco, lucir flamantes correajes y brillantes cascos, coronados por hermosos penachos, y convertirse así, especialmente a la vista de las damas, en auténticos paladines. Aunque, en Viena no todo es tradición, ceremonial y etiqueta.
A finales del siglo XIX y principios del XX, Viena conoce un clima cultural de frenética renovación que provocó vivaces pugnas entre escuelas y tendencias artísticas. En el campo de las artes plásticas y la arquitectura emerge una nueva generación de artistas empeñados en abrir nuevas vías dentro de la creación y darle el finiquito a los estilos rancios de antaño. Nace por entonces la Sezession y el Jugendstil, ruptura y juventud en el arte, hermanadas en un mismo objetivo de regeneración, resumida en una consigna rompedora: el estilo barroco y neoclásico, el recargamiento y la ornamentación, deben retroceder ante la briosa necesidad de imponer un nuevo decorado y un aire renovado a la ciudad. Tras las propuestas innovadoras en arquitectura y artes decorativas de Otto Wagner y Josef Hoffmann se reconoce la traza del art nouveau y el art déco provenientes de Francia, y en muchos casos la nueva oferta queda reducida a la tarea de sustituir una determinada concepción del ornato y el aderezo por otra distinta.
La inmensa explanada de la Karlplatz es uno de los núcleos más dinámicos de la ciudad, lugar privilegiado para probar la veracidad de mi anterior observación acerca del peligro del viandante en Viena, obligado a sortear el tráfico, adivinando las antojadizas e imprevisibles direcciones que toman los vehículos según cada momento. En esta singular red urbana para cazar peatones, se localizan centros culturales y académicos muy principales, como son la Kunshalle, el Museo Histórico de la Ciudad y la Universidad Técnica. Sería incalificable no mencionar otras admirables construcciones: la Künstlerhaus (Casa de los Artistas), la Musikvereinsgebäude (Casa de los Amigos de la Música, lugar donde tienen lugar los distinguidos y alegres conciertos de Año Nuevo, en los que el público de rigurosa etiqueta acompaña con las palmas los compases de la marcha Radetzky, sintiendo con ello cometer una atrevida travesura, plenamente disculpable al incurrir en ella sólo una vez al año) y la solemne, recia y muy «vaticana» Karlskirche, iglesia ostentosa y abigarrada donde las haya, que sólo a los fanáticos del barroquismo duro entusiasmará.
Delante del mamotreto de la iglesia de Carlos llaman la atención dos quioscos o pabellones —muy coquetos, y no menos vanidosos que el templo vecino—, construidos a finales del siglo XIX por Otto Wagner con la función de servir de estaciones del metropolitano (actualmente, sólo uno de ellos cumple ese cometido; el otro, acoge una cafetería y un pequeño museo). La estampa que ofrecen ambas piezas es muy hermosa, y atrevida también, por el cruzamiento geométrico de rectas líneas y voluptuosas curvaturas, mixtura de forjados y cristaleras, paleta variada de dorados y verdes.
A mi juicio, tan sólo la Wittgensteinhaus en Kundmanngasse y los trabajos de Adolf Loos, por ejemplo, su celebrada Looshaus, levantada con alevosía frente al Hofburg, pueden entenderse como coherentes empresas con vocación de distanciamiento formal respecto al pasado y como expresiones de riesgo estético. Independientemente del gusto de cada uno y la valoración que pueda hacerse del resultado final, las líneas arquitectónicas de ambas construcciones son tan puras como ascéticas, demostrativas de una desinhibida voluntad de decisión y despojadas las dos de la menor timidez a la hora de exhibirse ante el público, libres de complejos y ataduras. Los movimientos renovadores vieneses en arquitectura o en pintura no se atrevieron, en general, a ir demasiado lejos en el anunciado proyecto de romper con el pasado y de destruir los viejos modelos artísticos (piénsese, por ejemplo, en el sobrecargado estilo de Gustav Klimt), a diferencia del surrealismo francés o de la Bauhaus alemana, movimientos estéticos mucho más osados que los realizados en Viena.
Viena, ya lo vamos viendo, no arriesga, ni se lanza al vacío. Ni en el arte ni en otra producción humana. No se expone nunca demasiado porque teme bordear o sobrepasar los límites. Las excentricidades le incomodan, estimando casi con exclusividad una sola clase de movimientos: los de rotación. Viena es como es, temiendo constantemente dejar de ser.
Continuará...
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