Nos extrañamos de las cosas cuando no logramos comprenderlas. Pero, no es malo extrañarse, pues constituye un momento necesario en el proceso del saber y el comprender. Quedarse con la boca abierta, expresando pasmo o maravilla ante lo que acontece y nos impacta, no denota nada alarmante en sí mismo. Lo es el permanecer en dicho estado indefinidamente o más tiempo del estrictamente necesario, el preciso para recomponernos, recuperar la compostura y recobrar el juicio. De lo contrario, uno podría ser tomado, como mínimo, por un memo, un papanatas o, dicho todavía más gráficamente, por un papamoscas. Quiero decir: aquel que, boquiabierto, se traga con facilidad una mosca —se traga cualquier cosa—, a menos que ande precavido o reaccione oportunamente.
La sorpresa perpetua no representa algo peor que la displicencia, la chanza, la pesadumbre y la más insensata y postiza de las emociones: la indignación. La vía que compendia la justa razón, tal y como la mostró el divino Spinoza, consiste, pues, en no ridiculizar, no lamentar ni detestar las acciones humanas, sino en comprenderlas. […]
Hoy, en rigor, ya no hay rigor. La teoría, la razón y la verdad han pasado al almacén de antigüedades, por antiguos. Lo que se lleva, el estar al día, lo más cool, es la Interpretación, la apoteosis de los meta-niveles y la hermenéutica infinita de sensibilidades y lecturas. El multilateralismo, también, de la conciencia caída en desgracia. La Historia y los Grandes Relatos ya no tienen sentido, quedando reciclados en forma de «memoria histórica», estudios culturales, «políticas de reconocimiento», corrección política.
A ver si nos enteramos: el prontuario elemental de consignas y declaraciones oficiales que oímos en estos últimos tiempos en España no son sino frases hechas y lugares comunes, manufacturadas en las universidades y medios de comunicación de Francia y EEUU hace prodigiosas décadas. Lo que pasa ahora en España es que ese lenguaje y ese doctrinario han pasado de aquellos espacios a las altas esferas del poder político, dándonos con ellos los jerarcas carcas de la progresía una clase práctica de ciudadanía, y de paso, un repaso general. [..]
Ya nadie habla de verdaderos problemas ontológicos de ser y no ser, ni queda confianza en la racionalidad y el conocimiento. Hoy, sólo centellean cuestiones semánticas, polisemia y juegos de lenguaje. No respiran tampoco los problemas éticos y morales, sino las éticas dialógicas, deliberativas y discursivas, sin moral, las muy cochinas. El pragmatismo de cazuela, junto a los rabiosos iconoclastas y los zampatortas ironistas, ya no sólo arrasa en congresos y simposios de profesores de filosofía, sino que inspira los discursos en las Cámaras legislativas, las ruedas de prensas varias y los consejos de ministros.
El significado del lenguaje reside en su uso. La sociedad es una comunidad de hablantes, que hablan y hablan, y así, hablando, se entiende la gente... Todo esto ya está dicho y fundamentado desde el siglo pasado, como mínimo, y ha sido reconocido con muchos créditos como la indiscutible filosofía oficial contemporánea. ¿De qué extrañarse, pues? El que se traga el cuento, o una mosca, tiene que pasar necesariamente un mal trago.
Nada nuevo bajo el sol. Todo está dicho ya, y las respuestas, por dadas, son conocidas y automáticas. ¿Cuál es el problema nacional de España, si es que España y Nación son un problema o poco más que meras palabras? Releyendo al último Wittgenstein, a algunos se les antojaría la respuesta elemental: mostrar a la mosca el camino para salir de la botella.
El presente texto es una versión corregida y abreviada de mi columna de Opinión, «Cuestiones semánticas», publicada en el diario Libertad Digital el 23 de octubre de 2005
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