Bernard Wasserstein, Barbarie y civilización. Una historia de la Europa de nuestro tiempo, traducción de Isabel Ferrer y Carlos Milla, Ariel, Barcelona, 2010, 828 páginas
Bernard Wasserstein (Londres, 1948) es, en el momento presente, profesor de historia en la Universidad de Chicago, y autor de varios trabajos de su especialidad, en especial de la historia referida al pueblo y la cultura judíos. De entre ellos podemos destacar los siguientes textos: Britain and the Jews of Europe 1939-45 (1988), Divided Jerusalem: The Struggle for the Holy City (2002) y Israelis and Palestinians: Why Do They Fight? Can They Stop? (2003). Se publica ahora en España por vez primera, de la mano de la editorial Ariel, uno de sus libros, en este caso el último de ellos: Barbarie y civilización. Una historia de la Europa de nuestro tiempo, editado en origen en 2007. Un volumen de más de ochocientas páginas del que es preciso señalar, como primer comentario, que su edición en tapas blandas y con una letra de pequeños caracteres ofrece un aspecto aparatoso, de difícil manejo y de lectura esforzada.
Del continente pasemos ahora al contenido. En Barbarie y civilización, Wasserstein aborda un empeño tan arduo como bastante trillado: compendiar en una monografía la descripción y el balance de una época, en este caso, el siglo XX. O según puntualiza el autor: «Como “Europa de nuestro tiempo” entendemos poco más o menos una vida contemporánea.» (p. 11). Una puntualización que no promete, ya desde el Prólogo, mucha mayor precisión. Entre otras razones debido a problemas de traducción: hubiera resultado al menos comprensible escribir «Por “Europa de nuestro tiempo”, entendemos…». Aunque no sólo por la traducción. Tal impresión queda confirmada a medida en que el lector se adentra en la lectura del manual. Porque, en efecto, debe saber que le aguarda un compendio de grueso calibre académico, destinado, diríamos, a un público escolar y poco exigente, ese que lee más por obligación que por devoción.
La delimitación del tiempo en este repaso a Europa se ajusta a las convenciones del género: el siglo comienza con la Primera Guerra Mundial (la Guerra del 14) y se da por concluido entre 1989 y 1991 con la caída del Muro de Berlín y, tras él, el derrumbe de los regímenes comunistas en el Viejo Continente. Ello, sin embargo, no es óbice para que —presumiblemente, por motivos de actualidad, de justificación más periodística que académica— los dos últimos capítulos del libro superen estos límites definidos para acercarse hasta nuestros días; sus títulos: «Después de la caída 1991-2007» y «Europa en el nuevo milenio». Hasta en estos detalles se patentiza el convencionalismo, la carencia de estilo y la falta de imaginación creadora. El recorrido general por los tremendos episodios que tachonan siglo tan intenso y convulso, se limita, entonces, a dar noticia (por lo general, como decimos, según un modelo de crónica periodística) de los hechos seleccionados, sin entrar en muchas explicaciones ni en análisis de calado.
Por ejemplo, en referencia al impacto del crack del 29 en la política británica, califica el autor las medidas en política económica impulsadas por el primer ministro inglés Lloyd George, y aconsejadas en gran medida por el economista J. M. Keynes, de «gran empujón liberal» (pág. 178). Semejante designación aplicada sobre las espaldas de personajes de ese fuste produce en el lector avisado una sacudida de asombro, es toe es, el lector al tanto del distinto uso de la voz «liberal» en el nuevo y en el viejo continente: en aquél, sinónimo de «izquierdista» (o sea, partidario del intervencionismo del Gobierno en la economía) y en éste, defensor del libre mercado y la libre competencia económica. Cierto que este es un conocimiento no obligado para todo lector. Para eso están las notas aclaratorias del editor o del traductor. Notas de las que carece la presente edición.
El libro, como decimos, lleva por título Barbarie y civilización. Una cita de Walter Benjamin, mencionada al principio y al final del texto, sirve aquí de justificación: «No existe un solo documento sobre la civilización que no sea al mismo tiempo un documento sobre la barbarie.» El que ambas categorías converjan en el espacio y en el tiempo no significa que deban solaparse, intercambiarse o ponerse en el mismo nivel. El tema es lo suficientemente serio como para exigir un examen de los hechos y unos matices conceptuales y filosóficos que tampoco encontramos allí.
Leemos, a modo de conclusión, en el libro Wasserstein: «La civilización y la barbarie avanzaron codo con codo en Europa a lo largo del pasado siglo. […] El mal ha acosado la tierra [sic] en esta era, conmoviendo la mente de los hombres, dirigiendo sus acciones y engendrando las mentiras, las avaricias, el engaño y la crueldad que son la materia de la historia de Europa en nuestros tiempos.» (pág. 724).
Una declaración de este género nos recuerda las vívidas y concluyentes palabras de John Stuart Mill incluidas en su célebre Sobre la libertad, en referencia a materia tan inquietante y grave:
«Si la civilización ha prevalecido sobre la barbarie cuando la barbarie dominaba el mundo, es excesivo abrigar el temor de que la barbarie, una vez vencida, pueda revivir y conquistar la civilización. Para que una civilización pueda sucumbir así ante su enemigo vencido necesita haber llegado a tal grado de degeneración que ni sus propios sacerdotes y maestros, ni nadie, tengan capacidad ni quieran tomarse el trabajo de defenderla. Si esto es así, cuanto antes desaparezca esa civilización, mejor. No podría sino ir de mal en peor, hasta ser destruida y regenerada (como el imperio de Occidente) por bárbaros vigorosos.»
Sopesando ambos discursos es fácil encontrar las diferencias y los niveles de profundidad (o de altura) entre los autores.
Porque, ciertamente, leemos en Mill una declaración de un tenor no menos melancólico ni más optimista que la de Wasserstein. Pero la fuerza, consistencia y elegancia del autor inglés del siglo XIX obligan a cotejar, a las claras y sin remedio, la estirpe de un clásico con los modos de un texto académico y básicamente divulgador. Las comparaciones no son siempre odiosas. Son necesarias. Ponen las cosas en su sitio y a algunos en evidencia.
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