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«Sonría, por favor». Así rezaba un celebrado eslogan
promocional, ideado, si no recuerdo mal, por el Centro de Atracción y Turismo
en la ciudad española de San Sebastián, allá por los años sesenta del siglo XX.
Tras este lema han florecido muchos otros parejos, invitando a la cordialidad y
al trato simpático entre desconocidos, y, si no me equivoco, hasta programas de
televisión, anuncios publicitarios de vocación dentífrica y eslóganes de
propaganda con mucha labia en partidos políticos, a ver quién pasa por más
gracioso y quién aparenta ser más simpático, porque la sonrisa vende y hace ganar votos.
Es esta utilización
partidista y afectada, engañosa y embaucadora, sensiblera a la vez que mandona,
de un gesto, de un rasgo, tan
esencialmente humano y humanizador, como es la sonrisa (todavía más que la
risa, que viene a ser como el cine sonoro respecto al silente o la ironía al
chiste), lo que le quita encanto y hasta diría que su principal gracia, hasta el punto, bien mirado el
asunto, de quedar cubierta por una capa
de sospecha, acabando siendo atrapada como en una tela de araña.
No refiero un caso
insólito. La larga y oscura sombra de la deshumanización y la implacable
persistencia de la barbarie no cesan en su afán por borrar de la faz de la
Tierra lo que de natural hay en
voces, gestos y hechos humanos, para trocarlos en diseños utopistas tan alteradores de lo real como aterradores del alma,
elaborados en despachos con mucho bureau
y teléfono rojo, laboratorios tenebrosos preparando ensayos de probeta, medios
de comunicación muy mediatizados y en departamentos universitarios multicolor
de estudios culturales.
Una sociedad a la que roban la sonrisa o la hacen invisible está condenada a una existencia abatida y desolada
Esta labor de zapa
afecta a signos, costumbres y palabras, troquelados con fines infames. Los procedimientos utilizados para esta
tarea que marea son variados y los esfuerzos, concienzudos. De entre los
más empleados, a la vista de su éxito, destaca el siguiente: alterar aquello
que se pretende cambiar, conservando el significante pero transfigurando el
significado, dar la vuelta —por sí decirlo— a los usos humanos, por resultar,
más que demasiado humanos, sencillamente humanos. Como ocurre con la sonrisa.
Se repite mucho que
nacemos llorando, porque, inocentes criaturas, no sabemos lo que nos espera en
la vida por delante. Suele callarse, sin embargo, que uno de los primeros actos humanizadores en un bebé es la aparición
repentina de la sonrisa, por lo común no espontánea sino estimulada a su
vez por la cariñosa y tierna expresividad de la madre. Tamaña correspondencia
contiene una formidable fuerza comunicativa, moral y civilizatoria.
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La «sonrisa inaugural» caracteriza, en efecto, la
supervivencia de la cortesía y las buenas maneras, paso previo del buen humor,
como observó Alain, y expresión
equivalente de la salutación, según
analizó Ortega y Gasset, quien
emplea aquella fórmula como interina de ésta.
El filósofo francés
expuso la feliz convergencia a la que hago mención en un delicioso y
tonificante texto titulado La sonrisa (Le sourire), incluido en el libro Propos sur le bonheur.
«Quisiera decir sobre el mal humor que no es menos causa que efecto; me inclinaría incluso a pensar que la mayor parte de nuestras enfermedades son el resultado de un olvido de cortesía, es decir, de una violencia del cuerpo humano sobre sí mismo.»
La cortesía y la afabilidad (la «urbanidad», decíase
antaño) son una condición necesaria en la convivencia y el trato humano. No elimina ni hace
esfumarse, como por ensalmo, el peligro y la malevolencia en la sociedad, pero dulcifica —o cuando menos suaviza— el contacto
entre individuos en sociedad,
aminorando la indisposición actitudinal, la rencilla y la disputa; por ejemplo,
borrando de la cara cualquier signo de
enemistad anticipada u hostilidad manifiesta por medio de la sonrisa.
Aclaremos conceptos,
antes de continuar. La apelación a la
cordialidad, la fraternidad y la simpatía se me antoja propósito desmesurado y
presuntuoso, evasivo, al cabo, en este asunto. Como condición necesaria
para ser posible, la sociabilidad no exige familiaridad comunitaria ni aprecio o hermandad universales; estas disposiciones del espíritu tienen
su lugar en los lugares, relaciones y afectos correspondientes (familia,
camaradería, amistad, amor, y más). Tratar
al otro no supone obligatoriamente ni implícitamente tener que amarle:
«Hasta sería injusto si lo amara —añade Sigmund
Freud—, pues los míos aprecian mi amor como una demostración de
preferencia, y les haría injusticia si los equiparase con un extraño.» Para poder convivir, y para empezar, es
suficiente con la avenencia, la armonía, la coexistencia social. Con la «sonrisa
inaugural» como carta de presentación.
Hay muchas clases de
sonrisas, no todas fiables ni saludables ni provechosas. Aquí hablo (y aun más, hago un elogio) de la sonrisa de bienvenida,
pacificadora, no de la sonrisa miedosa, vengativa o maliciosa, así como la
sonrisa fija y permanente, sonrisa de máscara escénica, así como la devenida
sin razón, incontrolada, boba, más propia de un demente que de gente decente. Mueca
más que sonrisa sería ésta no otra cosa que contorsión bucal, entre el tic
incontrolado, el espasmo muscular y el espanto nervioso.
La sonrisa
civilizatoria es voluntaria y provocada; no digo «provocativa», que supondría
otra deformación de la naturaleza de las palabras y las cosas. En realidad, como señala Alain en el artículo citado
líneas arriba, se trata de una acción forzada…
por las circunstancias: «buscamos la obligación de sonreír». Sonrisa de
buen recibimiento, preliminar como el saludo, es actitud necesaria en una
sociedad bien ordenada, como pueda ser vestirse para la ocasión, ceder el asiento en el autobús o el paso en la
calle a ancianos y personas impedidas,
no eructar, bostezar o ventosear en público, y de ahí en adelante.
¿Sonrisa falsa, pues? Ciertamente, en cuanto no proviene
del gusto sino de la norma. ¿Sonrisa
hipócrita, entonces? No dramaticemos, aunque tampoco lo negaré, recordando
al lector que la hipocresía es «un homenaje que el vicio rinde a la virtud» (La
Rochefoucauld), tan valiosa en el grupo social como los buenos modales y la
ceremonia. ¿«Ortopédica amabilidad del
mercado», quizás? Sobre esta malevolencia he dedicado un capítulo, titulado
justamente «El empleado de El Corte
Inglés me sonríe» en el ensayo Dinero S.L. De la sociedad de propietarios a la comunidad
de gestores
(2020), adonde remito al lector interesado en obtener más detalle de la
cuestión.
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El asunto que
interesa aquí y ahora es, en efecto, la «sonrisa inaugural», acompañante y aun
sustituta del saludo, acción insustituible, forzosa, imperiosa, irremplazable,
esencial en la salud moral y la conservación de la sociedad civilizada.
«El hecho de que exista el uso del
saludo es una prueba de la conciencia viva en los hombres de ser mutuo riesgo
unos para otros. Cuando nos acercamos al prójimo se impone, aun a estas alturas
de la historia y de la llamada civilización, algo así como un tanteo, como un
tope o cojín que amortigüe en la aproximación lo que tiene de choque.»
José Ortega
y Gasset, El hombre y la gente
Los individuos no
precisan amarse ni ser amigos de verdad
para convivir entre sí y relacionarse (según hemos visto), mas tampoco pueden
maltratarse por sistema ni de entrada. Preciso
es darle una oportunidad al extraño o al conocido (de vista), si
comprendemos la importancia de no ceder, en primera instancia, a la violencia
ni ser bestializados por modos y maneras dominantes en las etapas primitivas de
la humanidad, sea a propósito del salvajismo o la barbarie.
Evitar el choque social de anticipación (por si acaso)
significa no ir por la vida dándose codazos unos a otros ni patadas en las
espinillas ni mantenerles en milimetrada distancia ni tratarles como apestados ni tomarles la temperatura disparándole un rayo en la frente ni hacerles un test
de admisión en locales y localidades, por sistema y de modo general, ni
ocultarse tras velo de recelo o prevención (que significa en términos bélicos, prepararse para atacar).
La sonrisa debe ser discreta, pero, sobre todo, precisa
de visibilidad,
como condición para ser real y efectiva. No valen las sonrisas tapadas con un
pañuelo o trapo, que reconocen a la persona tímida, acomplejada, temerosa y
desconfiada. Un rostro enmascarado es un
rostro malcarado, propio del bandido y el facineroso.
Una sociedad a la que roban la sonrisa o la hacen
invisible está condenada a una existencia abatida y desolada, hosca y fosca,
deshumanizada, bestializada. Porque las bestias no sonríen. Lo más bienhumorado que
puede hallarse en el mundo animal es la sonrisa de hiena.
4
En una secuencia de
la película Sopa de ganso (Duck Soup, 1939), dirigida por Leo McCarey y con los hermanos Marx al frente del reparto,
soplan vientos de guerra entre Freedonia y Sylvania. La Sra. Teasdale (Margaret Dumont) intenta mediar entre
el Presidente del Gobierno de Freedonia (Groucho
Marx) y el Embajador de Sylvania (Louis
Calhern) a fin de evitar el conflicto, convocando al efecto un encuentro
amistoso entre ambas autoridades para que dialoguen y se entiendan.

Rufus
T. Firefly, Presidente del Gobierno de Sylvania: Qué obra más noble. Sería indigno de
su confianza si no hiciera todo lo posible para que Freedonia continuara viviendo
en paz con el mundo. Me alegro de recibir al Embajador y de ofrecerle mi mano derecha
en señal de camaradería. Estoy seguro que responderá a ese gesto de la misma
forma. ¿Y si no? ¿Qué tal sería eso? Yo le tiendo mi mano y él la rechaza. Eso
perjudicaría mi prestigio. ¡Yo, un presidente, ofendido por un embajador!
¿Quién se cree que es? Me deja en ridículo frente a todo mi pueblo. Imagínese,
yo le tiendo la mano, y esa hiena la rechaza. ¡Ese pobre cerdo nunca se saldrá
con la suya! [Entrada de Trentino en escena] ¿Así que Vd. se resiste a
estrechar mi mano? ¡Suficiente! ¡Ya no hay vuelta atrás! [Firefly abofetea con
un guante a Trentino]
Embajador
Trentino de Sylvania:
¡Esto significa guerra!
Rufus
T. Firefly: ¡Entonces
habrá guerra! ¡Habrá guerra! ¡Reúnan las tropas! ¡Guarnezcan los caballos!
¡Guerra! Freedonia irá a la guerra... Al fin, nuestro país irá a la guerra. Iremos
a la guerra.
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«”¡Vale!, dijo el
Gato [de Cheshire], y esta vez se desvaneció muy paulatinamente, empezando por
la punta de la cola y terminando por la sonrisa, que permaneció flotando en el
aire un rato después de haber desaparecido todo el resto.
“¡Bueno! Muchas veces
he visto un gato sin sonrisa”, pensó Alicia, “pero ¡una sonrisa sin gato!...
¡Esto es lo más raro que he visto en toda mi vida.»
Lewis Carroll, Alicia en el País de las Maravillas