Vivimos en España un tiempo de excepción desde que entre el 11 de marzo y el 14 de marzo de 2004 se nos paró el corazón, y con él, el reloj de nuestra historia como nación. Desde aquellas jornadas funestas, España todavía no ha podido recuperarse, porque ni ha habido justicia ni ha sido restablecido el orden violentamente conculcado.
Todo lo contrario: la facción política en el poder no presenta el menor indicio de rectificación y moderación; tampoco lo esperamos de ella. Los mayores esfuerzos al respecto consisten en tapar las bocas que puedan hablar demasiado; en ocultar las pruebas que puedan incriminarles; en dilatar el proceso de resolución del «caso»; en taponar todo asomo de investigación que les salpique; en intimidar, en fin, a la oposición hasta el punto de que ya no vuelva al Gobierno.
No diré a la oposición lo que debe hacer, pero sí lo que no debe hacer: olvidar el 11-M, o participar en su disolución. Mientras tanto, juzgo insensata la inclinación del Partido Popular de perseverar en un discurso político victimista y de lamentación perpetua. O de hacerse los «buenos», a fin de que les perdonen la vida… Ya me entienden, tras una calamidad o (valga la redundancia) la última iniciativa del actual Ejecutivo, la jeremiada: «¿qué pasaría si en lugar de los socialistas, estuviesen en el Gobierno los populares?». Esta lamentación delata un vergonzoso complejo, amén de un profundo miedo a la responsabilidad. Otra vez. Hay otras monsergas al uso, no menos penosas y estériles: «¿dónde están ahora los que tanto protestaban y tanto se sublevaban cuando el PP estaba en el Gobierno?». Vano lloriqueo.
España vive una situación de excepción porque, si llega el Partido Popular al Gobierno, sencillamente, no se le dejará gobernar. Volverán los tiempos del «no a la guerra», de los prestiges y los yaks-42, las huelgas generales y los asaltos a las sedes del PP, las caceroladas «ciudadanas» y la violencia «piquetera», el «nunca más» y el «hay motivo». O algo peor…
He aquí la profunda anomalía que ensombrece y ahoga la democracia española. Esta es la gran cuestión que mantiene atascada la situación política nacional: el gran atasco nacional.
No es que le guste a uno volver hacia atrás y recrearse en el estancamiento y la «crispación». Resulta que estamos, necesariamente, fijados a aquellos días de marzo. Petrificados, hasta que los culpables de la felonía rindan cuentas ante la Nación (y la Justicia), hasta que se hayan hecho las correspondientes reparaciones, hasta que se hayan dado plenas garantías democráticas de que lo sucedido no volverá a ocurrir. Simplemente, no es posible seguir adelante (¿hacía dónde?), como si nada hubiese pasado.
No basta proclamar enfáticamente que hay que mirar al futuro y no al pasado, por la dramática circunstancia de que aquí ya nadie se mueve de su sitio. El poder se torna patrimonial, pero sólo desde un lado. Y si hay alguna señal de signo contrario, otra tendencia, eso es involución. Vuelven, entonces, las amenazas y el miedo.
Con este chantaje y con esta coacción sobre nuestras cabezas, la democracia queda bloqueada sin más, sin poder avanzar. Con esta espada de Damocles sobre los españoles, de poco sirve que el PP prometa crear empleo y reducir el déficit público como primer reclamo para ganar las elecciones. ¿Se dejará robar de nuevo la cartera y con ella los ahorros de los españoles? ¡No es la economía, estúpido!
El presente artículo fue publicado como columna de Opinión en el diario Libertad Digital, con el título de «El gran atasco», el 30 de agosto de 2005. Ofrezco aquí una versión reducida del mismo.
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