jueves, 24 de marzo de 2011

BRUSELAS, SOLA E ISOLA


III

El tren que me traslada de Gante a Bruselas cubre el recorrido a paso muy pausado, deteniéndose en todas las estaciones intermedias. El trayecto es más largo y lento que el de un intercity, pero no tengo prisa. He venido hasta este lugar a observar y a pasearme, no a correr. Dejándome llevar por la lentitud, puedo concentrarme en el paisaje belga que ante mis ojos pasa, no digo que a pleno sol, porque aquí éstas son palabras mayores, exageradas, pero sí con luz suficiente para distinguir los rasgos del país.
Finales del mes de marzo. El calendario acaba de anunciar la llegada de la primavera, y la Bélgica que se ofrece a mi vista presenta un aspecto acuífero, casi diría que chorreante, un horizonte monótono de casas modestas separadas entre sí por charcos, cercados y barrizales.
Llueve con constancia obstinada desde hace días, desde que llegué a estas tierras remojadas. Al otro lado del cristal del vagón del tren, pocos paisanos veo transitar por los caminos y calles de los villorios. Ni siquiera las vacas pacen en los pastos pastosos, los cuales diríase que parecen más dispuestos para plantaciones de arroz que para dar de comer a las reses. Será porque las vacas por estos lares, que se me antojan mares, y no saben nadar. Y estos prados no son los mismos sin el ganado pastando y pasando. Resultado: un escenario de isla anegada, de desolación, un lodazal sobre fondo gris. Por eso, deduzco, los paisanos  pintan las casas de colores vivos y en tonos fuertes. Aunque, ay, el contraste no llega a animar la escena, que simula un paisaje después de la batalla. Y conste que Waterloo queda más al sur.
Tan sólo dos calles separan la estación central de Bruselas del hotel donde había reservado habitación, Le Dixseptième, en la rue de la Madeleine, frente a la iglesia del mismo nombre. Pero, llegar hasta mi posada representa una empresa comparable a bordear el cabo de Hornos en plena tormenta. Finalmente, en tierra firme, el acogedor albergue permite curar las heridas del viajero y secarse ante las chimeneas de los salones decorados en el estilo que anuncia su nombre. Se trata de un coqueto palacete que un día fue residencia del embajador de España en la ciudad. Aunque yo he llegado hasta Bruselas en son de paz y en visita privada, no oficial, debo confesar que entre los muros de este albergue me encontré muy cómodo, más ancho que un enviado plenipotenciario.

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 Bruselas es una ciudad hermosa y noble, con todos los servicios modernos que uno pueda desear, capital de la Unión Europa, con dos lenguas oficiales que duplican todos los anuncios y letreros, en francés y en neerlandés, si bien todos en la villa, residentes y visitantes, hablan el francés y entienden el inglés. Pero, desventuradamente, Bruselas no tiene río. Y una ciudad sin río es como un cuerpo sin sangre, igual que un cuerpo sin alma. Lo tuvo sí, en tiempos remotos, el pequeño río Senne, pero fue cubierto, como si se avergonzasen de las reminiscencias de su denominación. Hoy su vestigio divide la urbe simbólicamente entre la «orilla izquierda» —el centro histórico— y «orilla derecha»—, donde crecen los barrios de la periferia bruselense, remontando las colinas del sur.
Aunque sin río, no se piense que Bruselas es terreno de secano. Todo lo contrario. La lluvia en Bruselas, formando parte del paisaje urbano, más que una maravilla, llega a constituir una pesadilla. En la actualidad, Bruselas, ciudad, capital, región, metrópolis, tiene censados poco más de un millón de habitantes. La mayoría de la población va y viene, está de paso, hace breves escalas, reside temporalmente, ficha en la oficina, firma contratos o documentos oficiales, y vuelve a casa. Conforma, entonces, una población flotante, una expresión que en esta capital sin río, no debe entenderse en sentido figurado o metafórico.
Bruselas es villa antigua, remontándose sus orígenes al año 1000. Mucho ha llovido desde entonces, en efecto. La denominación originaria, Broucsella, significa Casas en los pantanos. Nadie negará a los bruselenses la capacidad de precisión que han demostrado desde el primer momento para llamar a las cosas por su nombre. 


Ahora soy consciente de mi desfachatez, de mi insolencia y osadía, cuando en una  anterior visita a la ciudad, en el verano de 1996, me lamentaba públicamente del sol reinante y de la temperatura ambiental, que elevaba los termómetros hasta los 38 grados a media tarde, dejando anclada esta balsa urbana bajo un anticiclón y en dique seco más de una semana. Huyendo de la canícula levantina, yo desesperaba en este reino ardiente, suspirando por encontrar un salón con aire acondicionado, o un sencillo ventilador. Propósito no poco complejo, todo sea dicho. Cuando, finalmente, localizaba un restaurante refrigerado, y me situaba en una mesa del interior, los nativos, ocupando, las mesas del exterior, desde su razón en descongelación tras el invierno, pensaban que era un excéntrico o un loco. Yo, tan fresco, contemplando por mi parte a esos comensales bajo el sol de mediodía, frente a ensaladas y lonchas de salmón más ahumadas de lo debido, también ponía en cuestión su cordura, a la vista de semejante barbacoa humana.
En esta ocasión, sin embargo, mientras me esforzaba inútilmente en mantenerme a cubierto del aguacero en dirección al café del hotel Metropole, en la Place de Brouckère, veía las cosas con otra perspectiva. Me hice cargo de la situación y comprendí mejor a estas gentes hambrientas de sol, ese astro desconocido en Bélgica, ese efímero visitante. Francamente, en el estado en que me encontraba, necesitado de un anticongelante y un secado y planchado, cualquier cosa hubiese concedido. Andando a ciegas en medio del diluvio, lograr llegar a mi destino significó, con todo, más un acto de instinto que de conocimiento.
Hay muchos y muy gratos cafés en Bruselas. Por ejemplo, la bodega Cirio, detrás de la Bolsa, o el cercano Falstaff, de exquisito gusto modernista. Y, más allá, el aromático y surrealista La fleur en papier doré, en la rue des Alexiens. Con todo, el café Metropol, tan recargado, barroco y exuberante, es uno de mis preferidos. Durante muchos años, en los viejos tiempos de comienzos del siglo XX, científicos, artistas y espías, tal que Einstein, Rubenstein o Mata-Hari, frecuentaban el salón, alternando las conferencias con las confidencias. Hoy, estos personajes han cedido los asientos a ejecutivos y políticos, en su mayor parte clientes del hotel, y también a fulanas de etiqueta negra que guardan pocos secretos y ocupan sus puestos el tiempo mínimo necesario hasta fijar el objetivo y no irse con lo puesto. Todo lo contrario hacían antaño los jóvenes poetas de la bohemia, quienes eternizan la estancia en las mesas del rincón frente a un café y una galleta interminables, hasta lograr completar, si las musas eran propicias, tres gloriosos versos, o  tal vez cuatro.
Aunque Bruselas posee un centro urbano hermoso y gentil, no es una ciudad hecha para caminar ni para pasear; no es la patria del flâneur, quiero decir. En Bruselas, hay que mantenerse permanentemente a cubierto, desplazarse por los pasajes y las galerías, las más famosas y elegantes, las galerías reales Saint-Hubert, conectadas en uno de sus costados con L´Illot Sacré, la cocina de la villa, el paraíso del gourmet
En esta área mágica de color y sabor, los restaurantes se alinean uno tras otro con los toldos desplegados, las mesas dispuestas en el exterior y los empleados voceando a las puertas las delicias de la carta, siguiendo en esto el estilo de París, o, más exactamente, del parisiense Barrio Latino. A modo de suculentos fragmentos de bodegón, las callejuelas de la zona lucen unos nombres que, por sí mismos, abren el apetito. Creyendo moverme entre una menestra o un salteado, recorro la rue aux Herbes, des Harengs, de la Verdure, Marché aux Poulets, du Marché aux Fromages, des Bouchers... En cualquiera de estos mesones sirven, entre otros manjares, generosas raciones de mejillones, un molusco que los bruselenses adoran, y que preparan de múltiples formas. El mejillón: tesoro de la ciudad guardado en la concha.
Pero, sin duda, la gran perla de la villa, expuesta al mundo, al aire libre y a la pertinaz lluvia, es la Gran Place, arte y monumento por los cuatro costados. El Ayuntamiento y la Maison du Roi frente a frente, elevan el gótico civil hasta rozar lo divino, y en los otros lados, al este y al oeste, ricas casas señoriales. Contempladas una a una, se me antojan piedras preciosas. En conjunto, semejan un inabarcable festón, o, más bien, un festival para los sentidos. Dicen que hacer comparaciones es cosa odiosa. Quizás. Mas, yo sin odio afirmo que hay plazas y plazas en el mundo, pero sólo una Gran Plaza.

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 Todavía es posible dar otro paso importante en la riqueza arquitectónica de la capital belga, desplazándonos hacia los barrios del sur, hacia el Bruselas de la modernidad y del modernismo. Hoy, los grandes bulevares forman el círculo que rodea el centro de la ciudad, donde antiguamente se alzaba una muralla, de la que sólo queda el torreón macizo de la Puerta de Hal. Elijo, sin embargo, la Puerta de Louise para descubrir el Bruselas de los temps moderns. En ese punto arranca la avenida Louise, lugar excepcional desde donde iniciar el itinerario por el Bruselas del Art Nouveau, y admirar los edificios más representativos del Bruselas del 1900, unas construcciones inspiradas en el estilo denominado en Viena Jugendstil o Sezession, y que aquí llaman Liberty.
En el triángulo formado por las avenidas Louise, Charleroi y, su continuación, Brugmann, edificios soberbios intentan pasar inadvertidos en calles recoletas y en apacibles plazas. La burguesía industrial buscaba por entonces, ante todo, discreción. Y también miramiento, mas nunca exhibición y ostentación. La burguesía comercial se quedó atrás, en los barrios del centro, ansiosa por poseer pletóricas, florecientes y opulentas mansiones. En los barrios templados del ensanche bruselense, la burguesía de los temps moderns tomó asiento sin hacer mucho ruido, imponiendo un estilo arquitectónico frío y sobrio, concebido por la razón geométrica del art déco. Las personalidades más atrevidas y voluptuosas optaron por el «arte nuevo», en el que las líneas adoptan unas formas más sugerentes: las rectas ceden el paso a las curvas y las florituras. En la rue Américaine está domiciliada la Casa Museo Horta, que fue residencia privada del máximo representante del movimiento, Victor Horta, un palacete convertido en toda una declaración de principios: el manifiesto modernista.

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El modernismo no hubiera sido posible sin la modernidad, ni la modernidad sin el humanismo. Este argumento, junto a un profundo deseo personal —la razón y la pasión convocadas, pues, a la vez—, me condujeron a la casa museo de Erasmo de Rótterdam.
A vista de pájaro, el Bruselas histórico se asemeja un gran pentágono, cuyos lados fueron un día murallas y hoy, anchos bulevares, con el vértice central apuntando al sudeste. Hacia ese punto me dirigí, hacia Anderlecht, distrito periférico de la metrópoli, donde Erasmo fijó su residencia en 1521. El norte y el oeste de Bruselas ofrecen la cara posmoderna de la ciudad: barriadas con anodinas torres de acero y cristal, el complejo Heysel, el Atomium y el edificio de la OTAN, barras, esferas y estrellas unidas componiendo un espacio más parecido al orbe que a una urbe. En los alrededores del Parque del Cincuentenario está el denominado «barrio europeo», repleto de edificios de oficinas y sede de organismos oficiales diversos construidos sobre los restos del antiguo barrio Leopold. Dejé este universo de bureau y me dirigí al microcosmos de Anderlecht, donde se enclavan el Museo de la Resistencia y el museo de Erasmo, dos símbolos incontestables de la lucha por la libertad en una pequeña ciudad, conocida mundialmente por su club de fútbol.
La estancia de Erasmo en Anderlecht fue muy breve, pero la municipalidad local ha llevado a cabo un gran esfuerzo por dejar una buena constancia de de estancia de sabio por estos parajes. El Museo es de los más cuidados y completos de Europa que se han dedicado a la memoria del autor de Elogio de la locura. En el exterior, rodea la casa el jardín filosófico, huerto donde se cultivan plantas medicinales que curan el cuerpo y área peripatética, bajo la sombra de álamos y olmos, que templa el espíritu. Herbario y alameda beneficiaron mucho a Erasmo. Cuando su frágil anatomía volvía de dar un paseo para refugiarse en los salones del interior de la mansión, al calor de las chimeneas y envuelto en abrigos de cuello armiño, estaba bien dispuesto para enhebrar un adagio o un principio pedagógico. El museo acoge un buen número de bustos, grabados y pinturas del personaje y sus coetáneos, así como muy valiosas primeras ediciones y textos manuscritos del autor.
En este oasis de paz, en esta isla de tesoros intelectuales, encontró Erasmo soledad. También, el calor de la amistad y la hospitalidad del canónigo Pierre Wichman, quien lo alojó en la casa, hoy museo, de la rue de la Chapitre, a pocos metros de la iglesia de los Sts. Pierre et Guidon. En el presente, esa hospitalidad no ha declinado. A pesar de ser lunes, día de limpieza y descanso del personal, fui recibido con gran amabilidad al presentarme sin avisar, una vez informé a los empleados de dónde venía y a adónde iba. Pude pasearme libremente por las instalaciones, permitiéndoseme una visita detenida, sosegada y sin apresuramientos. En el templo del sabio de Rótterdam, quien no escribió en neerlandés sino en latín, emplear una lingua franca de comunicación no supuso inconveniente alguno.
Al abandonar aquel espacio de sabiduría y de gentilidad, el cielo había vuelto a cubrirse, y una tormenta de aguanieve me aguardaba en el exterior. De camino a la estación, de vuelta a Bruselas, donde con toda seguridad reinaría el chaparrón, yo seguía pensando en Erasmo, visitante  en Bélgica, príncipe de Europa, ilustre patrocinador de la transición del Imperio a la Unión Europea en el viejo continente. Que el artefacto multinacional (capital, Bruselas), finalmente, haya acabado en práctica desunión, es acaso una consecuencia de que los europeos han prestado poca atención a las enseñanzas del gran humanista.

Primavera de 2001

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