II
En la primera etapa del viaje en tren a través de la noche de Flandes, apenas tuve tiempo de abandonarme a las reflexiones o al sueño. Toda mi atención estaba concentrada en reconocer el nombre de la estación en la que debía apearme. Pues, nada más abandonar el área metropolitana bruselense, el anuncio de las sucesivas paradas viene sólo en neerlandés, lengua que lamentablemente —e imperdonablemente, lo admito— desconozco. El idioma francés, la otra lengua oficial del país (¿qué lengua?, ¿qué país?), quedó atrás, y con él mi manual básico de supervivencia idiomática en el norte de Bélgica. Bueno, siempre nos quedará el inglés…
Que no cunda el pánico. Gante en Flandes no se dice Gand sino Gent. No era, pues, difícil confundirse. Mis acompañantes en el vagón no dejaban un segundo la animada y ruidosa conversación, confundiéndose sus voces y risas flamencas con la voz metálica que informaba de las próximas paradas. Dentro, el ruido sin furia. Fuera, tras los cristales de la ventana, reinaba la oscuridad, un silencio sin noticia. Parada y honda duda. ¿Habremos llegado ya a la estación de Gante? Un pasajero cercano a mí, de rasgos magrebíes, pareció leerme en la cara la interrogación y me dice en el momento oportuno: Ici Gand.
El taxi me conduce ahora desde la estación de St. Pieters de Gante, en el sur de la ciudad, al hotel Gravensteen, al norte, junto al Het Gravensteen o gran castillo condal. Atraviesa las calles medio vacías a gran velocidad. Aun así, pude ya entrever el milagro urbano que me aguarda. Comprendí, en una primera y rauda impresión de la ciudad, a la carrera, que llegaba en el momento idóneo, a la hora ideal; que yo sí llegaba a tiempo, vamos, no como otros...
Gante es más real, y mucho más bella, de noche que de día. Bajo la mágica combinación de luces de farolas y focos, los edificios regios y las calzadas reales se funden con los vapores neblinosos emergiendo de los canales. Gante guarda su encanto conservándose en la bruma, en la reserva evocadora de estar a media luz. El adoquinado brilla con acharolada luminiscencia y las aguas que fluyen en los canales reflejan el mismo color ascético del cielo, permanentemente plateado: de estos fulgores velados deviene su esplendor ceniciento. Medianoche es, en Gante, la hora de la revelación.
Esta es la primera visión que guardo de Gante y ya no podrá borrarse, como no queda eclipsado nunca lo que una vez cegó los rayos del sol. En estas tierras altas, sin embargo, el astro rey, comparece raramente, no importa que estemos en plaza imperial, donde todo vasallo rinde pleitesía a lo que un día fue centro del mundo. El pasado perdura bajo el manto de una nubosidad constante, de un cielo protector que casi baja al nivel de la tierra y del mar para así tomar dominio de las cosas.
No podría demostrarlo, pero tengo la fundada convicción de que no fue en estas tierras flamencas donde algún iluminado acuñó la famosa divisa que afirma que en el imperio de España nunca se pone el sol. No estaban sus habitantes para bromas ni indirectas, que bastante tenían con la presencia conquistadora de los tercios españoles, que por aquí se han enseñoreado durante siglos, y en otras villas flamencas tres cuartos de lo mismo. El rencor histórico antiespañol, empero, no ha arraigado en los corazones alegres y vitalistas de los ganteses. ¡Bravo, amigo!
Carlos V de Alemania y I de España, alabando cierto día las delicias y el esplendor de la ciudad imperial emitió una soberana sentencia que nos viene muy a cuento, y por eso traigo la cita: «Je mettrais Paris dans mon Gand» O sea, que podría meter París en su Gante (Gand), que es como decir su «guante» (gant). Hoy, entre los flamencos, la frase feliz ya no provoca orgullo, miedo ni nostalgia. En la actualidad, creo que recelan más de París (o de la misma Bruselas) que de Madrid.
El año 2000 después de Cristo, Gante conmemoró el quinto centenario del nacimiento de Carlos V, y lo hicieron por todo lo alto. Sólo unos pocos aguafiestas quisieron ensombrecer los fastos con alegaciones históricas y recuerdos de sangre y fuego. En estos parajes, donde la lluvia es tan familiar como la cortina del salón de casa y donde el cielo gris crea un paisaje acostumbrado, poco impacto pueden producir oscuras proposiciones de desagravio. La verdad es que los habitantes de Gante tienen mucho estómago, o sea, aguante, y así les salen de sabrosos los embutidos de bodegón, que nutren con esmero su animosidad gozosa. Los actuales descendientes del regio señor no desean matar al padre, ni a la gallina de los huevos de oro. Prefieren vivir su propia vida y dejar las cosas como están. Siglos de pragmática de la existencia les contemplan, una visión de la vida que hace buenas migas con el alma de comerciante, contemporizadora y negociadora, que no ha abandonado jamás los cuerpos gentiles de sus habitantes ni les ha quitado el apetito.
Cuerpos flamencos esbeltos veo, con todo, a mi alrededor, a pesar de la presión de la mantequilla, la cerveza y la manduca soberbia que por aquí animan los hogares, los mesones y los figones. Firmes y sólidos huesos mantienen tersas las carnes. Dicen que fueron los excesos de la mesa lo que llevó a la tumba a Carlos grande el de Gante. Los ganteses actuales, amantes del generoso yantar y de crear marcas de cerveza (más de quinientas), no parecen dejarse llevar por el desafuero en la mesa, que siempre ha traído disgustos y opresiones. Menos germanizados que el emperador, han sabido moderar el instinto por el afrancesado sentido del refinamiento y la politesse. Francia está allá bajo, al sur, ay, bien lo saben. A algunos les incomoda reconocerlo, pero, después de todo, noblesse obligue...
En la puerta misma del hotel Gravensteen, arranca, en dirección oeste, la Burgstraat, distinguida arteria engalanada por imponentes edificios de los siglos XVI y XVII, cuyos bajos acogen hoy tiendas elegantes. Recorramos, pues, la arteria de punta a rabo. La calle desemboca en la Elizabeth Plein, donde subimos hasta la Rabotstraat justamente hasta el Rabot, resto fortificado de la antigua muralla y límite de la ciudad antigua. En este punto permanecen enhiestas las torres cónicas de «la puerta cerrada» («rabot» en flamenco). Al fondo, estropean la vista las modernas torres de cemento y cristal del gran Gante. Grande sólo en espacio, porque lo verdaderamente «grande», lo abierto a la majestad, está en la dirección opuesta.
Recuperamos el sentido de la vía y de la orientación (junto a la cordura) enfilando Prinsenhof, calle que anuncia nuestro destino: el palacio donde nació Carlos V. Hoy sólo queda en pie la entrada, en forma de bóveda, la Donkere Poort (Puerta Oscura), en una tranquila plaza donde una estatua del emperador y una maqueta de la construcción palacial originaria nos refrescan la memoria. Estamos en una de las zonas más antiguas de Gante, donde la historia pervive en calmosa paz, después de siglos de batalla.
Volvamos ahora al punto de partida. En el lado opuesto del río Leie, se alza el castillo Gravensteen, mole de piedra construida el año 867 por el conde de Flandes, Balduino Brazo de Hierro, apelativo que no le viene grande a este noble señor, pues dejó en herencia una memoria muy acerada de la fortaleza. Las almenas y torreones, los majestuosos salones, cumplen su función con orgullo. El destino principal de estas pétreas instalaciones fue albergar calabozos y salas de tortura, y hospedar a no pocos infortunados, como lo atestiguan las muchas salas que reproducen los atroces escenarios. Desde lo alto de la terraza almenada puede admirarse el bello cuerpo de la villa, punteado por las esbeltas torres de las iglesias de Sint Niklaas y Sint Michiels, del Belfort y de la catedral Sint Baasf, del StadHuis (o Ayuntamiento).
A tiro de piedra, a las puertas del castillo, está la atractiva Sint Veerle Plein, plazuelita esquinada animada por restaurantes y edificios ilustres, como la Vlees Huis (o Casa de Neptuno), que destaca especialmente por su rica fachada custodiada por formidables estatuas de mármol. El lugar conoció, sin embargo, tiempos peores, cuando era base de ejecuciones sumarias a la sombra del imponente castillo. Una columna levantada en el centro del área, justo donde pedía sangre el infame cadalso, da cuenta del punto en el que estamos. Sigamos, pues, adelante.
Las calles que parten del lado este de la plaza, ensanchándose a medida que avanzar, conducen al centro monumental de la villa y cuna imperial. Tenemos a mano varios itinerarios para llegar al destino. El más aconsejable pasa por el muelle de Korenlei hasta llegar al puente de San Miguel, sobre el Leie. En este punto, el paseante se asegura una perspectiva mágica de Gante: sus principales monumentos forman un bosque animado de piedra y encaje. Vista, o mejor aún, vestida de noche, da la impresión de que los edificios levitan en la neblina.
Destaca lo amplio y despejado del panorama. El centro de Gante no es un centro nuclear, sino una sucesión de espaciosas avenidas y plazas en donde los edificios civiles, como el de Correos y el Lakenhalle, o mercado de tejidos con la espectacular Torre Cívica (Belfort), compiten en esplendor y altura con las iglesias floridas, como San Nicolás o la misma catedral, la Sint Baafskathedraal. La convivencia arquitectónica resulta de lo más amable y amistosa. Es cosa sabida que al corazón flamenco se le gana por el estómago tanto como por el espíritu, que el fervor religioso no apaga el hervor de las ollas y que, en fin, la prédica ascética y luterana no logró nunca arraigar en el sentimiento de estas gentes alegres y materialistas, para quienes la verdadera salvación no está reñida con un buen arenque y la gloria máxima suena a paraíso libre de impuestos.
Frente al Ayuntamiento, en la Botermarkt, encontramos el restaurante St. Jorishof, perteneciente al hotel Cour St. Georges, publicitado como el hostal más antiguo de Europa. Deseando paladear el genuino sabor de Gante, encargo la especialidad de la casa, el waterzooí, guiso de pescado sólido y exquisito, una receta que perdura triunfante desde la Edad Media. Mientras en la marmita que bulle frente a mí se celebra un rito con mucha historia, milagro de patatas y peces en un mar de mantequilla, en las mesas vecinas los comensales conversaban y reían con exaltación dionisiaca. Marco digno de una estampa de Brueghel el Viejo, con antiguos platos de cerámica y vetustos tapices colgados de las paredes, mesas de madera y salvamanteles de metal, copas en alto y brindis bajo vigas de madera centenarias, aprendí aquí mucho de esta ciudad, la cual abría me abría la despensa y su alma de bodegón.
Con permanente vocación de comerciante, en Gante no hay lugar para el sobrio, el belicoso o el idealista. La tentación por el sacrificio, la trifulca o la ensoñación cede, en última instancia, ante la perspectiva de una sustanciosa transacción. Por eso, la flameante Flandes, anhela la independencia, pero no morirá por ella. Hoy, las plazas públicas y púdicas no celebran ejecuciones, sino el vibrante ceremonial de los mercados, y no es casualidad que las principales plazas de la ciudad reciban justamente el nombre de «mercado».
De entre todas ellas, destaca la Vrijdagmarkt, la plaza/mercado de los viernes, aunque abierta todos los días de la semana, incluidos los domingos. En este punto del norte de la ciudad, en la parte antigua, los puestos de venta de pájaros, peces de acuario y otros animales dan especial color y candor a un entorno urbano hermosísimo. En el centro de la explanada, una estatua de bronce de Jacob Van Artevelde observa impertérrito el vivo ajetreo que bulle a su alrededor. No se trata de un guerrero sanguinario ni de un político insigne, sino de un brillante promotor del desarrollo comercial en el siglo XIV. En Gante, vemos más mercaderes sobre los sitiales de los monumentos públicos que reyes, generales o santos. En un lado de la glorieta, que da gloria verla y pasearla, da nombre nada menos que a la iglesia de Sint Jacobs, en honor del prohombre protector de la buena vida.
Este rincón de Gante es uno de mis preferidos de Gante. Por el día mandan la mercancía y el negocio; por la noche, la diversión y el ocio. Alrededor del centro mercantil, cuando cae el crepúsculo y cierran los puestos de venta, las estrechas callejuelas que la circundan hierven de vitalidad, decenas de restaurantes abren sus puertas, encienden las velas sobre las mesas del comedor, creando un acogedor ambiente de kermés. En la Plotersgracht, la taberna Amadeus resulta especialmente atractiva, por sus costillas de cerdo a la parrilla y a discreción, pero también por el ambiente de biblioteca creado, con las paredes repletas de libros ordenados en añejos anaqueles. Carne y literatura reunidas componen un decorado muy nutritivo e instructivo. Encuentro aquí aquello que busco en todos mis viajes: la profunda sustancia de la ciudad. En este caso, como en la mayoría de los restantes, la materia y el espíritu cogidos de la mano compartiendo un mismo festín.
Gante, ciudad universitaria, corazón joven en un entorno de glorioso pasado, culta y dinámica, no queda muy lejos de Ámsterdam, tanto en el sentido geográfico como en el artístico o ciudadano, y mantiene con la ciudad holandesa fuertes parentescos. Casi tantos que podríamos considerarla su hermana menor. Igual de experimentada en la vida, Gante es, no obstante, más discreta, menos bulliciosa y golfa que la hermana mayor.
Ámsterdam, bella de día, vive la noche con una pulsión muy experimentada. Gante, por su parte, tierna e inocente, cuando el crepúsculo la envuelve, cambia de plano, se viste de largo, ilumina calles y plazas, brilla como una luciérnaga. La noche no la encanalla, la hace más bella y evocadora. Siempre elegante, Gante, dama de la noche, madre y novia de emperador.
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