I
primer tercio
El avión iniciaba el descenso en el aeropuerto de Bruselas cuando ya caía la noche. Aterrizaba con retraso, respecto a la hora prevista. No es esto una noticia, una novedad ni un acontecimiento, lo sé. Tan sólo circunstancia común del viaje, anomalía convertida, a nuestro pesar, en hábito, en fatalidad implacable del viajero que acaba recibiéndola con similar resignación a como acoge la regularidad del cotidiano crepúsculo. Con esta diferencia: el ocaso nuestro de cada día, con menos demoras en cumplir su ciclo que los vuelos regulares del transporte aéreo, sí sale a su hora, aunque, eso sí, una hora cambiante. Eppur si puove… El tiempo llega siempre a tiempo para simplemente acontecer.
Probablemente, estos pensamientos sobre el curso del chronos acudían a mi mente porque, si bien felizmente desembarcado en Bruselas, todavía no había llegado al primer destino de mi viaje a Bélgica, que era Gante. Debía trasladarme ahora a la estación ferroviaria del aeródromo al objeto de tomar un tren que me condujese a la antigua ciudad imperial. La capitanía general de Europa en la actualidad la reservaba para la segunda etapa. Aunque otros incumplan horarios establecidos e ignoran normas vigentes, por mi parte, iba a seguir el protocolo que me había impuesto: el emperador precede al funcionario.
Un itinerario de ida y vuelta. De la cuna del emperador Carlos V al bureau de Europa. De la provincia a la capital. Del pasado al futuro. Del Imperio a la Unión Europea, y… a la desunión belga. Un viaje desvertebrador, el de Bélgica, que tendrá su lógica, pero que, sea como sea, supone una vuelta al pasado. De ese viaje, yo paso.
El trayecto marcado, y que yo sigo adelante en este corto periplo por Bélgica cubría, no obstante, un gran trecho en la vida de Occidente. Distanciados Gante y Bruselas por poco más de cincuenta kilómetros, menos de una hora de trayecto en tren en la actualidad, los liga cinco siglos de historia común. Los separa la larga sombra de la pasión particularista. La expedición que yo emprendía en son de paz por esta reserva del continente, enlazaba dos ciudades todavía de Bélgica, o en Bélgica, ese ser o no ser, y que acaso albergue el misterio mismo de Europa.
Pero, ¡alto ahí, aduana!, no había llegado a este lugar para resolver enigmas, deshacer entuertos ni aclarar misterios de naturaleza histórica y gran calado político. Yo, viajero, voy de paso. Además, ¿cómo podría asumir semejante compromiso geoestratégico, si no era capaz siquiera de encontrar la salida del aeropuerto de Bruselas ni de saber con exactitud qué tren debía llevarme a Gante ni en qué vía estaba estacionado?
Continuará...
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